Hablemos de la tristeza que sentimos

Hablemos de la tristeza que sentimos
22 abril, 2021 por Verónika Ferrucci

Hablemos de afectos en un mundo que nos desafecta con una eficaz pedagogía emocional neoliberal. Hablemos de la tristeza que estamos sintiendo, sin careteadas y sin trampas en medio del bombardeo persistente de falopas místicas, coaching y discursos mediáticos y políticos que sostienen narrativas optimistas y un imperativo de la felicidad individual en tiempos inciertos.

Por Verónika Ferrucci para La tinta

“No puedo continuar. Soy una grúa que la tormenta tiró al suelo.
Salgamos juntos aullando al cielo
como los lobos del desierto.
Por las tardes corto el pasto por monedas.
Te regalo las neuronas que me quedan.
La alegría de vivir sin futuro esperando que alguien llame a mi puerta”.

(Canción “Una piedra del Siglo XIX” de Antolín)

Desde la inminencia de la segunda ola, una banda de emociones latentes empezaron a recorrernos el cuerpo y tocar las fibras más sensibles al imaginar una cuarentena estricta como el año pasado. Scroll de colapsos en terapias intensivas, noticias de países vecinos en crisis, restricciones que nunca llegan del todo, aumento de precios, especulaciones en un mapa federal disputado por un contexto eleccionario, una catarata de odio y egoísmo por sobre el cuidado de la vida y la muerte más presentes. Y aunque no lo digamos del todo, porque, como decimos -sarcásticamente- con una amiga, “el futuro es negacionista”, en realidad, creo que volvimos a estar tristes o nunca dejamos de estarlo.

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(Imagen: Marthanalógica)

La semana pasada, en casi todos mis grupos de Whatsapp, circularon mensajes tipo: “Ya arranqué mal la mañana”, “estoy del ojete y bruxé toda la noche”, “cómo puede ser que la gente diga tantas giladas de la vacuna”, “no consigo laburo de nada”, “qué país de mierda”, “lloré en el trabajo, la gente está mal, posta”, “estoy flasheando que muera alguien de mi familia”. Una amiga con quien compartimos el laburo me manda un mensaje bien temprano: “Estoy de muy mal humor, te lo aviso porque voy a estar todo el día así”. Es un protocolo de cuidado que fuimos generando en el teletrabajo durante la pandemia.

Me llamó mi mamá y me dijo que, por las tardes, le viene una angustia en la panza y pienso en ese nudo que se nos ata con alguna tristeza. Me cuenta que no se ven con las amigas -todas de más de 70 años y comparten la experiencia de la viudez-. Decidieron que todos los días se van a llamar por teléfono fijo, una anacronía poética que las mantiene unidas. Me escribo con un pibe que conocí en Tinder, tuvimos algunos buenos momentos sexuales que se desvanecieron vertiginosamente -no tengo certezas, pero tampoco dudas de los malos tiempos para vincularnos-. Vivimos lejos, pero seguimos chateando casi a diario, quizá seamos una foto de los match para no sentirnos tan en soledad en un tiempo de emociones confinadas y deseos difusos.

Después del anuncio del presidente Alberto Fernández sobre las nuevas restricciones para el AMBA, Pía López posteó en su Facebook: “Apoyo las decisiones del gobierno nacional, pero interrogo mi propia tristeza, para no bardear la desazón de personas que siguen pensando que les pibes están mejor en la escuela que en las casas o que caminan de noche cuando termina la jornada laboral o que desesperan porque se acota su actividad comercial, pero no sus gastos. Las derechas interpretan posiciones subjetivas de derecha, pero también otras que no lo son, afectos y sensibilidades que tienen que ponerse en otros diálogos. (…) Esta persona que escribe, con casa y salario, una vida amable a puertas cerradas, sin embargo, se siente triste cuando piensa en transitar el aislamiento”.

