Días sin hambre, un profundo viaje interior
Por Manuel Allasino para La tinta
Días sin hambre es la primera novela de Delphine de Vigan, publicada en el año 2001. Apareció de manera pública bajo el pseudónimo de Lou Delvig por razones familiares y es una intensa e inquietante historia de una joven anoréxica de diecinueve años. Esta autobiografía retrata un cuerpo al borde de la muerte: con treinta y seis kilos de peso, y su metro setenta y cinco; está sumamente frágil. Ante ese escenario, el camino de vuelta a la vida es la única opción; y la escritura, el medio que funciona al mismo tiempo como alivio y subversión.
Con pasajes emocionantes, Delphine de Vigan (Lou Delvig en su momento) realiza una narración sin concesiones, en donde nos sumerge en las llagas más dolorosas de su propia vida.
“Se ha cerrado la puerta, en el silencio de la tarde. Ella se ha echado. Por vez primera desde hace semanas brotan lágrimas de su cuerpo de piedra, de ese cuerpo extenuado que acaba de capitular. La hace llorar ese vago alivio que la deja por entero en manos de ellos. Las lágrimas le abrasan los párpados. Un saco de huesos en una cama de hospital, eso es lo que es. Ni más ni menos. Sus ojos se han agrandado y lucen círculos oscuros, bajo los pómulos afilados se hunden las mejillas, como aspiradas desde dentro. Una pelusilla oscura cubre la piel en torno a los labios. La sangre late muy lentamente en las venas abultadas. Está tiritando. Pese a los leotardos de lana y al cuello alto. El frío es anterior, un frío que le impide permanecer inmóvil. Un abrazo que se asemeja al de la muerte, lo sabe, la muerte dentro de ella como un bloque de hielo. El fluorescente ronronea, pero no oye más que su propia respiración. Le resuena la cabeza con ese soplo regular, amplificado, obsesivo. Porque se ha quedado casi sorda, comida por dentro de tanto no comer. Se ha levantado para cerrar la persiana naranja y la desliza a lo largo de la ventana. La luz amarilla se pega a las pálidas paredes. Hace un inventario del entorno: una cama, una mesa grande, un fluorescente, una silla, una mesita de ruedas cuya altura puede regularse, dos armarios empotrados, una lámpara de techo, una toma de oxígeno, un timbre. Detrás de una puerta estrecha se hallan el servicio y el lavabo. La ducha está en el pasillo. Fuera anochece y traen ya la primera bandeja con comida. Bajo la tapadera de aluminio, una hamburguesa demasiado hecha se codea con unas judías ya no muy verdes, haga usted un esfuerzo aunque le cueste. Mastica concienzudamente. Podría masticar durante horas, si fuera lo único que tuviera que hacer, llenar la boca de saliva, agitar a uno y a otro lado los alimentos, triturar sin parar esa papilla cuyo sabor se difumina poco a poco. El problema es tragar. Ya tiene un bolo en el estómago que le duele. El tiempo permanece inmóvil. Tendría que volver a aprender a comer, a vivir también. Vuelve la auxiliar, alza la tapadera colocada sobre el plato, para ser el primer día está bien, ¿podrá echarse usted un sueñecito? La invade el sueño por una vez. Entre las sábanas tersas y lisas, basta cerrar los ojos”.
Días sin hambre vio la luz con el seudónimo de Lou Delvig. Detrás de esta cuestión nominal, subyace una anécdota poco feliz: Delphine De Vigan tomó esa decisión por expreso pedido de su padre. En 2013, la novela se volvió a reeditar; y De Vigan, transgrediendo la petición paterna, doce años después de la primera publicación, colocó su nombre real.
Morir, renacer, escribir. El relato avanza, se suelta, gana corporeidad y se descomprime en la misma medida en que también lo va haciendo la protagonista. En el hospital, cuando acepta realizar un tratamiento para su anorexia, establece una intensa relación de transferencia con el doctor Brunel que será determinante para su recuperación. Él inventa historias sólo para ella y la joven, a cuenta gotas, va desgranando detalles íntimos de su biografía.
“La cosa ha sido progresiva. Intenta situar el comienzo de la enfermedad, hace memoria. Dice mi enfermedad, esa palabra extraña y plúmbea, hasta ahora reservada a su madre. Todavía no dice mi anorexia, la palabra le rechina en los oídos. A los diecisiete años, quería borrar las redondeces de la adolescencia, soñaba con tener las mejillas hundidas para darse un airecillo de mujer fatal. Cuando se anunció el verano, como todas las muchachas de su edad, empezó un régimen para poder menear el trasero en bañador en la playa. Durante una semana, Tad y ella comieron pollo a la plancha y verdura. En el piso, corrían a pasitos en torno a la mesa baja. Siempre acababan destornillándose en la moqueta. Se rajaron al cabo de unos días. Bajaron a comprar un sándwich desbordante de mayonesa, patatas fritas con kétchup y pastelillos de crema de postre. Cuando se para a pensarlo, se da cuente de que en realidad todo empezó más tarde, no tenía nada que ver con las revistas. Sobre todo recuerda la sensación de asco. Primero eliminó la carne roja, y después todas las carnes, las aves de corral y el cerdo, los huevos y el queso. Más adelante eliminó todo tipo de materia grasa. El azúcar también. Se encontraba cada vez mejor, más ligera, más pura también. Se hacía más fuerte que el hambre, más fuerte que la necesidad. Cuanto más adelgazaba, más buscaba esa sensación para dominarla mejor. Sólo a costa de eso lograba sentir una forma de alivio, de desahogo. Pero cada vez tenía que pasar un poco más de hambre para recobrar esa sensación de poder, en una cadena que le constaba que era de toxicómana, eliminar gradualmente, seguir reduciendo el número de calorías ingeridas. Sopesaba su independencia, su no dependencia. Adelgazar era una consecuencia, en el espejo, la prueba tangible de su fuerza, también de su sufrimiento. Miraba la aguja de la balanza aspirada hacia la izquierda, doblegándose cada día un poco más bajo el peso de su voluntad. Inspiraba miedo. En la calle se volvían a mirarla. Se levantaban cuando entraba en el metro. Se hacían a un lado para dejarla pasar. No se ahorraban los comentarios. ¿Has visto las piernas de esa chica? ¡Eh! Que Auschwitz ya se acabó, ¿no te habías enterado? Mi vecina tenía un cáncer, y estaba igual. Tan joven, que pena… En voz alta insultos, en voz baja compasión”.
Días sin hambre de Delphine de Vigan es una novela autobiográfica que describe el despertar a la vida a través de un viaje interior desarrollado entre cuatro paredes de una habitación de hospital. Es un manifiesto que lleva como bandera el amor propio.
Sobre la autora
Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966) vive en París. Su primera novela, de carácter autobiográfico, Días sin hambre, compone una suerte de díptico con Nada se opone a la noche, que tuvo un éxito arrollador en Francia, con más de 500.000 ejemplares vendidos, cinco importantes premios literarios y numerosas traducciones.
Por Manuel Allasino para La tinta.