Mariana Enríquez: la reina del terror que busca lo vital
La reina del terror en Argentina llega a Córdoba a presentar su experimento teatral “No traigan flores”. Coordinado por el Festival GRL PWR, hoy, presenta en Sala de las Américas esta apuesta escénica en la que leerá algunos de sus textos en voz alta, los comentará y abrirá a lxs espectadorxs y lectorxs la cocina de su escritura. Ayer, recibió el Premio Universitario de Cultura 2023 “Centenario de la Reforma Universitaria”, un reconocimiento a su trayectoria destacada en el género del terror.
Por Vir del Mar para La tinta
En nuestros círculos lectores, el nombre de Mariana Enríquez viene acompañado de una fascinación. Quienes la leímos y disfrutamos del encuentro con sus textos nos maravillamos por los escenarios terroríficos que nos propone, tan ligados a la idiosincrasia nacional. En cada libro, la narrativa de Mariana no se limita a asustarnos, trae consigo una lectura lúcida de la sociedad. La entrevisté con el pudor que se puede tener ante una maestra; por suerte, lejos de ser terrorífica, es generosa con las palabras.
—Para nuestras generaciones, quizás más consumidoras del terror en la pantalla, tus libros significaron un nuevo acercamiento al género. ¿Qué es lo que te convoca del terror?
—Cuando empecé a leer y a mirar películas, las dos cosas al mismo tiempo, empecé leyendo terror o buscando cosas que fuesen más o menos terroríficas. Por ejemplo, de muy pendeja, leía Cortázar y no es necesariamente un autor de terror, pero tiene algunos cuentos de terror y yo los percibía; ese entrenamiento era por ver películas de terror. Me escapé a los 13 años, fui a ver “Pesadilla”, quería ver a Freddy en el cine. Consumía todo eso, al mismo tiempo que consumía literatura de terror, desde Poe, Lovecraft, o sea, los clásicos, cosas locales que tuvieran algo inquietante. Y mucho gótico, Mery Shelley, las hermanas Brontë, que, aunque no es terror, todos sus libros tienen algo demoníaco, oscuro y era la estética que me atraía; y, después, un poquito más grande, pero no mucho, diez, once años, encontré Stephen King.
Mi infancia coincide casi exactamente con la dictadura. Mi familia no tenía una participación política directa, pero tenía conocimiento de lo que pasaba. Entonces, adentro de la casa, el clima era de una tensión espantosa y las órdenes para mí eran siempre: «Cuando salgas, no digas nada». Yo tenía mucho miedo cuando mis viejos llegaban tarde de algún lugar, que los hubiesen… no sé qué, porque no tenía toda la información. El clima era un absoluto «algo muy raro está pasando» y, al mismo tiempo, era la normalidad. Notaba que era muy inquietante para todos los adultos y no entendía muy bien por qué. Entonces, era todo muy confuso.
Después, lo que pasa cuando se termina la dictadura es quizás todavía más interesante, porque lo que empieza a aparecer son todos los relatos sobre lo que pasó, lo reprimido, lo que en esos años no se hablaba. Y la explosión, como suele pasar cuando vuelve lo reprimido, es tan brutal que no había ningún tipo de filtro para los chicos. Entonces, mi papá me sentaba a escuchar de noche los testimonios de los juicios, que es cuando se pasaban, entonces, escuchabas a las víctimas contando las cosas más espantosas. En la post-dictadura, también pasaron cosas raras, como los enanitos verdes en La Plata, el crimen de Oriel Briant, había femicidios súper importantes que no se llamaban como tales.
Ya en mi primera adolescencia, empieza el VIH y todas las consecuencias, que fue una época también muy oscura. Mi mamá es médica, ella tenía claras bastantes cosas y una mirada sin prejuicios, sabía cómo se contagiaba, qué pasaba, lo que tenías que hacer y lo que no, pero, cuando yo salía a la calle, era brutal. Era brutal con mis amigos, con el ambiente en el que yo estaba y yo misma tenía mucho miedo. Porque, si tengo sexo, quedo embarazada y me tengo que hacer un aborto clandestino, muero. Y si tengo sexo y la persona con la que tengo sexo convive con VIH y terminamos enfermos, y, en ese momento, nos morimos.
