Gabriela Borrelli: “La literatura no es para escaparse del mundo, sino para habitarlo de otra manera”
Por Inés Ripari para Almagro Revista
Dentro o fuera del dial, en la programación de alguna radio, se escucha una voz rasposa que lee los versos de un poema. Con una pasión desmedida, esa misma voz, que cada tanto ríe, profundiza en los mil sentidos que puede disparar un conjunto de palabras concatenadas. Hace 20 años o desde los 20 años, en este caso es lo mismo, que Gabriela Borrelli Azara se sienta frente al anti-popper de un micrófono y ejerce su militancia poética: difunde literatura. Licenciada en Letras, locutora, escritora, militante feminista, tallerista y lesbiana, Borrelli Azara acaba de publicar su primera novela, Vidrio (Club Hem).
En un combo explosivo que trenza la ausencia de recuerdo y el encierro dentro de un penal, la trama de su reciente publicación y la voz de su protagonista abundan en asociaciones que podrían traerse al contexto actual: la espera dentro de un espacio limitado, la bisagra temporal entre una etapa de la propia historia y la siguiente, la incapacidad de proyectar un futuro. “Cuando no hay recuerdo, no hay relato”, dice la conductora de Las Fuerzas Extrañas, al aire por Futurock de miércoles a sábado. Autora de los libros de poemas Océano (Lamás Medula, 2015) y Hamaca paraguaya (Patronus, 2019); de la recopilación de más de una treintena de textos de escritoras feministas del mundo, Lecturas feministas (Futurock, 2018); y también de las inolvidables “Aguafuertes torteñas” —su columna en el suplemento Soy de Página 12—, Borrelli Azara, entre carcajadas y confesiones, se anima a decir que dicta “el único taller lesbiano del universo”.
—¿Cómo construiste Vidrio?
—Vidrio se dio en el marco de un taller que hacía con Alejandra Zina. Era un texto más filosófico, más ambicioso, una novela que no empezó siendo lo que es. Primero, apareció el personaje de Laura que era como una especie de sísifa moderna porque repetía dos veces lo mismo: volver a entrar en la cárcel, esta vez, por algo que no se acordaba. Después, vino la historia. Y la construcción de la novela se fue dando ahí, no estuvo muy retocada, la leyó Gabi Cabezón Cámara y tuvo como un visto final, pero fue criada en la dinámica tallerística. Escuchaba a Laura, su voz, y el ritmo del monólogo interno que marcaba la velocidad.
—¿Qué hay ahí con la ausencia del recuerdo?
—El primer sufrimiento de Laura es porque no recuerda. Esa voz se queja de que no sabe por qué está en la cárcel y se agarra de lo que sabe: que estuvo con Lorena y con Luis, pero no sabe qué pasó esa noche, como no sabe un montón de cosas que se le escapan. A mí me gustaba explorar en Laura esa idea de los espacios vacíos que se van llenando con relato. Toda la literatura podría ser pensada así. La historia es eso. ¿Qué se va a relatar de estos tiempos: que el siglo XXI empezó con las Torres Gemelas o con una pandemia en el 2019? No va a haber recuerdo en el 3000, va a haber relato. Toda la literatura podría ser pensada desde la ausencia de lo que pasó; y en Vidrio, nunca está la literatura porque nunca se sabe qué pasó. Cuando no hay recuerdo, no hay relato.
—¿Cuál es la relación entre la espera y el tiempo en la novela? ¿Cómo reflexionás acerca de eso en este contexto?
—Hace cuatro años que terminé la novela. En el 2017, la vio Gabi [Cabezón Cámara]. Recuerdo que estaba muy copada con En breve cárcel de Silvia Molloy pensando en el contexto de encierro. Creo que asistimos a una nueva sensación de encierro. Pero lo que sigue siendo el encierro es la cárcel, porque estos encierros, como los que vivimos ahora, son comunicados. Pero estar en la cárcel, no tener celular es otro tipo de aislamiento, de ruptura con la realidad. Ella [Laura] está esperando en 30 días un careo que sabe que no va a llevarla a ningún lado. Sí hay algo con la contabilización del tiempo porque cuenta los pasos y esa es otra forma del tiempo, ¿no? Hay un poema de Roberto Juarroz que dice algo así como que uno necesita de vez en cuando contar qué es lo que tiene. (Busca el poema y lo lee). Es necesario pasar lista a las cosas para comprobar su presencia. Es necesario contar los árboles, los pájaros. Contar es como pasar lista de lo que está presente y Laura hace eso: pasa lista de sus pasos para comprobar una existencia. Creo que es una medida del tiempo.
