Incomodidad familiar post elecciones: entre priorizar los vínculos y profundizar el enojo
Ya pasó un poquito más de una semana después del 19 de noviembre. Fue eterna. Todavía tengo varios chats donde resonamos con el drama: “En mi familia votaron a Milei”. ¿Y ahora que la espuma bajó? ¿Qué hacemos con esa herida?
El día después, el del trago amargo, una amiga me mandó un audio: «Estoy llorando desde ayer. El día de las elecciones, le escribí un mensajito a mi papá y mamá, y les pedí por favor, que si no les cambiaba mucho, que votaran a Massa por mí. Mi papá me dijo que ese era un límite para él, que por mí no lo iba a votar”. Todo es bronca y dolor. Y, aunque autocentradamente, me preguntaba ya frustrada, ¿cómo no lo pueden ver? La sensación -o certeza- de extrañamiento en lo familiar vuelve como tantas otras veces y siempre duele. La famosa grieta también se surcó en el núcleo parental, ahí donde en algunos hogares anidan posturas antiperonistas, conservadoras, de derecha y muchos anti más.
La semana previa a las elecciones fue desgastante en muchos sentidos, no porque toda la campaña no lo haya sido, sino porque se profundizaron algunos afectos y abismos en el orden de lo familiar. Mientras atravesábamos la negación de la posibilidad de que Milei y lo que su proyecto representaba resultara ganador, nos aferramos a la esperanza de que no podía ser real. A las micromilitancias también las hicimos, sobre todo, en la parentela, contra el imperativo con el que crecimos: “De política no se habla en la mesa”.
Soy feminista y una de las muchas que llenamos de voltaje las reuniones familiares, allá por el 2018 y antes también. No es que no sé lo que significa ser la aguafiestas, pero no deja de doler, la herida siempre está supurando. Y ahora estamos de cara a lo que temíamos. Mi tía -que también sabe de desarraigos y desencuentros- me dice que piense en las etapas del duelo. Algo que describe con lucidez Marta Dillon en la nota Hacer el duelo.
Es fin de año y, a la montaña rusa de emociones que siempre es diciembre, se suma la fragilidad que trae la incertidumbre del Frankenstein que están armando para gobernar. Y encima, las fiestas acechan. Demoré días esta nota, no tengo del todo claro qué transmitir, pero pienso que es necesario que la espuma baje, que, después del shock, mejor descansar un poco. Mood: “Estoy cansado, jefe”.
Porque lo primero es la familia (?)
Daniel Cantieri es la foto de portada que elegí. ¿Se acuerdan de él? Se hizo viral porque mientras la Policía de la Ciudad de Buenos Aires lo llevaba detenido, ante la pregunta de una periodista, ¿un mensaje para sus familiares?, respondió: «Que se vayan a la puta que los parió, son gorilas». Era el 18 de diciembre de 2017 y Daniel fue a protestar afuera del Congreso contra la reforma previsional que el Cambiemos de Macri quería llevar adelante. Unos años después, en una entrevista, el protagonista de esa frase sintetizadora dijo: «La frase no fue para mi familia, sino para la gran familia gorila argentina». Hay algo en esa respuesta que deja asomar la contradicción y complejidad de los vínculos filiales y las ambivalencias que supone el juego entre identificación y diferenciación familiar, que a muchas nos llevó un largo proceso. Uno de los desafíos vitales más importantes es aceptar que el otrx es otrx y acá estoy con casi 40 años sin grandes avances.
La disyuntiva ahora es elaborar el enojo y priorizar los vínculos, o no elaborar ningún enojo y polarizarnos más. “Para mí, el gesto hubiera sido votar a Massa, pero para mi papá no y lo máximo que hizo fue no ir a votar. Y yo pensaba: si mi hijo me pidiera que vote a Milei, yo no lo haría, entré en una contradicción espantosa”, me cuenta mi amiga el lunes por la noche. Les mandó un audio a su papá y mamá, y les explicó que no podía hablar y cuál era su angustia y miedos. “Al final de cuenta, dije: tienen 80 y 85 años, y han sido siempre muy sostenedores en otros aspectos”.
Un amigo bromea cuando le pregunto cómo está: “No estoy llorando, se me metió una familia gorila en el ojo”. Él está en la posición de no querer verlos ni hablar. Hablamos mucho, yo insisto en que lo que nos angustia mucho es lo extraño en lo familiar. Y no es que estamos re sorpresa, pero en esta elección, aparecía algo más allá de la tradicional grieta, peronismo-radicalismo, kirchnerismo-antikirchnerismo. Milei, su espacio político, su discurso, su proyecto outsider, venía a poner en cuestión los consensos sociales que teníamos asegurados, o eso creímos. Se legitimó una válvula que venía soltándose hace tiempo, donde el lenguaje de la crueldad no espanta a nadie ni genera alguna alarma. Yo no pienso que mi familia es la ultraderecha, aunque fácilmente puedo decir “son fachos” y votaron o pueden apoyar algunas ideas, o ser el segmento que no cree que haga lo que diga, el tema es: ¿qué hacemos con esto?