Toda mi experiencia vital, de vivir en un momento de hiperinflación, plaga, post-dictadura, violencia estatal, razzias que hacía la policía, mezclado con el terror, que yo consumía en literatura y en películas, terminó armándome un lenguaje de ficción que era contar hechos de la vida real con el clima del terror, de lo siniestro. Era como subirle un poco el volumen a la realidad, que ya lo tenía muy alto, pero llevarlo al género y pensar: ¿qué es una casa encantada para nosotros? ¿Qué es la vulnerabilidad del cuerpo para nosotros? ¿Qué significa el odio para nosotros?
Eso lo aprendí mucho de Stephen King, porque te puede hacer una novela como Carrie, donde tenés una chica que sufre bullying, que su mamá es una fanática religiosa y que termina asesinando a todos sus compañeros. Y, si le ponés un arma en la mano, es lo mismo que las masacres escolares de Estados Unidos. Después, una novela como IT, que es sobre el abuso infantil o sobre las infancias tristes, empieza con un crimen de odio, o sea, empieza con una pareja de chicos que están paseando al lado del río y el payaso mata a uno de los dos de una manera absolutamente brutal. Y vos decís: ¿por qué eligió empezar la novela con esto? Bueno, porque estaba preocupado por eso que estaba pasando. Entonces, dije, yo tengo que usar los temas que nos preocupan a nosotros; en Argentina, no hay masacres escolares, así que no, no voy a hablar de eso, pero sí hay femicidio. Entonces, empecé a trasladar las cuestiones que a mí me preocupan a través del género de terror, que es mi lenguaje de alguna manera. Esa es la mezcla, lo que me atrae.
—Quienes te leemos nos encontramos con personajes apasionantes. Literalmente, generan pasiones y las situaciones que atraviesan son situaciones con las que es muy difícil ser indiferente. ¿Te pasa eso con tus personajes mientras escribís?
—Con el cuento, estás más despegado por una cuestión de tiempo. Se escribe rápido y, en general, trato de corregirlo rápido porque tiene una tensión, un tono, que tiene que ser muy directo. Entonces, no te podés fascinar mucho porque no te podés quedar mucho ahí, es poco tiempo. Es como si estuviese poco tiempo con alguien, ¿viste?, y no, no llegás a generar un vínculo. Pero, con una novela, estás años y ahí sí me fascino mucho con los personajes, los pienso todo el tiempo, pienso la ropa que tienen, les busco fotos, me los imagino físicamente, vestidos, desnudos, una cosa totalmente inmersiva. Cuando lo cuento, parezco un poco loca, pero se me hacen muy reales, converso con ellos en mi cabeza como si existieran y, en un punto, existen, porque la ficción un poco es eso. Primero, la novela nace en tu cabeza, inventás esta gente y estás al punto de que podés hacer otras cosas, pero no estás muy enganchada con el resto de la vida, es como si tuvieras un mundo paralelo. Ahí sí me cuesta muchísimo soltar porque estoy viviendo ahí, entonces, es como irme a otro lado, como dejar una casa.
Pero cuando termino de escribir, empieza la otra etapa más profesional, ver qué funciona, corregir, sacrificar partes que, aunque te gusten, no tienen nada que ver con la historia, agregarle a los personajes cosas que tienen que hacer que, a lo mejor, no te gustaría que hagan, pero que es necesario por una cuestión de trama. En Nuestra parte de noche, hay un personaje que se llama Tali, que a mí me encanta, pero cuando Juan toma la decisión de hacerle la marca a Gaspar para distanciar a la gente de la Orden, es toda la gente de la Orden y no podía hacer una excepción con Tali. O sea, no puedo hacer una nota al pie diciendo todos, pero Tali no, porque es un personaje que está buenísimo. Eran todos. Entonces, la tuve que sacrificar a ella de alguna manera. Probé cosas para incluirla, pero, en realidad, por la lógica de la narración, no puede estar. En ese momento, te empezás a despegar porque ahí se empieza a transformar el lenguaje en palabras, en cosas que funcionan o no, empieza a ser súper mecánico. Y, después, te empieza a aburrir el texto porque lo leíste mil veces, lo corregiste un montón de veces, te lo leyó otro y te dio sugerencias. Se empieza a convertir en algo de lo que querés salir, muy parecido a dejar una relación, pero no en malos términos, sino como decir: «Bueno, se acabó nuestro romance», como algo muy apasionado al principio que, después, se va desintegrando por la rutina.
