El Estado es el otro y la patria soy yo
A medio camino entre Luis XIV y el kirchnerismo, Milei ganó terreno cuando supo trazar con cal los límites de la cancha, las áreas y el punto penal: el Estado es el otro y la patria soy yo, dijo y los convocó. ¿Quiénes son el Estado? ¿Qué votan los que votan contra el Estado? ¿Qué nos queda después?
Milei ofició de tercer momento de la dialéctica liberal al sintetizar años de polarización en torno al fundamento del orden social, rompiendo el consenso post-noventa sobre el que se organizó el siglo XXI. Tres preguntas para la cacofonía presidencial: ¿Quiénes son el Estado? ¿Qué votan los que votan contra el Estado? ¿Qué nos queda después?
No podemos decir con certeza ni exactitud en qué punto preciso de la historia reciente. Pero el lenguaje político del peronismo siguió, en parte, enganchado con un antagonismo que se fue quedando progresivamente sin referente. Tan de a poquito que no llegamos a darnos cuenta, las categorías se fueron desgranando. La oligarquía rural fue cediendo a grupos de inversión que reemplazaron capataces por drones. Los propietarios que pasaron a vivir de renta rural se disfrazaban de gauchos en 2008 para hacerse visibles, pero hacía tiempo no eran ese “campo” estereotipado que por momentos instalaron públicamente como el universal concreto de la nación. El empresariado se esfuma, se disuelve, de desdobla, se nomadiza, cruza el Río de la Plata, fija domicilio fiscal donde le ofrezcan amor, mientras que quedan en primera fila los domadores de unicornios, algo así como las cervecerías artesanales del mundo macro empresarial.
Tenemos todo un bestiario real (elefante) y mitológico (Leviatán) para hablar del Estado moderno, pero, ¿qué imagen le damos al mercado? Apenas un mecanismo, una función, una dinámica. Tiene manos, pero son invisibles. Elusivo incluso en la metáfora. Flexible, como la reforma que demanda, como su oferta on demand para cada sector particular que ha logrado articular políticamente como no sucedía desde hace décadas en nuestro país.
Si hoy pedimos a cualquier transeúnte que señale el privilegio, demasiados índices apuntan al Estado. Y es que el relato de la casta es como el de la dolarización: por fuera del ámbito de especialistas, cada persona tiene su propia versión de la verdadera tasa de cambio. Puede ser uno de nuestros peores errores creer que el electorado apoya la oferta política libertaria por adscribir a los fundamentos de la teoría neoclásica o por creer que el mercado es, efectivamente, el modelo de interacción social que mejor resuelve las paradojas de la teoría de los juegos. El apoyo al “plan motosierra” se asienta sobre una polarización afectiva minuciosa y pacientemente construida entre gran parte de la fuerza de trabajo precarizada y esa primera línea de personas con autoridad estatal.
Lástima los empleados públicos
La lógica popular de la crítica sería algo así como “el Estado es lindo, lástima los empleados públicos”. Todavía hoy existen relatos nostálgicos sobre ese crisol de clases con el que se representa la escuela pública de antaño. Hay relatos sobre médicas del sector público que salvaron a un paciente que en clínicas privadas sólo hubiesen desplumado. En economía todo es distinto. Se oye el grito de no va más, como en la ruleta, y se impone el consenso de “lo que sea” para conseguir algún tipo de certidumbre y vivir mejor. Quien condensa la respuesta a esa demanda es Milei, no por capacidad técnica ni política, sino por ofrecer una sutura narrativa: la culpa la tiene la casta, el gasto público, el déficit fiscal y la aberración de la justicia social.
Lamentablemente, en términos electorales, podría estar operando la lógica del combo: las hamburguesas vienen con pickles y si a vos no te gustan, simplemente se los sacás del sándwich, pero a fin de cuentas compraste la hamburguesa con pickles. ¿Cómo se resuelve el problema? Ministerios, agencias, institutos, consejos, derechos nacidos de la existencia de necesidades… ¡Fuera! ¿Qué sucede con toda esa gente? La burocracia funciona como una imagen cultural, no como una categoría sociológica: no refiere (necesariamente) a la totalidad de la Administración Pública Nacional ni a las maestras ni a los profesores universitarios, ni a enfermeras ni médicas del sistema público, aunque los destinos socioeconómicos de todos estos sectores en conjunto suelan estar estrechamente atados. La crítica de los votantes de fuerzas políticas libertarias tampoco se funda (necesariamente) en posturas anti-derechos ni en la demanda eficientista sobre todo aquello que no funciona bajo los mandatos mercantiles de la racionalidad instrumental. Es altamente probable que a la mayoría de los votantes de Milei ni siquiera les interese la estética arquitectónica racionalista del Ministerio de Obras Públicas.
