La obsesión de la ultraderecha con perseguir artistas (y mujeres)
¿Por qué un presidente hace uso de su investidura para perseguir a una artista popular por ser crítica? La obsesión de Javier Milei y sus trolls libertarios por Lali Espósito sigue escalando por estos días, y hay un país pronunciándose al respecto. Bueno, spoiler, lo que hace Milei no es nuevo, ya lo hizo Trump.
En la industria global del pop, donde la competencia feroz es moneda corriente, Lali Espósito es una triunfadora indiscutida. Este fenómeno debería resonar particularmente entre los defensores del libertarianismo, ya que encapsula la esencia de un mercado sin restricciones donde el talento y la innovación se imponen por sobre sus pares, en teoría, «menos competentes». Sin embargo, es intrigante observar cómo muchos de ellos, mayormente imbuidos de resentimiento, se muestran incapaces de enfrentar la realidad del éxito de otros. En lugar de celebrar la meritocracia que impulsa el mundo del pop, optan por la incomodidad frente al triunfo ajeno. La paradoja persiste: en un mercado donde la libertad reina, algunos prefieren aferrarse a la amargura en lugar de emprender su propia búsqueda de excelencia.
La historia, como afirmaba Karl Marx, a menudo se desarrolla primero como tragedia y luego se repite como comedia, aunque, en algunos casos, la repetición solo trae consigo más tragedia. Históricamente, los regímenes totalitarios, incluidos tanto los comunistas como los fascistas, realizaron prácticas tendientes a controlar y censurar la producción artística para servir a sus agendas políticas y propagandísticas de turno. En estos casos, los artistas que desafiaban la ideología del Estado podían enfrentar persecución, censura o, incluso, represión. Hoy, los fenómenos de extrema derecha se encuentran interconectados, a tal punto de que Javier Milei buscar imitar en prácticamente todo a Donald Trump, especialmente, en su uso de las redes sociales.
Trump está lejos de ser un hombre que provenga de los sectores conservadores del medio oeste o el sur estadounidense. Nunca se sintió demasiado interpelado por un discurso similar al del «cinturón de la Biblia», sino, más bien, al estilo de vida liberal de Hollywood o el jet-set neoyorquino, del que forma parte hace décadas. Sin embargo, cuando se deja fotografiar al frente de una Iglesia con una biblia en la mano, apela a su electorado que, por supuesto, no es el de sus antiguos pares. Trump fue una figura central en la industria musical en particular y del espectáculo en general de las últimas décadas en los Estados Unidos. Sus vínculos más importantes con la comunidad afroamericana provienen de la escena hip hop que, en los últimos veinte años, es una parte central de la cultura mainstream estadounidense. Mientras que el magnate sostenía un discurso considerablemente más articulado, calmado y progresista a comienzos de los noventa, su público también fue cambiando a lo largo de los años.
Según el sitio web de hip hop RapGenius, que recopila las letras con anotaciones de los fanáticos, existen más de 300 versos de canciones de rap registrados sobre Donald Trump antes de 2015. «El 19% de las canciones del estilo escritas sobre el actual presidente eran negativas, mientras que el 60% lo retrataban de un modo positivo o usaban su figura para comparar su riqueza», detalló el sitio FiveThirtyEight. La imagen que Trump proyectaba de sí mismo era altamente atractiva para los jóvenes de la comunidad afroamericana: un supuesto self-made man que se mostraba altanero en los medios y orgulloso de su fortuna. Esto conectaba con el hip hop, cuya narrativa aspiracional siempre fue central en su discurso. Su best-seller, The art of the deal, fue un libro sumamente leído y citado por los raperos durante los años noventa y la primera mitad de los 2000. Antes de su carrera política, fue parte de una controversia que involucró una canción de Mac Miller, que llevaba como título «Donald Trump». El magnate primero felicitó al rapero blanco por el hit, pero luego estalló en Twitter debido a que aseguraba que Miller le había negado su derecho a obtener regalías por el éxito de la canción.
La asunción de Barack Obama en 2009 fue un gran momento para la comunidad afroamericana y para el star system liberal del país. Por primera vez, un presidente recibía a raperos en la Casa Blanca, como había hecho Jimmy Carter con los rockeros sureños de su Georgia natal en los setenta o Bill Clinton con sus héroes de jazz durante los noventa. Si Carter citaba a Bob Dylan en sus discursos, Obama lo hacía con letras de Jay-Z. El fuerte vínculo del expresidente con estos sectores dejaron aislado a Trump en ese aspecto. A pesar de que quienes lo conocen suelen comentar que la situación le «molesta» sobremanera, el exmandatario no duda en atacarlos y acusarlos de estar en disonancia con lo que siente «el hombre común» estadounidense. Al igual que en las últimas elecciones, estos sectores desempeñarán un rol importante en los comicios de noviembre próximo, especialmente, a la hora de lograr la movilización de los jóvenes o de articular demandas insatisfechas contra el gobierno. Trump ya los derrotó en 2016, cuando las principales figuras de la cultura del país apoyaron a Hillary Clinton. Está por verse si este año vuelve a suceder lo mismo.