—¿Qué hay con la letra L, inicial de los nombres de todos los personajes? ¿Es la L de lesbiana?
—(Se ríe) Estaba esperando que alguien lo notara. Vos sabés que sí, es por eso, pero nadie me lo dijo hasta ahora. Sos la primera (se ríe). Es un chistín. Me quise dar el gusto. “The L word”… (se ríe). Una vez, me hicieron una crítica que decía que era medio estereotipado que se dijera “las gringas”, “la Cata”, pero yo se lo quería dejar para que hubiera muchas L en la novela. Me alegra mucho que lo notes. Te lo regalo.
—Tus títulos son objetos, se ve también en Hamaca paraguaya. ¿Hay una búsqueda?
—Sí, totalmente. Es más, otro libro de poemas que va a salir pronto se llama Holter. Y la novela que estoy escribiendo ahora es la historia de una chica de 40 años en San Telmo que se enamora de una maldita casada y ahí radicalicé mucho lo de los objetos porque los capítulos son lo que ellas dos tienen: la mochila, los borcegos. Me interesa más mirar al objeto que mirarme a mí a través de su materialidad. Me gustan mucho las literaturas al estilo Francis Ponge o Mario Ortiz que examinan algo hasta pulverizarse los ojos, en términos de Alejandra Pizarnik.
—Pensando en las editoriales en las que publicaste, todas del circuito independiente —Lamás Médula, Futurock, Patronus, Club Hem—. ¿Elegís editorial? ¿Creés que en eso hay una decisión política?
—Sí, no sé si hay una búsqueda o si son los lugares donde me siento parte. Con las editoriales con las que publico comparto las ferias a las que me gusta ir, comparto los medios en los que me gusta participar, donde no me siento extranjera y donde menos tensiones encuentro. Edité Hamaca paraguaya en la editorial de un amigo y socio; me encanta el catálogo de Club Hem, y Futurock es el medio donde trabajo. Me fui de Radio Nacional, después de 17 años, a trabajar en un medio fuera del dial. No sé si es una búsqueda, pero es difícil llegar al lugar donde una se siente cómoda, pero cuando te sentís cómoda, te sentís muy cómoda. Y yo me siento muy cómoda. Es mi patria.
—¿Cómo les fue con Patronus en la antología que editaron, Hay que perder el tiempo en otra cosa?
—Lo de Patronus fue un entramado de buscar cómo los lectores de poesía podían colaborar con la materialidad de aquellos que no tenían para comer, como son los alumnos y las alumnas de Javier Roldán. Sentimos que no fue una ayuda, sino que acompañamos un proceso de todo el año con bolsones de comida. Me parece que acorta un poco esa distancia, esa falsa dicotomía entre lo material y lo abstracto, la idea de que la cultura no hace nada en el cuerpo. Asistimos a tiempos de reconstrucción. A mí me interesan los procesos culturales que no se dan de forma museística, sino activa. No es llevar un museo o bibliotecas a zonas vulnerables, sino crear arte con eso. Es lo que la época requiere en muchos sentidos. Siempre existe una tensión entre lo representado y lo que se representa, pero en esa tensión se puede habitar el arte. Para mí, la literatura nunca es para escaparse del mundo, sino para habitarlo de otra manera. También es mi salida. Yo vivo en eso. Es un poco como el lesbianismo. Una no es lesbiana solo para contarse, vive en un continuum lesbiano. De la misma manera vivo la literatura: no es mi trabajo, no es una pasión, es parte de mi vida, activamente. Y no me quiero escapar del mundo. Nunca me quiero escapar del mundo.
—Justamente, hacia allá iba. Tu trabajo, más bien tu vida, está muy orientada a la difusión de otras y otros autorxs, ¿qué encontrás en eso?
—Para mí, es el mismo proceso leer que escribir. Son actividades igualmente creativas. Me parece que aquel que lee y no escribe, produce una obra tan inasible como un libro, simplemente sin su materialidad. No creo en las pasiones solitarias, me interesa la pasión colectiva, ejercer una crítica cultural desde otro lugar, no desde lo que está bien o está mal, o lo que se ajusta a ciertos cánones, sino armar constelaciones de textos. Y mi escritura es parte de eso. Le pongo la misma pasión a un libro que leo y a un libro que escribo. Hay libros que he abandonado, escribiendo o leyendo.
