La buena democracia nunca marchó en media calzada
¿Cómo se amplió el derecho a voto en Argentina? Protestando. ¿Cómo se llegó a tener derechos laborales en el país? Protestando. ¿Cómo se consiguió justicia por hechos de impunidad? Protestando. ¿Cómo expresaron su disconformidad la patronal del agro, los anticuarentena o los militantes contra la Interrupción Voluntaria del Embarazo? Sí, adivinaron. Protestando. 41 represiones. 2 con fuerzas paraestatales. 139 detenidos. 1146 heridos en hechos de represión. ¿Es la intro de un documental de Netflix? No. Es el primer año de gobierno de Milei.
Por Ana Natalucci (Observatorio de Protesta Social) y Sociograma para La tinta
1. La calle como territorio de protesta
Si hubiese una Copa América de la protesta, también saldríamos campeones. En términos comparativos, en Argentina, se protesta mucho más que en el promedio de la región. Se protesta por muchos motivos: para que Edesur restituya el servicio eléctrico, por los tarifazos, por los recortes educativos o en las jubilaciones, para demandar recomposición de salarios o mejores condiciones laborales, para que no se le niegue el derecho a voto a la mitad de la población, contra la corrupción, contra la inseguridad y contra la cuarentena. Se protesta de muchas formas: haciendo paro, cortando una ruta, participando en un cacerolazo, en un estallido o un bloqueo, etc.
Una protesta puede ocurrir por diversos motivos y movilizar distintos reclamos, reivindicaciones y sujetos. Cada quien puede protestar (y lo hacen): vecinos, estudiantes, trabajadores, ciudadanos, empresarios, antivacunas, ahorristas, jubilados… La lista es mucho más larga que la que muestran los medios de comunicación hegemónicos. La particularidad de las protestas ―a diferencia de otras formas de acción colectiva― es la ocupación momentánea de la calle cuando un grupo decide mostrarse, exponer su demanda y solicitar alguna respuesta. Nadie quiere protestar sin visibilizarse, sin llamar la atención.
En los últimos años, con la expansión de las redes sociales, emergió un espacio online, en el que la protesta transita desde la calle hacia esa virtualidad y viceversa. Allí radica el carácter público de la protesta: en la invención callejera o en su virtualidad, se interpela a quienes esperan una respuesta a su reclamo y a quienes pueden solidarizarse o sentirse identificados. En esos lazos, anida su potencialidad, pero también el blanco de las críticas de sus detractores.
En síntesis: para que un evento sea una protesta, tiene que haber un colectivo que la protagonice, una demanda, alguien a quien se le demande y un repertorio callejero. En Argentina, protestamos todos. La cuestión es qué hacer con las protestas.
2. ¿Qué se puede hacer con una protesta?
Las protestas pueden estar dirigidas a los gobiernos ―de todos los niveles―, a empresarios y a aquellos que se identifican como posibles responsables del objeto de reclamo. Por eso, generan una incomodidad para los poderes estatales. Se puede reclamar por una decisión gubernamental ―recorte de salarios o jubilaciones―, política pública ―implementación de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI)―, por cuestiones sectoriales ―la baja de las retenciones a los productos agropecuarios, como la soja―, la sanción o la derogación de una ley, como la de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE).
Algunas protestas tienen una solución dentro de los límites del statu quo, mientras otras suponen una impugnación tan significativa que aparejan cambios sustantivos en el campo político. Un claro ejemplo de esta última fueron las movilizaciones de diciembre de 2001, cuando se creó la consigna: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Pero es un caso en 24 años, de ahí su excepcionalidad. Lo llamativo es que esa misma consigna (nacida de un evento masivo de protesta) fue reapropiada por La Libertad Avanza durante la campaña electoral, en una suerte de impugnación a la casta que proponía exterminar.