—Sos una gran lectora. En alguna entrevista, dijiste que leés unos 100 libros al año. Más allá del dato cuantitativo, que es anecdótico, entiendo que la lectura es un ejercicio casi permanente para vos. ¿Cuál es tu situación ideal de lectura?
—Depende para qué leas. En este momento, estoy en medio de la lectura de una novela que tiene varias cosas que estoy investigando para un libro, entonces, ahí es una lectura que no es del todo placentera. Digo, puedo leer cosas que son buenísimas, pero que estoy leyendo por otro motivo. Hoy, agarré, por ejemplo, este libro que se llama La habitación oscura o La habitación oscurecida. Es una tesis de doctorado sobre mujeres médiums en la Inglaterra victoriana. Es muy interesante porque ves cómo hacerse médium y comunicarse con los espíritus a las mujeres les sirvió para irse de sus casas. Y también al revés, las perjudicó en muchos sentidos. Porque los esposos, que las consideraban de su propiedad y locas, las metían en asilos con otro montón de gente que estaba muy enferma. Y lo estoy leyendo para un libro de fantasmas que estoy escribiendo y quiero ver cómo fueron las médiums en diferentes etapas de la vida, por ejemplo. Y, después, también tengo un libro de Luciana Cáncer sobre su experiencia con la anorexia, porque uno de mis personajes es anoréxico y estoy estudiando acerca del síndrome. Ambos son muy buenos, pero no son lecturas que, a lo mejor, yo hubiese decidido en otro sentido.
Mi situación ideal es agarrar un libro que me gusta, meterme en la cama si hace frío y, si hace calor, irme a un pequeño patio que tengo y sentarme cómoda ahí y leer lo que se me canta durante el tiempo que se me canta. Sea lo que sea, alguna obsesión particular que tengo en ese momento, pero, en general, que no esté relacionada con el trabajo de ningún tipo. Porque el otro trabajo que tengo es reseñar libros, trabajo mucho con libros, tanto para la ficción como para hacer reseñas, pero ninguna de las dos son situaciones ideales, son situaciones donde están los libros al servicio de algo que tengo que hacer. Por supuesto que, en la ficción, tengo mucho más disfrute, de esto de las médiums podemos hablar hora y media porque estoy totalmente apasionada, pero, de todas maneras, es en función de la novela. Si no, a lo mejor, hubiese estado leyendo otra cosa. Tengo pendiente el libro de un poeta gay de culto, argentino, que tengo muchas ganas de leer y que estoy dejando de lado porque, en este momento, no me sirve para nada, ¡y me da un odio espantoso! Necesito eso y es difícil, pero me encuentro el tiempo igual; últimamente, es en viajes antes de ir a dormir. Esos tiempos muertos los lleno con lecturas que me apasionan y no lecturas funcionales.
—¿Y cómo llega ese hábito lector? ¿Es algo que te inculcaron tus padres, la escuela o, más bien, una búsqueda personal?
—En mi familia, no leían tanto, pero tenían una biblioteca muy importante, no sé si era la época, que comprar libros era súper barato y se compraban en los kioscos. Ahora, siento que los libros son más un artículo de lujo. Mis viejos vivían en Lanús, que es un suburbio de Buenos Aires. Mi papá era ingeniero, pero casi nunca tenía trabajo porque le tocó una época donde no se hacía nada en la Argentina, y mi mamá era médica y trabajaba siempre en hospitales públicos. Así que tenían profesiones con las que hubiesen podido ganar plata, pero no pasó. Pero sí podían comprarse, una vez por semana, un libro en el kiosco, que no eran best sellers como ahora, eran colecciones literarias. Y no me prestaban mucha atención, entonces, no tenían demasiado rollo acerca de qué leía. Yo agarraba los libros como agarraba cualquier cosa. No tengo hermanos, así que no jugaba mucho en mi casa. Con otros, por ahí sí, venían amiguitos a jugar, pero pasaba bastante tiempo sola. Y, en ese tiempo sola, leía de la biblioteca de mis viejos, sin mayor orden.