El último ataque de los seguidores de Trump fue Taylor Swift, a tal punto que inventaron una teoría conspirativa respecto del Super Bowl donde jugó su novio, Travis Kelce. Según esta «teoría», la final estaba arreglada para que Swift pueda festejar junto a Kelce, preparando el terreno para un supuesto apoyo de la cantante a Biden. Lo cierto es que Taylor se posicionó pocas veces en política, aunque, en los últimos años, comenzó a hacerlo cada vez más, siempre en favor de candidatos demócratas y contra Trump, algo que enerva particularmente a los votantes trumpistas. Swift es una cantante rubia, blanca, surgida del interior profundo del país y que comenzó haciendo música country: debería ser la trumpista ideal, pero no.
Trump también tuiteaba de manera febril a la madrugada contra artistas, periodistas y otros políticos, ¿les suena? Eso sí, mientras lo hacía, mostraba grandes números económicos. No puede decirse lo mismo del presidente argentino, que mientras se enfrasca en una batalla delirante contra Lali Espósito y otros artistas populares, sólo muestra mayor inflación, una creciente desocupación y números catastróficos en lo que refiere a la merma del poder adquisitivo de los salarios. Es más, incluso, se ufana del dudoso logro de que las familias argentinas se encuentren vendiendo sus dólares para pagar gastos corrientes. Tiene sentido, es parte del plan económico. Es altamente probable que la inflación comience un camino marcadamente descendente durante los próximos meses. Lo hará, justamente, por la imposibilidad de los argentinos de poder consumir. Para bajar la inflación, dicen los economistas que entienden del tema, es necesaria un ancla. El ancla, en este caso, es la gente.
Los paralelismos con lo que pasa en Argentina están a la vista, aunque acá se hace de forma mucho más grotesca, ya que lo hace un mismo presidente. Un mandatario menospreciando en horario estelar a una figura popular como Lali Espósito, mientras sus «entrevistadores» guardan silencio. Un blanco fácil, al estilo de Swift: una joven que podría ser percibida como ingenua y sumisa, pero que optó por la rebeldía al tomar posición y expresar sus opiniones sobre la actualidad de su país. Una mujer joven que inició su carrera desde la infancia y ha evolucionado ante la mirada pública, pasando de ser una adolescente despreocupada a convertirse en una exitosa empresaria y productora, sin depender de esposos o patrocinadores. Una artista que encarna también las causas que la ultraderecha global intenta desmantelar: los derechos de las mujeres y las comunidades disidentes, la libertad de expresión y el derecho a vivir fuera de las expectativas impuestas. La elección evidentemente costosa de rechazar el papel de «chica buena». Y la valentía de asumir las consecuencias, responder con dignidad a los insultos e, incluso, invitar al presidente a sus espectáculos.
En la era digital contemporánea, la persecución artística encontró un nuevo y preocupante escenario en las redes sociales, las cuales se convierten en terreno fértil para la intolerancia y el acoso. Artistas que desafían las corrientes predominantes o expresan opiniones divergentes pueden encontrarse bajo la lupa de una audiencia virtual que, en ocasiones, busca imponer su propio criterio. La cancelación en redes sociales, marcada por el linchamiento público y la retirada de apoyo, puede convertirse en una forma moderna de persecución, afectando no solo la reputación del artista, sino también su capacidad para participar en la esfera pública. Este fenómeno plantea preguntas cruciales sobre los límites de la libertad de expresión en el contexto digital y destaca la importancia de proteger la diversidad de voces y perspectivas en un espacio que debería fomentar el intercambio abierto y respetuoso de ideas. La persecución en redes sociales, al igual que en otras formas históricas, pone de manifiesto la fragilidad de la libertad artística y subraya la necesidad de preservar un entorno donde la expresión creativa pueda florecer sin temor a represalias injustificadas.
El principal problema es cuando esta persecución es llevada adelante por el propio presidente de la Nación, que actúa como si fuera un tuitero ignoto más. La historia nos enseña que la persecución de artistas, ya sea en regímenes totalitarios o en períodos de intolerancia política, constituye una amenaza constante para la libertad creativa y la diversidad cultural. A su vez, también nos alerta sobre los peligros de perseguir a artistas que no sigan la línea oficial del gobierno de turno, ya que esto no sólo menoscaba la creatividad, sino que también atenta contra los derechos fundamentales y la libertad de expresión. Buscando, en el camino, disciplinar a otros a la hora de no dar sus opiniones, por miedo a que le lluevan las criticas de trolls en redes sociales.
La persecución artística, ya sea por motivos políticos, sociales o culturales, debe ser condenada enérgicamente, ya que representa una amenaza para la riqueza y la pluralidad de la expresión humana.
*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta / Imagen de portada: Télam.