Ahora bien, las respuestas de los gobiernos o cualquiera de los sectores interpelados pueden ser varias: 1) ofrecer alguna solución (reconocer el derecho a votar de grupos antes excluidos, recomponer los salarios de un sector, dar marcha atrás con el cierre de un establecimiento educativo); 2) crear un espacio de negociación (una mesa de enlace, una paritaria); 3) reprimir. Cada opción depende no sólo de las posibilidades fácticas, sino, principalmente, de cómo los gobiernos conciben a las organizaciones, a los manifestantes y cómo entienden el procesamiento democrático de la protesta. Y cuando la única herramienta en tu caja es un martillo, puede que todos los problemas te parezcan clavos.
Desde su asunción, el gobierno de Javier Milei ha tenido una política orientada a restringir el derecho a protestar, ya sea reprimiendo, ya sea disuadiendo a partir de la amenaza, la persecución y el amedrentamiento. Bajo un giro punitivista, concibe a toda manifestación pública como un delito, en tanto, al producirse en la calle, impide la libre circulación de las mercancías, un principio fundamental para el paradigma libertario. Es cierto que la protesta y, por ende, la ocupación de las calles genera un clima de desorden. Este choca con la sensación de legitimidad que el gobierno quiere instalar con su política de shock. No es que no haya resistencia popular al gobierno, lo que hay es una fuerte represión y persecución.
3. Vigilar, castigar, reprimir y criminalizar
En los últimos días, circularon varios informes que se ocuparon de relevar durante este último año el tratamiento gubernamental de la protesta; entre ellos: «El primer año del gobierno de Javier Milei: la represión estatal como herramienta para sostener el shock de ajuste distributivo e institucional«, elaborado por el Instituto de Estudios y Formación de la CTA-Autónoma; «Silenciar a través del miedo«, producido por el CELS, y el «Monitoreo de la represión de las fuerzas de seguridad a las manifestaciones públicas«, de la Comisión Provincial de la Memoria de la provincia de Buenos Aires. Estos informes, como los que recolectamos a lo largo del año en el Observatorio de Protesta Social, demuestran que el gobierno tiene un plan sistemático para vulnerar el derecho a protestar.
¿Qué significa sistemático? En primer lugar, la disposición de un conjunto de resoluciones orientadas a inhibir, obstaculizar e impedir la organización y realización de eventos de protesta. Entre ellas: el “Protocolo para el mantenimiento del orden público ante el corte de vías de circulación” (Res. 943/23), “Creación de la Unidad de Seguridad Productiva” (Res. 893/2024) y el “Protocolo de Ciberpatrullaje” (Res. 428/2024). Todas estas normativas se orientan a crear una idea de un estado de excepción que legitime la represión y la libre actuación de las fuerzas de seguridad. Y para que quede claro: con “libre actuación”, nos referimos a que sea una actuación tan violenta que resulte disuasorio para futuros intentos de plantear algún tipo de disenso sobre el curso de la vida pública en el país.
Este plan forma parte de una estrategia de criminalización de la protesta y de las organizaciones populares, un modo de consolidar el apoyo social a su represión. De forma complementaria, precisa de la articulación entre los poderes del Estado, ya que es necesaria, por acción u omisión, la intervención del Poder Judicial ―por ejemplo, cuando la Justicia no impide la detención arbitraria de los manifestantes o su detención bajo carátulas desproporcionadas, como la de terrorista― o del Poder Legislativo ―por ejemplo, con la sanción de la Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos, que vulnera el derecho a huelga, o la Ley de Orden Público, que incluye la penalización de los piquetes, aumento de penas para el “atentado” y resistencia a la autoridad, así como la tipificación del bloqueo a empresas―.
4. Datos
En menos de un año de gobierno, según datos proporcionados por el Monitor de la CTA-A, hasta el 31 de octubre, teníamos el siguiente panorama:
- 41 hechos de represión con fuerza física por parte de las fuerzas de seguridad, en dos de los cuales hubo presencia de fuerzas paraestatales;
- 139 personas detenidas en represiones en todo el país en contexto de protestas o de allanamientos;
- 77 allanamientos a partir de denuncias anónimas a la línea 134, dependiente del Ministerio de Seguridad de la Nación;
- 1146 heridos durante represiones en eventos de protestas;
- 147 personas que afrontan causas penales.
