El estigma de los supervivientes del coronavirus en la India rural

El estigma de los supervivientes del coronavirus en la India rural
18 septiembre, 2020 por Tercer Mundo

La situación de carencia básica, discriminación y estigma en las áreas rurales es una consecuencia colateral del golpe que el virus ha atestado al segundo país más poblado del planeta.

Por Jigyasa Mishra para PARI

Desde hace ya un mes, Nisha Yadav ha tenido que alejarse más de un kilómetro para conseguir raciones de comida para su familia. El bazar de su barrio ya no les vende nada. “Desde que hospitalizaron a papá, Rajanwala (el propietario del establecimiento) no nos deja entrar a su tienda”, dice.

“Mi padre dio positivo por COVID-19 a finales de junio, pero se ha curado del todo -añade Nisha-. Los demás pasamos por las dos semanas de aislamiento. Aunque papá se curó hace como un mes, el propietario todavía dice que si entramos en su tienda extenderíamos el virus. Así que ahora uno de nosotros tiene que pasar por aguas fangosas que llegan hasta las rodillas, en medio de estas lluvias e inundaciones, para recoger la compra hasta la casa de parientes que viven a más de un kilómetro de distancia”.

Nisha, una chica de 24 años que dejó los estudios después de terminar la secundaria hace seis años, vive en Sohsa Matiya, una aldea en el pueblo de Hata, situado en la región de Kushinagar, al este del Estado de Uttar Pradesh. A unos 60 kilómetros de la ciudad de Gorakhpur, su aldea se ha visto gravemente afectada por el monzón y las inundaciones.

“Nuestros tíos compran las provisiones por nosotros y les pagamos después”, cuenta. Incluso mientras habla, Nisha sujeta los bajos de su salwar en tres o cuatro ocasiones: se dispone a caminar entre el terreno inundado hasta la casa de sus tíos. Su familia se ha quedado sin azúcar para el té de la tarde.

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Nisha es la hija mayor de Brajkishore Yadav, de 47 años, el único miembro de la familia con ingresos, que en junio regresó de Delhi. En la capital, trabajaba en una fábrica de pantalones vaqueros, donde ganaba unas 20.000 rupias al mes (unos 230 euros). La madre de Nisha murió hace seis años por la mordedura de una serpiente. Desde entonces, ella se ha encargado de sus dos hermanos pequeños, Priyansu, de 14 años y en el último curso de primaria, y Anurag, de 20 años, en el segundo curso de graduado.

Ambos están pasándolo mal con el confinamiento. En una familia que no tiene garantizadas las dos comidas diarias, hay pocas probabilidades de que dispongan de un smartphone o accedan a educación online. Su padre, un trabajador emigrante, tiene un móvil ordinario. Ninguno de los dos chicos podía pagar las tarifas de sus próximos cursos.


“Este año no vamos a estudiar. Ya no nos parece una prioridad. Quizá, el año que viene, sí lo hagamos”, dice Anurag. “Papá solía enviarnos unas 12.000 o 13.000 rupias al mes -agrega Nisha-. Pero desde abril en adelante, no sé ni cómo hemos sobrevivido. A veces con sólo una comida diaria. Papá regresó en junio y le hicieron la prueba en el colegio que estaban usando como centro de cuarentena para los emigrantes retornados. Fue un test rápido (de anticuerpos) y dio positivo, así que le retuvieron allí. Una semana después, en la prueba más detallada (un PCR), dio negativo. Así que le soltaron pronto, el 2 de julio. Se encuentra bien, pero aún sufrimos el estigma”.


“Tuve que pagarle 4.000 rupias a un camionero para ir de Delhi a Gorakhpur -relata Brajkishore-. Luego otras 1.000 rupias para el conductor de un todoterreno que me llevó hasta la aldea. Esas rupias salieron de las 10.000 rupias que me habían prestado unos amigos de Delhi. Las necesitaba porque los niños estaban comiendo solo tortas y judías. Pero me quedé con sólo 5.000 y esas también se han acabado debido a esta enfermedad. Las medicinas cuestan mucho. También me gasté 500 rupias para volver a casa en un motocarro después de que me dieran el alta. Y ahora no tengo trabajo. ¿Dime, cuándo voy a poder volver a Delhi? Aquí, en vez de ayudarnos y apoyarnos, los vecinos y los dueños de las tiendas nos boicotean. ¿Y yo qué culpa tengo? No hay fábricas grandes en esta región, ni cerca. Si fuera así no tendría que irme tan lejos de la familia y sufrir así”.

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Sooraj Kumar Prajapati lleva varios días bebiendo menos agua de lo normal. Teme que incluso después de curarse de la COVID-19 pueda contraer otras enfermedades debido a las insalubres condiciones del centro de cuarentena. “El agua no es apta para su consumo. La pileta y los grifos están cubiertos de esputos de tabaco de mascar. Si lo ves, prefieres seguir con sed antes que beber aquí”, dice.

“Aquí” es la escuela St. Thomas, en el pueblo de Khalilabad, en la región de Sant Kabir Nagar, en el estado de Uttar Pradesh, donde Sooraj está en cuarentena después de dar positivo por COVID-19 en un centro médico de emergencia del gobierno. Este estudiante de 20 años, en su segundo curso de diplomatura, se presentó para ser examinado después de empezar a toser en exceso.

