Sin apuro no es sin velocidad: diario de un duelo

Sin apuro no es sin velocidad: diario de un duelo
20 octubre, 2023 por Claudia Huergo

Los Ríos Editorial, una propuesta cordobesa en su catálogo de ensayos y crónicas, acaba de presentar «La hora del diamante. Diario de un duelo», de Luis Ignacio García. Esta obra que pone en palabras la pérdida de una persona amada es reseñado en esta nota por Claudia Huergo.   

Advertencia: este no es un libro sobre el duelo o sobre el amor. Las preposiciones importan porque indican dónde uno está. Este libro trae algo de esa ubicuidad. La posición de quien escribe es la de alguien ante. Podemos estar ante una puesta de sol y eso implica un tipo de inmersión en la situación, un estar bañados por esa luz, tocados por ese paisaje y, a su vez, tocando. Así como no hay forma de tocar sin ser tocado, no hay forma de determinar quién toca a quién. “Tocar” promulga una desubjetivación, dice Vinciane. Uno puede ser un agente, sin ser un sujeto, y no por eso transformarse en objeto. Ser un sujeto es sólo un final posible del proceso. 

Así entiendo algo del devenir que va mostrando esta escritura, La hora del diamante. Escribir desde un doloramor, escribir sobre Mariela, con Mariela, ante Mariela, hasta descubrirse escribiendo sin ella. 

Sin ella es por momentos una evidencia corrediza, huidiza. Nuestros muertos no se quedan quietos y le debemos a Vinciane Despret haber vuelto a levantar (o resucitar) la pregunta sobre esas existencias. La pregunta por los modos, las maneras en que nuestros muertos existen. 

Planos, mapas y pasajes

Luis imaginó para esta presentación de libro estar acompañado por alguien cercano (a su proceso) y alguien no cercano. Lo entiendo como una composición de planos: dos puntos  configurando un plano, como una invitación a desarmar lo homogéneo. La condición de que pueda haber un pasaje es ese mínimo de discriminación entre un lugar A y un lugar B. Crear lo heterogéneo como condición para pasar de un lugar a otro (…)  como si mis manos tuvieran que atravesar el espejo y manipular objetos frágiles de un bazar que está del otro lado (…) la turbación de no estar del todo aquí ni del todo allí. –escribe Luis.

¿Y después qué?  

Pienso en la locura amorosa que desata un duelo, casi los mismos dilemas relacionales que tenemos en vida, exponencialmente disparados por la amenaza que deviene real. Todo ese movimiento en que nos embarcamos, nuestra artillería de ocupaciones, de cosas por hacer en torno a una muerte.  

Le digo a Pilar que acaso esto de la obra reunida, esto del ciruelo sea sólo una ilusión. Ahora que ya hay ciruelo esperando el 22, ahora que ya tengo una primera versión de los libros, salta la pregunta como un animal inesperado: ¿y después qué? Y entonces me doy cuenta de que no, que cuando plantemos el ciruelo, que cuando editemos los libros, nada va a pasar. O sí, pero nada decisivo: ella seguirá muerta. 

Como si algo de todo ese movimiento, toda esa actividad y rodeos prepararan un centro de quietud donde dejar caer ese resto no reintegrable: lo que sólo existía en la mirada de sus ojos. Crear las condiciones para que pueda haber un pasaje implica no sólo un mínimo de discriminación entre un lugares, sino también de ritmos. Velocidades y lentitudes. Ralentizaciones y disparadas. Quizá por la posibilidad de quedar atascados. Quizá por el miedo a la traición, por la posibilidad de dejar de asistir al plano de existencia donde se realiza ese encuentro con nuestros muertos.

La muerte no tiene arreglo, en cambio en el amor, la promesa de ser amado es infinita y por eso, también, deuda. Desde el punto de vista del amor, una muerte siempre es una sustracción, un arrebato que nunca ocurre en el buen tiempo, siempre nos deja ante el orden de lo prematuro. Ofensa terrible para la promesa capitalista del “siempre-listos” engordada desde el supuesto enorme repertorio de potencias y de actos disponibles que tendríamos para evitar ser tomados por sorpresa.

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Todo lo que el capital odia  

Luis aborda muy exhaustivamente las discusiones en torno al duelo y la politicidad de las economías que dejan entrever cada una de sus versiones. Desde el duelo sanitario productivista (el éxito: consumar “la sustitución del objeto”, el fracaso: la posibilidad de quedar “a la sombra” del objeto) hasta el modelo del duelo erotizado e improductivo, con su pérdida a secas. 

En función de cómo se ve reducida o alterada la economía afectiva del duelante, se piensan también los ritos: que el muerto quede en su muerte para que el vivo siga en su vida. Particularmente, para que siga amando y trabajando. Tiene lógica. Una lógica economicista no muy distinta la que rige respecto a los vínculos entre los vivos: al punto en que estemos necesitando volver a producir retóricas de valor en torno al “gasto innecesario” que supone un vínculo, un lazo a los otros. El duelo erotizado e improductivo nos acerca mucho más a la noción de gasto, derroche, que de ahorro. 

