La gramática de la antipolítica para destruir lo público

La gramática de la antipolítica para destruir lo público
23 octubre, 2024 por Redacción La tinta

La gramática de la antipolítica podría permitir construir dinámicas más integradas de los significados de las nuevas derechas como las de Milei y cómo se legitiman o vuelven eficaces sus avances para desarticular instituciones como la universidad pública en particular, o su ambición de construir órdenes sociales donde lo público directamente sea inexistente.

Por Marcos Funes y Sofía Germanier para La tinta*

La falsa discusión por auditar es, en realidad, un paso en una estrategia que busca modificar la procedencia y la finalidad de los fondos para las universidades. Si los fondos son privados, pues bien, las finalidades también lo son. Mismo razonamiento para los fondos públicos. Romper la autarquía universitaria es entregarla al financiamiento privado y, mediante este cambio de la procedencia de sus fondos, cambiar los objetivos a los que responde, como así también seguir limando su sentido público.

Javier Milei traslada la discusión a otra anudación conceptual que intenta delimitar otro paradigma: el libertario. Seguidor de las ideas de Hans Hermann Hoppe, el presidente reproduce cierta lectura que se realiza sobre su obra, al momento de plantearse su forma de administrar el Estado. Jerónimo Molina, en su introducción a Democracia. Ese dios que fracasó, recupera una distinción que puede encontrarse tanto en Murray Rothbard como en Hoppe acerca de la diferencia entre Estado y gobierno como sustento de un pensamiento libertario que no sea antipolítico. Hace referencia a que puede existir un gobierno sin forma estatal, pero no un Estado sin prácticas de gobierno. El camino hacia la consigna del Estado mínimo se allana en un horizonte con ciertas posibilidades de hacerse real, de salir del plano utópico para hacerse carne en un idioma con pretensiones de operación material y proyección en la vida cotidiana de quienes participan de él.

Al pensar un gobierno sin Estado, puede pensarse una política propiamente libertaria, es decir, una sociedad que, para organizarse, prescinde de cualquier tipo de estatalidad. Desde este punto, podríamos suponer que la respuesta fácil al discurso antiestatista de Milei y los libertarios: «Todo bien, pero estás gobernando un Estado nacional y tenés un partido político», es fallida porque lo que se constituye en este momento, en verdad, es una transición hacia ese otro ordenamiento social que Hoppe denomina como “orden natural”: una sociedad sin Estado ni mediaciones estatales.

Con Milei, la discusión no es dentro de los paradigmas liberal y democrático, sino que es una propuesta teórica que busca instituirse desde una serie de desplazamientos hacia el paradigma libertario, hacia un mundo social donde lo público no existe, porque lo común es relevado por el absolutismo de la propiedad y de un gobierno que, al organizar la sociedad sin ningún tipo de estatalidad, prescinde también de lo democrático como tal.

Plantea una discusión no acerca del grado, sino de la existencia misma de lo público, nos trasladamos a otra gramática en el sentido wittgensteniano (relación de realidad y uso), donde el mundo deseable toma otra forma porque parte de otra ontología política. Más que en el plano de lo instituido, estamos en el plano de lo instituyente; con Max Weber, podríamos decir que el líder libertario está corriendo los límites de las condiciones de legitimidad. A diferencia de otro gobierno conceptualizado como de derecha ―para observar dónde queremos centrar este punto―, como el de Mauricio Macri, en esta administración, no hay una simple preferencia por lo privado donde gobernar se trate de correr un fiel imaginario entre lo público y lo privado, y dejar la balanza inclinada, sino que se busca eliminar uno de los dos polos: el público.

Irónicamente, Milei podría ser pensado como un gran alumno de la retórica dialéctica de Marx, cuando, en La cuestión judía, escribió aquello de: «¿Cómo se resuelve una antítesis? Haciéndola imposible». Al eliminar lo estatal, el corolario en cascada es la eliminación de lo público y de lo común, logrando a través de esto una reificación del individuo y su status de átomo, molécula y materialidad general de cualquier idea que piense las asociaciones en un territorio. En este sentido, Hoppe dirá: «La democracia o gobierno de la mayoría es incompatible con la propiedad privada».

Recuperando la línea miseana, el alumno de Rothbard dice sin ambages lo que Milei, al menos hasta ahora, no se ha animado a decir de manera pública, pero que piensa más que en su intimidad. Y decimos más que en su intimidad, porque el nervio subterráneo que recorre no sólo sus públicos circunloquios para no pronunciarse a favor de la democracia, sino su desarrollo como presidente es lo que Mises escribió en una de sus obras cumbres, Liberalismo: «Los principios del liberalismo se condensan en una sencilla palabra: propiedad; es decir, control privado de los factores de producción». 

