Anexar o no anexar, esa es la cuestión
En teoría, el Estado israelí comenzaría la anexión ilegal de partes de la región palestina de Cisjordania. Aunque el rechazo de esta medida retumba en todo el mundo, Netanyahu y Trump siguen adelante.
Por Ezequiel Kopel para Panamá Revista
No sería la primera vez que Israel vaya a anexar territorio ocupado en una guerra, en clara contravención al derecho internacional. En 1980, el Parlamento israelí anexó Jerusalén Oriental, donde creó un sistema de documentación por el cual los ciudadanos palestinos de la ciudad gozan de derechos sociales, pero no pueden votar para elegir la máxima autoridad del Estado. Una especie de anexión “trucha”, en la que Israel maximizó sus beneficios territoriales y minimizó sus “peligros” demográficos. Y un año después, en 1981, Israel hizo lo propio con las Alturas del Golán sirias (condición reconocida en 2019 por el actual presidente estadounidense Donald Trump, con la clara intención de beneficiar a Benjamín Netanyahu en las elecciones israelíes).
Hoy, los vientos de anexión vuelven a soplar sobre otro territorio ocupado, como es la posible incorporación “legal” a Israel de partes de Cisjordania. Pero la cuestión no es simple ni clara. La anexión de la zona que los judíos conocen con el nombre bíblico de Judea y Samaria siempre ha sido el “sueño húmedo” de los colonos israelíes más fanáticos que habitan el territorio palestino, y no la de los líderes israelíes, debido a que, si se incorporaban a Israel los territorios palestinos conquistados, sería necesario extender los derechos (todos o algunos) de sus ciudadanos a los hombres y mujeres palestinos.
Los beneficios de ser el “ocupante” y no un “par” siempre estuvieron claros para el liderazgo político israelí: dentro de esa zona crepuscular, los colonos tienen, hasta el día de hoy, todos los derechos de los que gozan los israelíes (e, incluso, unos cuantos más). Estos derechos son ejercidos convenientemente en medio de una clase baja palestina, la cual, por consiguiente, les suministra a los israelíes mano de obra barata para sus tareas, economía, proyectos y expansión. La ecuación era perfecta para el gobierno israelí. Solo basta recordar las palabras premonitorias, pronunciadas en 1972, por el entonces ministro de Finanzas israelí, Pinhas Sapir, sobre la dependencia de su país de la mano de obra palestina. En un encuentro del laborismo en ese año, Sapir auguraba la creación de una clase que “hace el trabajo limpio y otra que hace el trabajo sucio” al igual que “los negros en Estados Unidos” y, si Israel continuaba gobernando a los palestinos sin concederles igualdad de derechos, su patria ingresaría “en un grupo de países cuyos nombres no quiero pronunciar en una misma frase”.
Por lo tanto, el arreglo (“no retirarse, pero tampoco anexar”) resultaba más que conveniente: la decisión de no otorgarles derechos igualitarios a los palestinos era técnicamente legal, pues los mismos no eran ciudadanos israelíes. Israel se considera a sí mismo una democracia para todos, pero no lo es: se trata de una democracia con derechos de privilegio para los judíos (cualquier judío del mundo que quiera emigrar a Medinat Israel puede convertirse en ciudadano israelí al instante), limitada e imperfecta para los árabes que viven dentro de Israel (que estuvieron bajo dominio militar dentro de Israel desde la fundación del Estado hasta 1966 y, al día de hoy, no pueden instalarse en cualquier zona del país) y, en el último peldaño, están los palestinos de Cisjordania y Gaza, los cuales deben lidiar día a día con el sistema que “la única democracia en el Medio Oriente” ideó para ellos: un régimen pergeñado para que este sector nunca experimente tal democracia.
Hoy, todo parece haber cambiado, pero no tanto. ¿Qué hizo que el actual primer ministro israelí intente (o exteriorice el deseo) de alterar un statu quo que es más que beneficioso para Israel? La respuesta debe encuadrarse en una explicación múltiple. El primer ministro israelí se encuentra en un inédito juicio al que llega procesado por tres casos de corrupción (la primera vez que la autoridad máxima del Estado es juzgada mientras se encuentra en funciones) y es posible que no quiera que su legado como el líder israelí que más tiempo sirvió en su cargo (superando al fundador del Estado, David Ben Gurion) incluya un proceso criminal. Otra posibilidad es que el anuncio de anexión sea un intento de unificar a su electorado de derecha ante la avanzada judicial contra su persona (Netanyahu siempre sostiene que es perseguido por la “elite” nacional, en la que coloca a fiscales y jueces junto a la policía y la prensa israelí). Pero la explicación más clara de por qué ahora y no antes puede encontrarse en que la posible anexión no es solo una historia israelí: surgió en este momento a causa de un cambio sin sentido en la política de Estados Unidos (basada en parte en una alianza republicana con un electorado radical cristiano, que es el principal sector que fomenta la movida en ese país).
“Bibi” Netanyahu parece ver el apoyo del mandatario estadounidense como una oportunidad histórica que no puede desperdiciarse: es la primera vez en la historia del conflicto israelí-palestino que el gobierno de los Estados Unidos está incluso más a la derecha que su propia contraparte israelí. El celo ideológico y la poca visión política a futuro del equipo de negociación estadounidense son ulteriores responsables de este debate. Por su parte, el actual gobierno israelí solo ve una torta y la posibilidad de comérsela. Aunque el proceso produzca una indigestión que pueda causar tanto la rebelión y unión palestina, como la crítica de la Unión Europea y un alejamiento de la incipiente relación que está desarrollando Israel con los países árabes del Golfo Pérsico en la lucha contra el avance iraní sobre Medio Oriente.