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(Imagen: Marthanalógica)

En un gesto por desanudar y comenzar a tirar del hilo de la tristeza, se me ocurre que poner en duda la individualidad de las emociones y encontrarnos vulnerables y frágiles ante el mundo es un buen comienzo. La filósofa argentina Cecilia Macon prologa el libro de Laurent Berlant “El optimismo cruel”, allí cuenta que, en 2002, académic*s, artistas y activistas crearon el Public Feelings, un colectivo feminista queer autodefinido como feel tank, “un remedio irónico de estos think tanks en los que se escarba en vocabularios sofisticados para defender un determinado estado de cosas. Hicieron intervenciones en Chicago, Austin y New York en una performance dedicada a conmemorar el Día Internacional de lxs políticamente deprimidxs, guiados por el motto: ´¿Deprimidxs? Puede que sea político ́. Pertrechadxs con batas, pijamas, antidepresivos, tazas sucias y pantuflas, salieron a recorrer las calles recordando la conexión entre la depresión -pero también la ansiedad, la apatía y el entumecimiento- con el orden neoliberal”, detalla.

Podemos reversionar esa perfomance y seguir tirando del hilo de los efectos de la pedagogía emocional neoliberal. Te levantás y vas a laburar con el sostén de ficciones emancipatorias y narraciones libertarias construidas socialmente con tecnologías para el aislamiento, que refuerzan la idea de un yo libre, independiente y “empoderade” que nos aleja de sabernos precaries, vulnerables y entramades con otres. “Yo sigo para adelante”, «hay que seguir para adelante”, “yo me las arreglo”, “yo sonrío, no queda otra”, “el que quiere, puede”, “nadie me regaló nada”. Abundan y se oyen en todos lados, incluso, a veces, nos hacen algún eco adentro. Virginia Cano, docente, investigadora del CONICET y activista lesbiana, retoma a la escritora feminista británica-australiana Sara Ahmed, cuando nombra como “performativos esperanzadores” –y por eso mismo, devastadores– a ese tipo de enunciaciones que proliferan en el lenguaje y en las prácticas, y tienen la capacidad de moldear las conductas, pero, sobre todo, de condicionar o limitar las emociones. La racionalidad neoliberal se nos hace carne y nos auto-precariza, en lo propio no le debo nada a nadie y, entonces, me aseguro una manera devastadora de quedar inmunizade y desapegade del mundo.


“Cortar, separar, aislar, individualizar. Así opera el capitalismo afectivo. Ese que deja sus huellas e imprime sus ficciones en los medios masivos de comunicación, en los discursos científicos, en nuestras auto-narraciones y en nuestros cuerpos. La pedagogía afectiva ego-liberal infringe la herida que luego nos constriñe a vivir”, afirma Cano en su texto “Solx no se nace, se llega a estarlo. Ego-liberalismo y auto-Precarización afectiva”.


En la agenda anímica actual, el imperativo de la felicidad nos marca el rumbo, no importa a qué costo. La tristeza, la depresión, la soledad, las crisis tienen mala fama y suelen ser sólo acogidas desde la patologización o las terapias del coaching hechas a medidas de esta época -conllevan alguna cura que el mismo sistema produce y vende-. Ahí la trampa. Y ahora, en este mundo pandémico que no termina con una cuarentena ni en el corto plazo, esa pedagogía emocional se fortalece y redobla sus apuestas en una anestesia colectiva, en palabras de la escritora feminista canadiense Ann Cvetkovich, “sujetos sintientes”, una ciudadanía que descontextualiza las emociones y resuelve el conflicto de manera individual.

Un sálvese quien y como pueda: toma un curso de meditación, descarga un tutorial de filosofía new age, seguí a influencers del coaching y el voluntarismo mágico, negá, mirá la tele y repetí. Y así, te olvidás de que la tristeza que sentís la tenemos todes. A cada quien le resuena en algo diferente, pero cómo no estar tristes, si, como dijo Jorge Aleman, no es el tiempo de los procesos revolucionarios: “Este sistema está precisamente preparado para seguir como un alien reproduciéndose a sí mismo a través del caos”.