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“Mis padres, mis dos hermanos y mi hermana viven todos en Khalilabad (sus hermanos, todos más jóvenes que él, estudian en colegios públicos). Mi padre vende comida para llevar en un puesto en la carretera y ha ganado muy poco estos últimos meses -afirma Sooraj-. Nadie sale de viaje, ¿así que quién le va a comprar? Empezó a vender algo en julio, pero muy limitado. Los sábados y domingos están cerrados de todas formas (para negocios no esenciales, según orden del gobierno) debido al confinamiento. No puedo pedirle a mi padre que me mande agua embotellada todos los días”.


Sooraj y otros 80 fueron confinados en el colegio después de dar positivo en tests rápidos serológicos. Comparte una habitación de unos 8×3 metros con otras siete personas. “Nos dan té con pan a eso de las 7 de la mañana y luego tortas o judías a la 1 de la tarde. Pero empezamos a tener hambre mucho antes. Después de todo, somos jóvenes, ¿sabes? –cuenta con una risa nerviosa-. Por la tarde nos dan té y tortas otra vez a las 7. La comida no es un problema aquí, pero la higiene definitivamente sí”.


Hay montañas de basura fuera de casi cada habitación del colegio. Recipientes de comida servida a los internos, restos y desechos, vasos desechables en los que éstos toman kadha (agua hervida con hierbas o especias) y té, todo ello a lo largo de todos los pasillos. “No he visto a nadie barrer ni una sola vez en los últimos ocho días. Nos tenemos que tapar la nariz al usar los baños sin limpiar, y solo hay uno en todo el centro con cinco o seis retretes. El baño de mujeres está cerrado porque no hay mujeres aquí. A veces me dan arcadas. Nos quejamos en vano a los empleados, pero tememos ofenderles. ¿Y si dejan de darnos comida porque protestamos? Me imagino que las cárceles son así. Solo que nosotros no hemos cometido ningún crimen”, relata Sooraj.

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Una enfadada Iddan se erguía fuera de su casa en la zona de Ghatampur, en la región de Kanpur, agitando los informes médicos que mostraban que había dado negativo por COVID-19.

Había regresado el 27 de abril a su casa en la aldea de Padri Lalpur desde la ciudad de Surat, en el estado de Guyarat, con su marido, un hombre de más de 50 años, y su hijo de 30 años. No ha ganado ni una rupia desde entonces. “El camino de vuelta (unos 1.200 kilómetros, durante dos noches y tres días) fue malo, 45 personas apretadas en un camión sin techo, pero regresar fue nuestra peor decisión –dice-. Habíamos estado en Surat desde hace nueve años, y trabajábamos en una fábrica textil”. Habían abandonado Uttar Pradesh porque aquí ganaban muy poco como trabajadores agrícolas.

Se encuentra en el exterior de una casa azul claro, cuyas paredes probablemente nunca hayan sido revocadas. Unos pocos niños se han juntado a nuestro alrededor, atraídos por el tono animado e incluso agitado de Iddan.

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“Somos musulmanes -remarca Iddan-. Y por eso nos rechazan. Otros que no son de nuestra religión están encontrando trabajo. Hace poco, se negaron a atender a mi hijo en la peluquería. Le dijeron: ‘Es que todos ustedes tienen coronavirus’. Alquilamos un piso de una habitación en Surat por 4.000 rupias”. En la fábrica, “ganábamos 8.000 rupias cada uno, 24.000 entre todos. Después del regreso, ni siquiera ingresamos 2.400 rupias. Aquí, por trabajo agrícola esta temporada ganaríamos en el mejor de los casos entre 175 y 200 rupias, y eso un día bueno. Pero ese trabajo no está disponible los 365 días. Por eso nos mudamos a Surat hace años, cuando aquí los salarios eran incluso menores”, señala. Una mujer segura de sí misma de 50 y tantos años, asegura que no tiene apellido: “Iddan es todo lo que escribo en mis documentos”.

Su marido, cuyo nombre no quiso proporcionar, fue declarado positivo de COVID-19 después de los tests obligatorios para inmigrantes retornados en un campo gubernamental la primera semana de mayo. “La vida ha sido un infierno desde entonces”, reconoce.

“Que agarrara el virus fue estresante, pero el problema de verdad empezó después de su cura. Cuando mi hijo y mi marido buscaron trabajo en el campo, fueron acosados por los propietarios que les acusaron de expandir el virus. Un potentado incluso me advirtió que no pisara sus campos e incluso le dijo a otros propietarios que no nos dieran ningún trabajo”, recuerda.

El marido de Iddan volvió a hacerse las pruebas del virus en un campo gubernamental, a finales de mayo, y en esta ocasión dio negativo. Ella agita el documento: “Ves, lee tú los nombres, yo no sé leer inglés. Pero sé que los médicos dicen que ahora todos estamos sanos. ¿Entonces por qué esta discriminación?”.

Iddan ha pedido 20.000 rupias prestadas a su cuñada para sobrevivir a estos duros tiempos. “Ella se casó con alguien de una familia económicamente más estable. Pero no tengo ni idea de cuándo le podremos devolver el préstamo. Quizá cuando volvamos a trabajar en la fábrica textil”, indica.

¿Qué interés tiene el préstamo? “¿Interés? No lo sé. Tendré que devolverle 25.000 rupias”, responde.

Iddan está impaciente por volver a Surat.

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*Por Jigyasa Mishra para PARI (Traducción de Diego Sanz Paratcha para El Salto Diario) / Foto de portada: Jigyasa Mishra

Palabras claves: coronavirus, gobierno, India

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