Sin la administración Trump en el poder, no habría intento alguno de anexión de Cisjordania. Incluso, antes de la llegada del magnate neoyorkino a la cúspide del poder mundial, ningún oficial estadounidense se atrevía siquiera a recorrer el Muro de los Lamentos junto a una autoridad israelí, pues el sitio se encuentra en Jerusalén Este (en la Ciudad Vieja) y una visita conjunta podía significar un reconocimiento de facto a la soberanía de Israel sobre un territorio que, según el plan de partición de las Naciones Unidas de 1947 (que estipuló la creación de un Estado judío y otro árabe), iba a convertirse en una zona internacional abierta para todas las religiones.
A pesar de las intenciones de Netanyahu y Trump, la movida tiene la oposición de 300 ex generales y oficiales de inteligencia israelíes, dos ex primeros ministros (los únicos vivos), dos ex jefes del ejército, de un posible futuro presidente estadounidense como Joe Biden, de 191 de los 233 diputados demócratas del Congreso norteamericano, de la Unión Europea y de la Liga Árabe, entre muchos otros. En un mitin para denunciar la anexión en la ciudad de Jericó, la Autoridad Palestina logró juntar a 50 embajadores extranjeros y también contó con la presencia del representante de las Naciones Unidas para Israel-Palestina. Hasta un ex vicejefe del Mossad, Ran Ben Barak, sentenció: “Me opongo a cualquier movimiento unilateral sin negociaciones. Cuando anexás territorio, pero no otorgás la ciudadanía a los palestinos, creás un estado de apartheid”.
Las alertas desde la esfera de seguridad e inteligencia israelí no son nuevas. Solo basta recordar que el Shin Bet, el servicio secreto interno que lidia con la insurgencia palestina, ya en 1967, había recomendado que la mejor situación para el devenir de Israel era crear un Estado palestino en Gaza y Cisjordania. Asimismo, a solo tres meses de finalizada la Guerra de los Seis Días en ese año, el principal asesor legal de la cancillería israelí, Theodore Meron (quien, décadas más tarde, encabezaría el Tribunal de La Haya para la antigua Yugoslavia), alertó al primer ministro israelí y a los ministros de Defensa, de Justicia y de Relaciones Exteriores que la Convención, de la cual Israel es signataria, en su artículo 49, prohíbe a una nación ocupante trasladar parte de su población a un territorio ocupado. Sin embargo, a solo diez días de recibir el memo jurídico, el gabinete israelí decidió desconocer todas las recomendaciones y advertencias; y aprobó, por primera vez, la instalación de una colonia judía en Cisjordania.
Según lo acordado entre Netanyahu y Benny Gantz (ex jefe del ejército y su principal socio en la actual coalición de unidad nacional), a partir del 1 de julio, el gobierno puede llevar al parlamento sus planes de anexión. El tema es que nadie sabe a ciencia cierta qué territorio comprenderá el deseo: se habla del Valle de Jordán, que limita con Jordania (en conversaciones cerradas, el actual canciller israelí Gabi Ashkenazi descartó que esa idea llegue a buen puerto), de incorporar formalmente todos los asentamientos de Cisjordania a Israel (no así las poblaciones palestinas circundantes, creando de este modo una soberanía de “islas”) o solo de algunas de las colonias que se encuentren cerca de la Línea Verde (la frontera internacional entre Israel y Cisjordania reconocida por el mundo). También, es posible que todo termine en una pantomima de Netanyahu, que le permita argumentar que, mientras él hizo todo lo posible para materializar la anexión, la naturaleza de su coalición de gobierno, junto a un partido de centro israelí y a la presión mundial, se lo impidieron.
A la vez, es más que pertinente repasar cuál es la actitud del público israelí ante toda la cuestión. Primero, votaron a dos partidos (el Likud, y Blanco y Azul) que anunciaron en reiteradas oportunidades el deseo de anexión de partes de Cisjordania y, segundo, la población israelí demuestra una importante falta de interés ante los intentos y consecuencias de que la sustracción de tierras palestinas llegue a buen puerto. Por ejemplo, en una reciente encuesta del Jerusalén Post, 27 por ciento de los israelíes se expresaron a favor de una anexión inmediata mientras que solo el 23 por ciento se opuso a ella. Sin embargo, un mayor número de israelíes no se pronunciaron a favor o en contra: un impactante 29 por ciento sentenció no tener ninguna opinión al respecto.
Por último, vale recordar quiénes son los que faltan en toda está discusión: los propios palestinos. Una anécdota de hace 25 años viene al caso para explicar la naturaleza de esta dinámica de omisión: unos meses después de la firma de los Acuerdos de Oslo, el periódico israelí Ma’ariv publicó una conversación entre el vilipendiado profesor ortodoxo Yeshayahu Leibowitz y el canciller Shimon Peres. Leibowitz, quien, como muchos otros, entendía las peligrosas omisiones de los Acuerdos de Oslo (era una “hoja de ruta” y no un arreglo definitivo donde no se limitaba la construcción de asentamientos israelíes), preguntó por qué el gobierno israelí no fue directo a negociar un acuerdo definitivo para el establecimiento de un Estado palestino. La respuesta de Peres fue aleccionadora y sincera: “Nadie nos obliga ni nos ha obligado a participar en estas negociaciones. Los palestinos no tienen nada más que darnos (un año antes, la OLP había reconocido al Estado de Israel). No tienen tierra, no tienen ninguna autoridad y no tienen un ejército. Desde mi punto de vista, es una negociación que Israel está teniendo consigo mismo”. Hoy, la posible anexión de Cisjordania no parece ser la excepción a una persistente dinámica israelí.
*Por Ezequiel Kopel para Panamá Revista / Foto de portada: Hadas Parush – Flash90