Lo que sale a la luz, entonces, no es que Milei, al estilo macrista, esté intentando una fórmula del tipo “más privado y menos público”, “más institucionalidad republicana y menos populismo”, “más transparencia para tener más democracia”, sino que está pensando directamente en la eliminación de lo público y en un orden social donde la democracia, como un régimen político que agrede a la propiedad privada en su asociación con el Estado-nación, directamente no exista. 


El veto a la Ley de Financiamiento Universitario (como así también el veto a los jubilados o la modificación del acceso a la información pública) responde a esta avanzada que pone en juego la legitimidad de lo público como tal y no a una negociación liberal tímida de más para lo privado y menos para lo público, donde ambos términos seguirán existiendo, teniendo el primero primacía sobre el segundo o estableciendo simbólica, argumental y prácticamente un orden de prelación en esa dirección desde lo cultural y desde la gestión del Estado.


Existe, además, otro elemento de Milei a tener en cuenta, que es su (posible) caracterización como demócrata sustancial. Desde una visión schmittiana, el populismo de derecha que expresa el actual presidente presupone la conformación de “un pueblo” de forma excluyente respecto de las demás gramáticas sociales existentes en cualquier sociedad contemporánea, cuya característica común es la fragmentación y la pluralidad. En Schmitt, la igualdad, si ha de tener un sentido político, debe ser igualdad sustancial y no igualdad universal. ¿Qué quiere decir esto? Que a lo igual hay que tratarlo como igual y a lo desigual como desigual. 

Si bien puede parecer una tautología retórica, en el fondo, lo que nos está diciendo el viejo profesor de Plettenberg es que a lo igual se lo incluye y a lo desigual se lo expulsa. Esta lógica de no integración es la actualización permanente de un conflicto cuyo despliegue sistemático dota a la democracia de potencia suficiente para hacer del Estado moderno la institución con la fuerza necesaria para decidir sobre la distinción de lo político. Si un pueblo ha de ser pueblo en un sentido político y no una simple agregación sin contenido, debe ser homogéneo. Para Schmitt, no hay democracia si no existe esta homogeneidad que es, a su vez, la que permite la identidad entre pueblo y gobernante, entre pueblo y líder aclamado.

Sumando a Laclau (que utiliza esta base schmittiana), diríamos entonces que el veto de la Ley de Financiamiento Universitario forma parte de este juego donde la frontera que delimita al pueblo vs. la elite ―o, más específicamente, en la retórica mileísta, «la gente vs. la casta»― es un elemento estratégico más, que no sólo alimenta las gramáticas de la diferenciación que actualizan el conflicto que sustenta su base de poder, sino que también, en otro plano, permite un margen de operación al redefinir qué podemos entender por instituciones públicas. Cumple un rol táctico en el estilo de conflicto permanente típico de los populismos, pero, más de fondo, también hace a aquello que Norberto Bobbio caracterizaba y criticaba como sottogoverno, la mítica razón de Estado que tanto defendiera Maquiavelo 500 años atrás y que siempre, en toda gestión, es una incalculable ayuda como catalizador de cambios estructurales.

Imagen: Ezequiel Luque

Con esto, queremos reafirmar que la superficie de inscripción del veto a la ley no es la de una reforma del Estado, sino la implementación, utilizando las reglas de juego institucionales escritas y no tan escritas, de otro orden social, de otro ordenamiento de la convivencia en sociedad. El veto de la Ley de Financiamiento Universitario no es entonces una agresión sobre lo público para obtener más espacio para lo privado, sino un elemento en una estrategia más de fondo que busca, en realidad, otra forma social para la Argentina. En este sentido, Milei reproduce la racionalidad neoliberal que se articula en un proceso de despolitización en los siguientes puntos estratégicos: reducción del ciudadano a homo oeconomicus, erosión de lo público y lo común, gobernanza basada en el mercado y neutralización de la democracia.


Esta despolitización implica interpretar la desigualdad, la marginación y los conflictos sociales, que requieren abordajes y soluciones políticas, como cuestiones personales e individuales por un lado, o como naturales por el otro. Además, la des-politización desdibuja la comprensión histórica de un fenómeno político y del reconocimiento de los poderes que lo producen y configuran. En sus formatos de presentación, la despolitización esquiva su ejercicio del poder y la presencia de la historia en la representación de sus contenidos. 