Se me ocurren entonces preguntas ociosas. ¿Cuál es la jurisdicción de un encuentro amoroso? ¿Cómo localizar el terreno o el baldío donde se instala? ¿Cómo localizar sus producciones, todo lo logrado, lo realizado, que al tiempo de su efectuación, nos deja de nuevo frente a lo inacabado? ¿Qué es lo inacabado de una vida? ¿Acaso alguna vez se llega a completar? ¿Qué es aquello que se logra en el campo del amor? 

Lo que un duelo desata, a nivel de una vida, necesita ser retomado por un conjunto de gestos. Una ética de la recepción tiene menos que ver con “estar a la altura de” que con el arte de un desnudamiento. Descubrirnos en falta (eso que ya sabíamos a nivel del amor), pero que estaba sutilmente recubierto, porque el amor es algo así como una membrana, una especie de protección, de talismán al que nos aferramos cuando se deja de hacer pie. 

El amor puede ser una costura más o menos lograda sobre la herida de una vida. Algo que deja cicatriz, huella, un nuevo tejido silente que farfulla con los cambios de tiempo.

Asistencia imperfecta

Al pensar los planos de existencia a los que nos expone el muerto con su muerte, uno estaría tentado a decir que todo relacionamiento “cohabita” distintos planos, y que en ninguno, nunca, se plantea la asistencia perfecta más que como idea, idealidad. Lo trágico que una muerte imprime es esa gravedad en torno a lo irreversible, pero también imprime lo cómico que pueda resultar pensar que la vida está ordenada bajo la premisa de una asistencia perfecta. 

Contra-natura

Cuando me llega esta invitación, estaba inmersa en una lectura sobre los amores entre la orquídea y la abeja, esas nupcias contra natura que discuten precisamente los finalismos, casi al modo en que lo hace Luis. Porque en definitiva, no sabemos cuánto de nuestras narraciones en torno a la muerte tienen que ver con que “la vida siga” desde la perspectiva de los agentes optimizantes de la evolución, la adaptación, los finalismos. En el caso de los amores entre la orquídea y la abeja, no se sabe cuál sería el beneficio para la abeja, ya que para la orquídea parece estar claro el servicio de diseminación. Desde esa mirada, la abeja es seducida, embaucada, engañada por toda esa parafernalia de texturas, formas, colores, olores. Embaucada y desviada de lo que se supone la tarea importante de una vida: reproducirse. 

El psicoanálisis nos ofrece imágenes también para desmontar la supuesta naturalidad de nuestras acciones con arreglo a fines, como cuando nos presenta a la pulsión como un montaje “sin ton ni son” especie de collage surrealista.

Ahora bien, ¿cómo sería abordar a nuestros muertos desde una idea de no trascendencia, sin finalismos? Quizá les hemos puesto encima preguntas, misiones, que los exceden.  Pensar que tienen un mensaje para darnos. Los mensajes al menos que yo he recibido de mis muertos son bastante ramplones. Gente preocupada por dónde dejó guardado esto o aquello.  Por lo que va a pasar  con tal o cual cosa. ¿Habremos contagiado de ansiedad a nuestros muertos? Mi padre, por ejemplo, puso a funcionar relojes despertadores. Después de estar años guardados en una caja empezaron a sonar, algunos días, a las 5 de la tarde. 

Mi abuelo aprovechó una tirada de cartas para colarse y dejar expuesto que había tenido otra familia, paralela a la que formó con mi abuela.

Un año después de su muerte, mi madre intervino una llamada por teléfono fijo entre una madre y su hija, aprovechando la diferencia de apenas un número entre nuestros teléfonos. Así fue el pantano que suscitó preguntar: -¿Quién habla?, y que del otro lado me dijeran: -Tu madre, quién va a ser.

No les conocía ese sentido del humor y en verdad se volvieron a partir de ese momento, más interesantes para mí. Quizá ellos desde su muerte han conectado con mi gusto por los juegos y los disparates. Quizá también sigan aquí, como los vivos, en aras de la belleza del asunto. 

Mientras preparaba este escrito, volvía a algunos párrafos del libro donde se relatan los juegos de aparición de Mariela, su numerología. El 5 es la reducción numérica que corresponde al nombre de Mariela, el 14 la carta de la templanza que ve Cuqui el día de su velorio. Advierto que el documento en el que estaba escribiendo todavía no tenía título, es decir no había sido guardado. Sí tenía número: documento 14.  Me llega en ese momento un mensaje de mi vendedora de Natura anunciando el cierre del ciclo: 14. Tengo una ventana abierta donde se reproduce un video en el que están cantando Mariela y Luis, número de likes… 14.  

Bonus track: pequeños juegos de aparición 

Estoy sonriendo mientras hago capturas de pantalla, mostrándole a Luis la habilidad de responder de su chica. Ocurre en ese momento un fallo de pantalla, me apuro a “guardar” el documento, que toma el titulo de la primera línea: “Sin apuro no es sin velocidad”. A la mañana siguiente a la presentación, le quiero enviar el archivo con el texto de la presentación a Luis: “Word no puede terminar de guardar el documento debido a un error de permiso…”.

Entonces, pido permiso.

*Por Claudia Huergo para La tinta / Imagen de portada: Soledad Sagarella.

Palabras claves: Claudia Huergo, Duelo, literatura

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