—En esto que decís de la pasión, se cruzan tus militancias: torta, poética, peronista, lectora, feminista. ¿Cuál creés que impera? ¿Cuál te corona y cómo se ordenan esas militancias en tu vida?
—Creo que son parte de una misma militancia porque todas están concatenadas. Pienso que la militancia por la visibilización lesbiana es muy parecida a la militancia poética, por muchas cuestiones. Esa forma que tiene la poesía de ser una especificidad dentro de la literatura, igual que nuestras vidas lesbianas dentro de algo más grande que se llama las disidencias. Después, soy peronista por convicción existencialista de creer en políticas, aunque sucias, activas. Con sucias, digo no ideales. No creo que una se corone por sobre otras. Hay algunas que se superponen en algún momento, pero son todas parte de lo mismo. Una es hija de la época y, en mí, como en tantas otras, conviven muchísimas militancias al mismo tiempo que se unen siempre en una sola. Tendría que agregar la ambientalista que casi me está agarrando. No podemos pensar nuestras existencias sin pensar en las diversidades ecológicas. Pensamos la colonización en términos territoriales, pero también personales y físicos, y así pensamos lo literario.
—¿Cómo evolucionó en vos el orgullo tortillero?
—Creo que el orgullo es una decisión política. Una pregunta que me hacen en la radio es: “¿Por qué es necesario decir todo el tiempo que sos torta al aire?”. Me parece que esa es una pregunta engañosa a la que no me pienso prestar. No me quiero preguntar por qué es necesario decirlo, sino cambiar la pregunta: ¿Cuánto cuesta decir que sos lesbiana? Porque cuesta mucho decir que sos lesbiana. Su forma más radical es Higui, la violación correctiva. En su forma más liviana, es lo que me puede costar a mí: un pelotudo que se ríe. Yo trabajé de locutora durante muchos años y muchos locutores decían: “No me traigas a la lesbiana porque no puedo joder con la lesbiana”. En la mínima a mí me cuesta un trabajo, que me miren mal, un chiste, el mismo iceberg que cuesta nombrarte lesbiana en una sociedad donde tu cuerpo y tu vida están en juego. Me parece que no hay que responder por qué tenemos orgullo o nos denominamos lesbianas, sino hermanarnos en la respuesta de cuánto cuesta nombrarnos lesbianas hoy y también dentro del movimiento queer. ¿Cuán visibilizadas estamos? Toda la literatura lesbiana escondida en otras literaturas. Me parece que es una gran pregunta para hacernos. Y a mí no me gusta nunca llegar a conclusiones, sino habitar tensiones.
—¿Te parece que hay una necesidad de visibilización lésbica?
—Creo que dentro del colectivo LGTTBQI hay que agregar todas las letras que sean necesarias y que cada letra conviva brillantemente en sus diferencias con las otras, porque, si no, es pactar con la misma normalización de afuera. Yo no quiero la normalidad. Quiero la diversidad en su forma más radical y creo que siempre estamos en un camino a otra cosa, que en lo concreto son leyes, en el futuro podría ser la abolición de género o la explosión en mil géneros. No tengo en claro cuál es el camino, pero sí que la herramienta política es la visibilización.
—¿Qué enseñás en tus talleres?
—Principalmente, vemos y leemos a muchas lesbianas. Y no solo las nombramos, no son una lista, las leemos en profundidad. Nos hacemos mucho de teoría lesbiana, pensamos poéticamente como Monique Wittig, leemos a fondo a Sylvia Molloy, armamos un corpus de lectura. Hace muchos años que en mis talleres leemos a Emma Barrandeguy. Vamos armando un recorrido que en algún lado se contamina. Nos reímos y decimos que es el único taller lesbiano del universo. Hubieron muchos talleres lesbianos en la historia de nuestro país, que tiene una gran tradición tallerística, pero era un secreto a voces. No me gustaría que sucediera eso con mi taller. Igual, ahora estoy sin dar, lo extraño mucho, creo que recién voy a volver el año que viene, si existe el mundo. No sé si exista el mundo, pero las lesbianas van a seguir existiendo.
*Por Inés Ripari para Almagro Revista. Fotos: Natalia Marcantoni.