El problema del análisis del tiempo presente es que por momentos confunde el argumento eficientista del mercado contra el Estado (un elemento central en el discurso de Milei), con el rechazo moral y visceral de buena parte de la población contra los empleados públicos (un elemento mucho más potente en las actitudes políticas de sus votantes). El Estado es el otro: no una institución, no un aparato, sino un otro personificado, ese que pudo “quedarse en su casa” durante la pandemia, que siguió cobrando y, en promedio imaginado, mejor que los salarios del sector privado, mientras que tantos otros quedaban a la intemperie de una economía obligatoriamente aislada y distanciada. Como narra Liliana Bodoc, “el Odio Eterno rondaba fuera de los límites de la Realidad buscando una forma, una sustancia tangible que le permitiera existir en el mundo de las Criaturas. Andaba al acecho de una herida por donde introducirse”.
Denme 35 años y seguiremos siendo Argentina, sólo que sin Estado
El intercambio permanente con trabajadores del Estado, con sus representantes “de ventanilla” en el territorio nacional y con todos sus símbolos asociados en la cultura popular (los mates, los criollos, la lentitud, el perezoso de Zootopia) forma parte de la experiencia cotidiana del mundo de la pobreza urbana y muy frecuentemente son interacciones generadoras de conflicto y malestar (como casi cualquier intercambio en un contexto de escasez material). Para esas personas que asisten frecuentemente a las oficinas a “pedir algo”, el Estado está más allí, directamente encarnado en esas autoridades personalizadas, que en la entelequia de un Ministerio de Trabajo que participa en negociaciones paritarias para “protegernos” y velar por nuestros intereses. Ese malestar mascullado que terminó brotando como un agua cloacal danzante en los últimos dos años replica en espejo el meme de empleados estatales preguntándose si el impuesto a las ganancias alcanzaría al aguinaldo y un cuentapropista preguntándose: ¿ustedes cobran aguinaldo?
Sería una tontería negar que algunas áreas del Estado están lejos de representar un monumento a la eficiencia. También lo sería pasar por alto que mucho de eso ha cambiado: no es necesario esperar tiempos bíblicos para obtener un nuevo DNI, por ejemplo, aunque las quejas por momentos repiten en loop anécdotas sobre el abuelo que murió esperando la visita de ENTEL. Hagan un experimento: intenten resolver telefónicamente un problema de Movistar o Personal Flow; consigan el reintegro de un seguro compulsivamente debitado en el Banco; consigan que les devuelvan intereses no ganados por un plazo fijo que quisieron renovar el día que el Home Banking estaba caído. Cuando tienen que gestionar en el sector privado, ¿de verdad se sienten viviendo en Suiza?
¡Cuidado! ¡Muchísimo cuidado! Porque aparentemente queremos ser Alemania. Antes de los 35 años milesiánicos, la encuesta “América Latina–Unión Europea: miradas, agendas y expectativas”, realizada por Latinobarómetro, Nueva Sociedad y la Fundación Friedrich Ebert, mostró que Argentina fue, entre los 10 países relevados en América Latina, el que más elegía a Alemania como modelo de desarrollo (por sobre EE. UU., por ejemplo). Pero por más creencia religiosa que le metamos al poder redentor del fuego, todo indica que incendiar el Estado argentino no nos dará como resultado obtener un mercado alemán (que, no está de más recordar, funciona con los soportes de un Estado alemán que invierte, entre otras cuestiones, en seguridad social, educación, salud, ciencia, investigación y desarrollo).
La vía de la piromanía anarco-liberal se parece demasiado a la fantasía de irse de viaje para escaparse de un problema. Detonar el Estado no te convierte automáticamente en otro país: sólo te deja sin Estado.
*Por Gonzalo Assusa para La tinta / Imagen de portada: Antonio Gasalla interpreta a Flora, una empleada pública, en la televisión. A/D.