“No sé qué sería de mí sin mis amigxs”

A la tristeza, seguro le sobreviene algún miedo y puede parecer inquebrantable. “Un miedo no se deshace, sino que coexiste con una percepción del mundo a la que se queda pegado, indisolublemente. Lo que aparece en nuestros miedos son pedazos esparcidos de un rompecabezas que contiene en potencia lo que nos ha perseguido, decepcionado, lo que nos ha hecho soñar, tropezar, lo que ha constituido en filigrana un mundo posible para nosotros. Entonces, correr el riego de nuestros miedos quizás sea simplemente amansar su voz desnuda y, como los niños con la oscuridad amenazante que envuelve el sueño, contarse historias a sabiendas de que para cada susto hay un micro-hechizo, un talismán fugitivo tan límpido como una cantata de Bach”, dice la filósofa y psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle.

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(Imagen: Marthanalógica)

Hay una generación que no pudo expresar la tristeza o la angustia porque era de minas, señal de debilidad o de puto, consecuencias de una distribución afectiva sexista. Otra generación corrió esos límites, pero tiene culpa de asumir la tristeza porque tiene los privilegios de tener laburo, casa y resto en el mes. Sin embargo, así andamos todes por el mundo, con alguna carga. ¿Qué hacemos con estas subjetividades tristes? No es una tristeza permanente ni inhabilitante, pero está latente. No hay certezas ni soluciones fáciles, pero tampoco dudas sobre la necesidad de apoyarnos entre nosotres y redoblar la apuesta contra lo trillado de “nadie se salva en soledad” y emancipar el relato del dolor que nos genera algo del mundo, algo de tu vida, de la vida de otres.

“Nadie viene sin un mundo” es una compilación de textos de Virginia Cano y su equipo de investigación, donde intentan dar cuenta de la vinculación entre aquello que somos y el mundo, entre la singularidad que somos y los dispositivos de producción, control y gestión de las subjetividades. Dirá la autora: “Al fin y al cabo, nuestra capacidad de emancipación o, más bien, de resistencia y subversión, anida -entre otras cosas- en nuestra habilidad para identificar, interrogar, negociar, disputar, hackear, reinventar, contaminar y/o apropiarnos de esas mismas tecnologías que nos producen”.

Mi tristeza es mi tristeza, pero no es solo un fantasma personal que me persigue en mi cabeza. “¿Acaso los que no conocen la angustia son completamente humanos?”, interpela Anne Dufourmantelle. Estamos tristes y estamos haciendo lo que podemos. Desmantelemos la yuta de catadores que jerarquizan qué es lo que hay que sentir. Y volvamos siempre a la red de amistades que nos sostiene. No se trata de descansar o volcar el sentir íntimo únicamente en un afuera que nos resuelva. Estamos de acuerdo en que hay que partir de un hacerse cargo de lo propio, pero sabiendo que somos parte de una trama donde “todes estamos rotes”, pero que, sin conciencia de ello, le somos útil al sistema. Quizá lo más revolucionario, hoy, sea en el mundo de los afectos. Desobedecer la pedagogía afectiva cruel, desmontar los mandatos para desplegar y ejercitar nuevas formas de querer y estar en la vida de otres, bancarnos, crear códigos y pliegues en los que resistamos los contratiempos de este mundo, en este aquí. Porque nos necesitamos para algún después.

«Breves momentos de paz después de la tormenta.
Caminamos a paso lento entre las ruinas. Todavía es demasiado lejos.
Sabemos con seguridad que algunas cosas ya no van a volver.
Vamos a caminar esta noche por el brillo perdido de nuestros actos, vamos a sobrevolarlo todo y a pensar una vez más en lo vivido, en el cálculo de todos los planetas con cualidades habitables, en el tiempo irreparable que nos separa de lo mejor, en la lista de estrellas más brillantes, en la lista de estrellas más grandes conocidas, en la lista de estrellas más luminosas, en la lista de estrellas más masivas, en el tiempo que podría ser una dimensión más entre miles de dimensiones. Nadie necesita mapas. Todavía es demasiado lejos».
Antolín Olgiatti

*Por Verónika Ferrucci para La tinta / Imagen de portada: Marthanalógica. 

Palabras claves: aislamiento social, pandemia, tristeza

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