Si estas dos fuentes constitutivas (historia y poder) de las relaciones y conflictos sociales son sustraídas de la mirada y las narrativas, cierto esencialismo o estado de “cosas dadas” e inmodificables se adueñan de nuestros límites de comprensión y nuestros horizontes de explicación. Quizás sea pertinente observar estos procesos de despolitización como la otredad constitutiva de lo político, como sus relaciones exteriores y, en ese sentido, siempre presentes. 


La gramática de la antipolítica podría ser resignificada para encuadrarla en un sentido operativo que nos permita construir dinámicas más integradas de los significados de las nuevas derechas como las de Milei y cómo se legitiman o vuelven eficaces sus avances para desarticular instituciones como la universidad pública en particular, o su ambición de construir órdenes sociales donde lo público directamente sea inexistente.


Conocimiento público y financiación

Cuando, en la nota anterior, hablábamos de la vocación pública de la universidad, nos referíamos fundamentalmente a dos cosas: primero, que sus conocimientos deben estar orientados al público, a la sociedad. Esto no significa que toda indagación en las universidades públicas deba ser crítica, sino que debe ser no contratada, debe operar a una distancia modesta de los intereses dominantes de los regímenes establecidos por los mercados y también debe dirigirse a problemas mundiales, en lugar de enfocarse principalmente en aplicaciones comerciales o estatales inmediatas. Vocación por lo público y lo universal. Tal conocimiento no contratado, que hasta hace algún tiempo estaba encarnado en la relativa autonomía de las universidades con respecto a los mercados y la política, es lo que la privatización y la financiarización amenazan al querer gobernar la conducta de estudiantes, profesores, carreras y programas, y en la organización y gobernanza de las propias universidades.

Segundo, incluir a los “de afuera”, los que, en la mirada presidencial, son los pobres que financian a los ricos. Las universidades públicas deben estar completamente dedicadas a educar e incluir en sus filas de investigación a aquellos históricamente excluidos por virtud de clase, religión, región, raza, etnicidad, género y cuerpo. ¿Por qué? No solo para reparar jerarquías, despojos y prejuicios históricos. No solo para convertir a la universidad en un lugar y vehículo significativo (otra vez) para superar las desigualdades en las oportunidades de quienes están en el lado supuestamente equivocado de las jerarquías sociales (las víctimas de la casta que tanto nombra Javier Milei). No solo para integrar intelectual y socialmente a quienes, de otro modo, se convierten en candidatos para la hostilidad hacia sociedades estables y equitativas. No solo para desarrollar conocimientos que desafíen las perspectivas dominantes con el conocimiento proveniente del despojo, el abuso, la explotación, la precariedad o la exclusión; sino también para declarar un sentido afirmativo concreto de lo universitario en la sociedad atravesado por la: rectificación y reparación histórica, igualdad de oportunidades, inclusión social e incorporación, y producción de conocimiento democrático y diverso.

Esta vocación está impulsada por la igualdad de oportunidades combinada con una verdadera (y no falsificada) meritocracia, pero también es un motor para el igualitarismo. Desafía los estándares de excelencia del conocimiento blancos y masculinos al mismo tiempo que afirma el valor de la inteligencia educada para todas las personas en todas partes. Promete construir conocimiento del mundo y abordar los problemas mundiales (como la crisis ecológica, el uso de la tecnología, la violencia o el avance de los autoritarismos) de maneras que reparen, en lugar de reproducir las jerarquías y exclusiones que estratifican poblaciones, generan intensos conflictos civiles y políticos, y evitan la posibilidad de futuros sostenibles para la humanidad y el planeta en su conjunto. Es la vocación emancipatoria de la universidad pública. Revaloriza también la necesidad de conocimiento que requiere la democracia y, asimismo, lo común que nos define como género humano. 

La democracia es un régimen político que necesita de sujetos democráticos (a diferencia de los autoritarismos que solo necesitan ejercer la violencia en sus distintos grados) y esos sujetos solo pueden ser producto de un entramado institucional creado a tal efecto. Es una acumulación histórica y social que expresa el sentido de la lucha por una orientación para la sociedad que ahogue el autoritarismo y amplíe los sentidos de la libertad más allá de su faceta económica, pero sin perder de vista la condición moderna heredada que implica la autonomía individual.

La crisis de nuestro país no se soluciona con universidades públicas que carezcan de esta vocación para el siglo XXI, sino con instituciones que la refuercen, que profundicen lo público y la inclusión para tener más y mejor democracia, y para tener más y mejor sociedad.

*Por Marcos Funes y Sofía Germanier para La tinta / Imagen de portada: Tui Guedes.

*Estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC.

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Palabras claves: Javier Milei, Ley de Financiamiento Universitario, universidad pública

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