El último Solari

El último Solari
18 mayo, 2021 por Gabriel Montali

Por Gabriel Montali para La tinta

La profecía. Todos tenemos alguna anécdota que insiste. En mi caso, cada vez que escucho la pregunta sobre el porqué del éxito de Los Redondos, me sucede lo mismo: vuelvo a una noche de agosto del año 2000 en las calles cuadriculadas de San Francisco, una isla rodeada de soja. Es viernes y el frío entumece mis pies mientras camino al bar con dos pesos en la billetera. Son apenas siete cuadras desde la casa de mis viejos, pero alcanzan para los cálculos de rigor: ¿tomo tres vasos de fernet o litro y medio de Talacasto con soda? Como se sabe, donde no manda fortuna manda economía, así que gana el vino de prosapia sanjuanina y color querosene. Pido una caja y dejo las monedas en el mostrador. Horacio, el dueño, un sesentón pelado que siempre viste de jogging azul y camisa, me alcanza además una jarra de plástico llena de hielo. “Hacelo durar que hay poco”, dice. Luego voy al cuartucho que con mis amigos bautizamos “La vip”. Es una piecita de paredes roídas por la humedad ubicada a medio camino entre la barra y el baño, los dos imponderables de la noche, ingerir y mear, conectados por un pasillo que poco a poco va convirtiéndose en una laguna de meos mezclados con lavandina y jabón. En la tele, el presentador de un canal de música repasa los éxitos de la biblia ricotera. Y no pasa mucho rato, entre el vaso lleno y vuelto a llenar hasta que alguien saca el asunto, el tema del momento. “Che, Monta, ¿vos qué vas a hacer?”, me pregunta Diego. En la mesa del fondo, el viejo Nanzer duerme con la frente apoyada en la boca del vaso, como una blancanieves lumpen pasada de rosca. Quedaban pocos meses para el final de la secundaria y las opciones eran trabajar o estudiar, dos alternativas que, en cualquier caso, prometían la misma inercia hacia el desempleo. “Creo que voy a estudiar periodismo”, respondí.

El sonido. Dice Eloy Fernández Porta, en Homo Sampler, que el pasado transcurre dentro del horizonte de una canción. Es decir, que entre la música y el oído surge un vínculo tan intenso, tan poderoso, que a menudo provoca una especie de bucle temporal en el fondo de nuestro ser. Es como si esos dos elementos, al encontrarse, o mejor: al descubrirse, se convirtieran en una aguja que se clava en nuestra memoria, al punto que los momentos más significativos de nuestra vida reverberan en la melodía de una canción. Breve inventario de residuos, de aquello que insiste y permanece. Allí está el hit de los Cure junto a los besos que diste y los que negaste o te negaron. La voz de Serrat te trae la imagen del auto de tus viejos deslizándose por la serpentina de las sierras en el verano del 93. Y hay un riff, en ritmo de bolero acelerado, para la tarde en que un amigo te prestó el disco que te voló la cabeza, el disco que se convirtió en la banda sonora de una etapa de tu vida. Esa música latosa, cantada por un pelado con voz latosa, en la que reconocías la sensación de que alguien había levantado una muralla allí donde debía emerger el campo abierto del futuro.

La forma y el fondo. Para Sergio Pujol, la paranoia es el concepto que sintetiza la poesía de Solari. Metáfora de un mundo que se ha vuelto incomprensible e invivible. Un mundo en el que lo real es en sí mismo distópico y grotesco. La especulación orwelliana hecha norma en el ojo televisivo, en el imperio del big data, en la pedagogía del mercado, en la irrisoria concentración de la riqueza. Y la cocaína como engañoso escapismo. A ese concepto remite el hermetismo de sus letras. Solari tematiza una voz que ya no es capaz de articular una explicación categórica del escenario en el que está inmersa. Es una voz que ha sido lanzada en caída libre por la hipervelocidad del tiempo moderno y por la continuidad, en democracia, de la sombra funesta de la dictadura. Por eso le cae como pase del Diego su timbre latoso y desafinado, y por eso, además, la huida y la cárcel son sus tópicos recurrentes: la sensación paranoica de que alguien o algo nos está persiguiendo, con su consecuente deseo de refugio –“¡Te has fugado! ¡Me hago humo!”, “Atrapado en libertad”. Así, en medio de esta película de terror, velada en blanca noche, no existe plan divino, dice Pujol, existe un plan de alienación escrito por todos y por nadie. Pero el Sísifo Solari no se diluye en su paranoia: a veces olvida su lastre y le toma el pelo al destino. Ese es el dato que falta en la impecable lectura que elabora Pujol en Canciones argentinas: como aún nos queda el lazo afectivo de la música y los recitales, su poesía encuentra un hilo de dónde tirar, aunque todo sea efímero y aunque nos envuelva el contorno de una noche cerrada.

