Choiques, chamanes, sirope: breve crónica sobre un viaje al Cerro Colorado
En esta primera entrega de mi columna A favor de la fantasía, una breve crónica sobre el Cerro Colorado. Formaciones rojizas que guardan las visiones de los chamanes desde hace quinientos años: animales extintos en la zona, frutos maravillosos, un dios rojo e inmenso, profanado.
Por Camila Vazquez para La tinta
Recuerdo haber sentido que el relato del guía sobre la formación rocosa parecía un poema: arenisca sedimentaria/ aleros color/ rojizo/ estas formaciones. El misterio del cebil, recuerdo. Haberle pedido al guía, Jorge Cena, que me ayude a reconocerlo y él, retraído, gracioso: de ese árbol no hay. El misterio del árbol de los chamanes. Recuerdo preguntar por los rituales y que las paredes respondan desde 1000 años atrás: danzas, alabanzas al sol en los templos. Inti Huasi, el gran sol rojo. La cueva que contenía al dios. Recuerdo entrar en la cueva, la chica que dijo: es el útero de la montaña. Recuerdo haberme burlado de su incipiente jipismo, pero luego darle la razón: adentro de ella, asfixia. Un vientre pide a cambio nada más que tu oxígeno para dejarte permanecer. La madre que contiene al dios: la montaña. Y la piedra, la barrera que impuso la montaña como castigo luego de la profanación del templo, cuando algún inglés en 1920 raptó al dios en la escultura inmensa y roja, hecha con minerales de las piedras.


Recuerdo, más tarde, en el almacén, haberle preguntado al hombre de la despensa: ¿y cómo es el patay? Y que él nos dijera otro poema: el patay/ cómo explicarlo. Hizo un hueco en el decir, un hiato como quien rastrea, pero no tiene definición porque se trata de algo singularísimo. Prosiguió el poema: el patay es muy/ buscado por acá/ como un talco/ se deshace en las manos. Y aunque no entendimos cómo era, lo llevamos. Recuerdo el desayuno del patay: un chocolate, un apelmazamiento, un rastro de miel o dulzura innombrada. Unos bocados y alcanza. El patay, ¿cómo explicarlo?
Recuerdo a los chamanes en las pinturas de la galería. Las tinturas que persisten en su tapiz de roca. Los chamanes, su pintura majestuosa, sus tapados de plumas y pieles de tigre. Y esto que recuerdo: las visiones de los chamanes que pintaron ellos mismos y vimos en la piedra. El tiempo: ver la piedra y sentir que eso, la piedra, es la prueba maciza de un pulso fracturado, la posibilidad de abrir una ranura sobre su línea. A pedradas, con violencia. Para equiparar tanto dolor. Después, recuerdo el odio, el rechazo en Tulumba, las casa coloniales, la alabanza a los inmigrantes europeos. La iglesia que se erige sobre el verso: “La piedad me hizo”. ¿Por qué este templo llegó hasta mi conciencia y cómo el templo del sol fue arrancado no de mí, que porto a cuestas esta occidentalidad vetusta, sino de la experiencia común, la posibilidad de aprender otra forma de ver el mundo y el tiempo? Pero no quiero escribir el odio.


Detrás está lo que todavía no puede articularse porque es arcano como esas rocas: hace ruido de alud en mí. Recuerdo El Silencio: el sendero en el museo de Atahualpa. Recuerdo un poema suyo, escrito en otra piedra, camino a la quebrada frente al arroyo: quiero nombrarte capataza/ de todo que amo y dejo, dice el poeta a la luna.
Quiero escribir la maravilla. Los chamanes con sus tapados de yaguareté, decía. La prueba en su figura de puntos de que aquí hubo, por aquí, en estas cuevas, también: el tigre. Y las patitas de los choiques que a dónde se han ido: ¿y los guanacos que ellos comían y criaban? Y la vaina del algarrobo: más grande que un humano. El amor desmedido por el árbol que es alimento y elixir a la vez: la aloja; el sirope; el riquísimo patay. El dios cóndor, recuerdo. Más grande también que ellos mismos. La colmena con forma de corazón que se montó sobre él, ¿hace cuántos años? Y los caballos. El sentido terrible de los caballos: la llegada fatídica de los colonizadores.



Y te recuerdo a vos, frente al Cerro Colorado adentro tuyo en un recuerdo de música. Buscabas la primera canción que compusiste: ¿cómo era? La urdías. Te aproximabas a ella en los acordes: al recuerdo siempre le falta algo. Sonaba el arroyo, ¿traía algo nuevo al recuerdo? Estábamos en la galería, la gran obra de la erosión: viento y agua. El sol daba rojizo sobre el rojizo del cerro. Y el cerro al otro día: parco de subir, exigente. Si me querés ver, algo vas a tener que dejar, pedía el camino. Toda maravilla exige su sacrificio. Y toda maravilla tiene su declive. Los culos en el piso en la bajada, las manos, los pies agarrados a la piedra para no caer. Volvíamos cuadrúpedos. La piedra reclama ese apego, ese amor.
*Por Camila Vazquez para La tinta / Imagen de portada: Camila Vazquez.
