Cartas a jóvenes poetas, de la gran Gabriela Borrelli
Llega a la web una de las entregas de #FueronMisManos, el newsletter con forma de carta para hablar de libros, de Vir del Mar.
Hoy, quiero que hablemos de este libro epistolar que fue una de las inspiraciones para estas conversaciones. Cartas a jóvenes poetas es un libro que aborda cuestiones específicas de la poesía (la respiración, el ritmo, la politicidad, etc.), pero con un tono afable que permite ingresar a cualquier lector o lectora que le interese el tema. En consonancia con algunos de sus libros anteriores y su trabajo en la radio, Gabi se reivindica como lectora y nos comparte su universo de referencias, nos presta su constelación de lecturas para que nos sirva como mapa. Si no la conocés, además de sus libros, te recomiendo este ciclo de ¿clases? ¿entrevistas? que hace en Gelatina con Pedro Rosemblat y se llaman «Aquí, Argentina». ¿Soy fan de Gabi Borrelli? Afirmo y vuelvo al tema. En su carta 5, “Escribir”, dice:
¿Cuánto de lo leído en novela, en ficción, en ensayo, vive en cada unx? Podremos dimensionarlo, mas nunca cuantificarlo. Esta carta es para ustedes, pero está dedicada a dos p(g)rosas para la poesía. Ustedes pueden, claro, ahora mismo, intercambiar esa p por la g e introducirse en el aplazamiento de los géneros literarios para pensar en un campo más amplio de acción: la escritura. Para eso nos acercamos a estas cartas: para escribir tal vez, para reescribir, que es el mismo movimiento extendido, para «hablar» de lo que escribimos, que es la dimensión de la escritura en el aire, y leer de lo que escribimos, que es el ejercicio permanente de la escritura.
No quiero hablar de la escritura en esta carta, sino de la lectura, que no suele reivindicarse porque no es (¿no es?) un oficio. Te cuento, entonces, una intimidad: a este libro lo leímos en voz alta con Gonzalo, mi novio, entre diciembre del año pasado y este mayo que pasó. De vez en cuando, de forma intercalada, leíamos alguna de las cartas que lo componen y después nos quedábamos charlando sobre eso que se desprende de las páginas y que podemos pensar, también, como lectura. A veces, la carta funcionaba como una puerta de acceso a otras cosas: buscábamos entrevistas de la escritora que Gabi nombraba, más poemas, datos biográficos.
Cuento esta intimidad no solo como una declaración de amor, sino porque es un ejercicio que tiene larga data en mi vida. Tuve la suerte de que Ana, mi mamá, me leyera mucho en mi infancia y me incentivara a continuar ese camino lleno de sorpresas. Incluso, nos tomábamos un momento para charlar sobre el libro que tenía entre manos; con un simple “contame sobre el libro”, se abría la invitación a esa transcripción oral en la que se mezclan pareceres, emociones, síntesis y pensamientos.
Algo de eso continuó con mi abuelo Pipa, quien fue, al menos en los años que compartimos juntxs, un vago. Sí, un viejo holgazán y pobre que dedicó sus días de jubilado a leer mucho, fumar tabaco en pipa (de ahí que se lo haya llamado así, en lugar de Escelso) y comer mandarinas al sol con su perra Quince y algún tordo que llegaba, cantarín, de vez en cuando. Mi abuelo, un gran personaje del que, en otra ocasión, me gustaría contarte toda su mitología, me compraba las revistas Ñ y me pedía que, después de leer cada número, le contase algún artículo. Así fue que esta niña tuvo su fundación lectora y charlatana. Los libros, que me permitían evadirme de la hostilidad del mundo de los noventa, me extendían también un cable de contacto con personas a las que quería, o terminaba queriendo, como las bibliotecarias a las que acudía.
En la carta 14, Gabi cuenta cómo es que ella llegó a su primer poema, es decir, al primer poema que leyó. Fue a sus ocho años, en una Navidad, la misma en la que su prima recibe unos patines despampanantes:
Empezó a crecer en mí una furia que nunca antes había experimentado. Sentía bronca, envidia, quería llorar a los gritos. Tiré el libro debajo del árbol y fui corriendo a reclamarle a mi mamá que yo también quería patines, que por qué a mí me habían regalado un libro y a mi prima patines. No me acuerdo la reacción de mi mamá, pero sí, como si fuera hoy, la envidia: ese fuego del odio. Odiaba a todxs, sentía que se cometía una gran injusticia. Me acuerdo del llanto, de la sien caliente, de los puños apretados. Me acuerdo también de la mirada de mi hermano, parecida a la del chico de la tapa del libro: desconcierto. Acá empiezan las versiones. La primera: se acerca mi abuelo, me consuela, me dice que es hermoso que me regalen un libro, que qué lindos dibujos tiene. La segunda: mi mamá me reta, me dice que soy insoportable y caprichosa, y se pone a atender a mis hermanos más chicos. La tercera: se acerca mi tía Cuca y me dice que el libro es de una amiga suya, que es un libro de poesía hermoso, que me va a acompañar toda la vida. Todas estas versiones son relatos, ficciones para cubrir el hueco de mi olvido. Nadie puede decirme qué es verdad o mentira: hace años que no veo a mi prima, mi mamá y mi papá no se acuerdan, mis hermanos tampoco, mis abuelxs y mi tía Cuca murieron. María Fernanda Hermoso, la poeta y escritora autora del libro que encendió en mí ese primer odio y resentimiento, a quien conocí, tampoco está: perdí contacto con ella.
Ese primer libro de poemas llegó a mi vida y yo grité, lloré, sufrí queriendo otra cosa sin saber que, de esa cosa, se haría mi vida entera.
Ufff. La potencia de este relato en el que se llega a la poesía por medio de la envidia y la ira, emociones que son injustamente ubicadas en la zona de bajeza, es un estallido mental. La anécdota sigue, pero yo la dejo acá, a ver si se te queman las manos y vas a buscar el libro. Promediando esa carta, Gabi pregunta cuál fue el primer poema que leímos y es ahí que me quedé repasando este pequeño recorrido de lectora que decanta en mis treinta y dos años. Mi primer poema es uno que encontré en un libro de terror que saqué de la biblioteca de mi escuela y que nunca devolví. Era tal el imán que sentía con esos relatos clásicos del género que quedó en mi estantería junto con los libros de la revista Anteojito. Con los años, lo que devino de ese hurto fue una culpa que todavía mariposea en mi estómago. En fin, dentro de esas páginas, había un poema de Edgar Allan Poe, el más conocido, “El cuervo”: Este pájaro azabache, con sus aires fatuos, graves, / trastocó en sonrisa suave mi febril morbosidad. / “El penacho corto y ralo no te impide ser osado, / viejo cuervo desterrado de la negrura abisal; / ¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?” / Dijo el cuervo: “Nunca más”.
¿Vos?¿Tenés bibliotecas populares cerca?¿Te acordás de cuál fue el primer poema que leíste?
Un abrazo grande, Vir del Mar.
*Por Vir del Mar para La tinta / Imagen de portada: Manuel Archain.