La solarística. Fabián Casas coincide: lo distintivo en el Indio es ese afán de relato real filtrado por una prosa surrealista, en un cruce entre la filosofía contracultural del movimiento beat, el comic y las novelas de William Burroughs, que también devoraron las poéticas de Ian Curtis y Kurt Cobain. Sin embargo, Casas arriesga otro matiz. Después de Oktubre, cuando abandonan la metodología del circo ambulante, en el mismo momento en que se formalizan como grupo de rock convencional, Los Redondos se convirtieron progresivamente en una banda asistencialista, en una suerte de peronismo del rock. Y hay dos indicios de esa metamorfosis. Por un lado, el peso que ganan los recitales frente a la obra. Por otro, la manera en que la obra se reconfigura para alimentar la expansión de la misa. Desde entonces, para Casas, la lírica del Indio pierde poesía y él empieza a ser “escrito” por el público. Y no sólo el hermetismo de su prosa retrocede, sin esfumarse por completo, para dar lugar a un lenguaje más explícito. A su vez, y es aquí donde hay que poner la lupa, Solari por momentos renuncia a su condición de gran retratista del paisaje urbano que prescinde de lo moral, para volverse un narrador decimonónico: un juez de sentencias rotundas al que Casas compara con Ernesto Sábato. De modo que si en entre sus personajes estaba admitida la transa, la traición, el chantaje y todo el compendio de claroscuros que nos habitan, ahora lo que predomina es el victimismo, la visión unilineal, la fuga de los grises (¿Solari anticipa el paisaje actual de la polarización?). Un ejemplo es “La murga de la virgencita”, esa canción opaca, y asimismo brillante, que nos cuenta la historia de una chica de la noche a la que el Indio imagina tambaleando en plena calle luego de clavarse un tiro de merca y mascando frenéticamente un chicle, para que las arcadas que le vengan cuando tenga que atender a sus chulos cucharangos, al menos tengan gusto a menta. Y así nos la deja Solari, sin un gesto de venganza, sin un guiño de picardía, sin una cuotita de algo que no sea sumisión o que se salga de lo políticamente correcto.

Epecuén: retorno y derrumbe. “Pero todo gran artista (y Solari lo es) construye también algo que lo excede”, concluye Casas. Parte de ese exceso volvió a asomarse en las ruinas de Villa Epecuén: la ciudad vuelta carcasa fantasmal por la inundación de 1985. Los vestigios en los que el poeta decidió proyectar su rostro etéreo. Ya sin hazañas por cumplir, sin lujurias ingeniosas para ofrecer, quizás como reflejo de las ruinas de un género musical que ha perdido tanto centralidad como irreverencia, sugirió Abel Gilbert en estos días. Y sin embargo, una de sus canciones con aire de réquiem comienza con una frase interesante: “Si rezo solo Dios se aburre igual / pero así, creo, me escucha mejor”. El Indio dice que da lo mismo ser Solari o ser cualquiera cuando está por caer el telón, lo que equivale a decir que da lo mismo ser Solari o ser cualquiera en todo momento. Porque lo importante está más allá de la máscara, más allá de la performance, lejos de toda esa solemnidad en la que el Indio a veces también se excede, y lejos de todo deseo de trascendencia. Sólo entonces, en ese acto de renuncia, la oración –como rezo, como canción, como poema– se vuelve genuina. Es una buena frase para grafitear a modo de ofensa inocente, pero a fin de cuentas ofensiva, en la superficie de esa muralla que nos sigue moliendo a piñas en el centro del ring. Y ya que estamos, repitamos como mantra la frase de Kurt Vonnegut: “Si alguna vez muero –Dios no lo quiera– dejen que este sea mi epitafio: la única prueba que necesitó de la existencia de Dios fue la música».

*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: Martín Bonetto.

Palabras claves: argentina, Indio Solari, Rock nacional

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