Aunque se produjeron procedimientos represivos en Santa Fe, Córdoba y La Rioja, la mayor cantidad de casos tuvieron lugar en la ciudad de Buenos Aires.
Hay que decir también que, en cada represión, se observó un uso desproporcionado de la fuerza, que implicó la utilización de gas pimienta amarillo ―de efectos nocivos sobre los ojos y la piel―, gases lacrimógenos, camiones hidrantes con agua de color para marcar a los manifestantes, balas de goma en zonas del cuerpo visibles ―como la cara―, la presencia de personal de inteligencia encubierto y la utilización de grupos paraestatales. El uso desproporcionado de la fuerza implicó pegarle a jubilados y “gasear” a una nena con gas pimienta mientras reclamaban contra el recorte de sus haberes.
5. Protestar no es romper
Cada uno de los saltos democráticos que tuvimos en el país, como las ampliaciones del derecho a voto, el reconocimiento de los derechos de la vejez, del trabajo, de las mujeres sobre sus cuerpos, la defensa de la justicia y los derechos humanos, están íntimamente vinculados a eventos de protesta. Los trámites por mesa de entrada sólo llegaron a la postre.
Aunque parezca paradójico, lo que debe resultar intolerable para la democracia es la represión, es perder el derecho y la capacidad de crear y ampliar democracia, es perder la protesta. Las protestas no suelen impugnar el régimen político o económico, salvo episodios como los cacerolazos del 19 de diciembre de 2001 o los cortes de ruta de las entidades agropecuarias en el conflicto de 2008.
Generalmente, los manifestantes esperan ser escuchados, recibir soluciones, no que se vayan los gobiernos. Y, en tal sentido, tienen una dimensión productiva, de creación e invención de ideas, de propuestas, de políticas, de instalar nuevas demandas e inaugurar cambios sociales inevitables, que la mayoría de las veces reconocemos luego como procesos de modernización de nuestras sociedades.
El 27 de junio de 2002, el día posterior a la masacre del Puente Pueyrredón, hubo manifestaciones multitudinarias en todo el país para repudiar la represión. Horas después de ese 27, el presidente interino, Eduardo Duhalde, anunció el adelantamiento de las elecciones. Reprimir tuvo un costo político alto para el gobierno y, al mismo tiempo, constituyó una afirmación de la sociedad respecto del consenso construido en la transición a la democracia: el Estado debe abstenerse de usar la violencia abierta contra sus ciudadanos. Ese consenso se fue desdibujando a partir de ciertos acontecimientos, entre ellos, la desaparición de Santiago Maldonado en un contexto de represión de la protesta en agosto de 2017.
El peligro de perder la protesta solamente para garantizar la circulación de mercancías tiene un costo altísimo para la democracia y gran parte de esta pérdida sucede en el plano de lo simbólico: un manifestante que visibiliza el problema del hambre en barrios populares es definido y penalizado como terrorista, para garantizar la rentabilidad/gobernabilidad de un empresario y su ganancia. La comprensión y la definición estatal y jurídica está haciendo toda la diferencia.
Hoy, estamos ante un momento decisivo al respecto, entre quienes pugnan por instalar la idea de que la protesta es un delito y quienes defienden su definición en términos de derecho. La protesta no es cualquier derecho, es uno fundamental en tanto constituye la condición para el ejercicio de otros derechos. La posibilidad de estar en desacuerdo y poder plantearlo en el espacio público es una condición mínima de la convivencia democrática y, por lo tanto, del vivir juntos. Esto es lo que está en disputa.
*Por Ana Natalucci (Observatorio de Protesta Social) y Sociograma para La tinta / Imagen de portada: Ali Burafi / AFP.