Lo que perdimos en la conversación
“Le di muchas vueltas a qué es lo que tanto me enoja y es que en mi familia no son personas superpolitizadas, votan cada cuatro años y punto. No forman parte de la vida política de otra manera. Yo les hablaba con todo tipo de señales, con argumentos duros, pero también emocionales, diciéndoles quiero evitar que me vaya a sentir como me estoy sintiendo ahora: ajeno a ustedes. Y era re simple, con un voto de mierda, ¿entendés?”, me dice otro amigo.
Nadie quiere tener conversaciones incómodas y mucho menos que impliquen un trabajo de reflexividad, autocrítica, escucha, pero, sobre todo, que nos saquen del consignismo y nos obliguen a pensar. Nada sencillo para una época donde la palabra pierde valor, donde el sentido histórico o la rigurosidad científica puede ser una frase del Instagram Por favor coherencia. La palabra es lo que hace lazo con ese otrx, cuando la conversación está vacía o reproduce formatos de violencia y odio, no hay consistencia. Es difícil transmitir lo que no es del orden de la mercancía ni los derechos, y lo que se propuso en la conversación pública desde el sector ganador -y hablo también de la tercera fuerza- es que no haya inscripción de nada o, más bien, una escucha blindada. Recomiendo leer las reflexiones de Gabriel Giorgi -un coterráneo que nos ha formado a muches- en la nota Cuando tu familia y vecinos votan por alguien que promete dejarte a la intemperie.
Otra amiga psicóloga me dice que, en el consultorio, nunca antes sus pacientes hablaron tanto de política y cómo eso cruzó la vida familiar. Me recomienda que lea el prólogo del libro El conflicto no es abuso. Contra la sobredimensión del daño de Sarah Schulman. Y es que uno de los puntos para comprender la razón punitiva de la época es comprender que la matriz neoliberal diseña “vínculos que impiden, destierran la oportunidad de los intercambios profundos capaces de volver visibles las estructuras que explican la crueldad”.
Nicolás Cuello y Diego del Valle Ríos son los autores del prólogo «Desarmar la crueldad, conversar a través de la diferencia», que dan un marco de época que nos puede ayudar a pensarnos: “La creciente fragilización de las relaciones humanas en un mundo derrumbado por las consecuencias de un modo de producción basado en la competencia feroz por recursos explotados de forma desmesurada, pero, también, el desgaste de las formas de solidaridad y el agotamiento de la capacidad de escucha, reflexión y comprensión de la diferencia en una realidad dirimida por un moralismo represivo que ofrece como única salida posible posicionamientos subjetivos endurecidos, intransigentes y victimizantes, como condición y reflejo ante una realidad que no tolera más malestar que el que sus propias condiciones de posibilidad constantemente producen. Por momentos, pareciera que no hay salida o alternativa posible”.
¿Se puede construir otra forma de tramitar las diferencias que no sea polarizarnos? Ta difícil, pero al menos, podemos intentarlo.
A mí me salvaron las charlas con quienes estábamos en la misma, escuchar sus procesos y entender que no me pasa solo a mí, y no por egoísta, sino por la soledad que genera sentirse una extraña en la familia de origen. Y no creo se trate tanto de romper lazos como sí pretender ser parte. Es incómodo no pertenecer, más cuando soy genéticamente parte y eso implica habitar la contradicción, con todas las molestias que eso supone. Duele la pérdida de lo gregario, todas las veces que un conflicto lo pone en evidencia o lo recuerda, aun cuando sabemos que no somos parte en el sentido político, ideológico, etc.
“Ante el distanciamiento, el temor y el aturdimiento al que nos somete la razón punitiva, cuando las diferencias de nuestras historias irrumpan, tendremos que proponer la cercanía y la escucha como formas de tejer complicidad, confianza y corresponsabilidad, aunque duela, aunque nos incomode o aunque parezca imposible. (…) A lo largo del mundo, brotan experiencias para abordar esta agudización de estas distancias que parecen irreconciliables”, dicen Cuello y del Valle Ríos.
Hoy pienso que vale la pena intentarlo.
*Por Véronika Ferrucci para La tinta / Imagen de portada: A/D.