En ese sentido, no estudié literatura, no tuve nunca un ordenamiento académico de lo que tenía que leer. Así tengo agujeros, cada vez menos porque ya soy grande y los voy llenando, pero, durante mucho tiempo, hubo personas que era importante leer y de las que no había leído ni un libro. Tuve una formación muy placentera, por eso la extraño cuando tengo que leer por trabajo. Yo agarraba un libro, leía veinte páginas, me gustaba, seguía; no me gustaba, lo dejaba. Durante muchos años, la lectura significó ese lugar muy divertido y que no estaba relacionado con trabajar. Es diferente el estímulo de puro placer.
—El miércoles 17, en la Sala de las Américas, te presentás con “No traigan flores”, que es tu primer espectáculo teatral. ¿Cómo es esta experiencia escénica?
—No sé ni siquiera si llamarlo espectáculo teatral, sino, más bien, experimento teatral. Lo que hago es leer, pero no siempre los mismos textos porque me aburro. Si fuesen los mismos que leí en el Coliseo en Buenos Aires, les hubiese dicho que no. Entonces, cambio algunas cosas. Lo que hago es leer textos y comentarlos, contarle a la gente cómo se armó, qué parte es verdad, qué parte no, qué pasó atrás, cómo se publicaron. O sea, toda la cocina de lo literario que, sorprendentemente, a mí me resultaba muy aburrida y, cuando empecé a contárselo a la gente, a los lectores, les interesa, cosa que es bastante particular. Sobre todo, cuando tiene que ver con experiencias personales.
No es tanto una lectura solemne. Me acompaña Alejandro Bustos, que hace unas visuales con arena que son rarísimas, un poco las ensaya, pero tiene mucho de improvisación, de dibujar inspirado en lo que voy leyendo en vivo. Lo que tiene de lindo es que es efímero, eso no se puede hacer de vuelta. Y también me acompaña el Mono Hurtado, que toca el contrabajo y es una cosa bastante gótica. También proyectamos mucho fan art que la gente me suele dejar en mi Instagram, muchos dibujos de «Nuestra parte de noche», sobre todo, pero también de los cuentos. Incluso de mi cara, que es una cosa súper extraña, de fotos muy buenas de mi cara montada. Y se la tatúan, que es un delirio, porque mirá si el próximo libro les parece una porquería, ¡es una cara! No es que ponen “Mariana Enríquez”, que lo tapás con algo. No he muerto aún, me quedan unos cuantos años para escribir libros horrorosos que los decepcionen.
Hay una parte de charla con la gente, si se copan y tienen ganas de preguntarme cosas. A veces, les da timidez, porque la situación es un poco montada. Yo aprovecho, me gusta cambiarme de ropa, maquillarme, vengo del rock, de Bowie, del punk, estoy muy acostumbrada a hacer eso en la vida cotidiana. Entonces, no me da nada de vergüenza hacerlo sobre un escenario. No me importa que un escritor deba comportarse de otra manera, a mí me entretiene, me gusta y ya. Es medio raro porque estoy ahí, en el escenario, con un vestido de Merlina diciéndoles: “¿Tienen ganas de hablar conmigo?”. Pero ojalá se copen y podamos. A mí, lo oral me gusta, poder decir los cuentos en voz alta, tener esa comunicación que no solo sea el libro, ¿no? Que haya una instancia en el medio donde el autor no está tan distante de la gente que lo lee, porque a veces la literatura es una cosa que se escribe sola y después se lee sola también, y yo siento que falta algo ahí. Es una manera de tener otra comunicación.
—En tus libros, aparecen mucho los rituales. ¿Vos tenés alguno para salir a escena?
—Todavía no, pero porque lo hice una vez sola y no sé cuántas veces lo voy a hacer. Creo que los rituales, también ya en el nombre mismo está, tienen que ver con el hábito. La primera vez, no tuve tiempo de pensar en ningún ritual más allá de cruzar los dedos y decir: «Que salga bien, que salga bien». Pero fue una vez sola y no sé cuántas veces lo voy a hacer, no es que voy a andar de gira por los pueblos, ¿viste? Entonces, todavía no, pero depende de la cantidad de veces que suceda y si es posible que me surja un hábito. Por lo pronto, cambiarme la ropa tres veces, que es un número que me interesa. Lo pensé y dije: «Por ahí es una exageración de diva, pero son vestiditos». No es un ritual, pero sí una mini-cábala que me interesó sostener. Le dije a Paula, mi productora: «Me quiero cambiar tres veces acá también», y ella me dijo: «¿Tenés tres vestidos diferentes?». «¡Por supuesto!», le contesté. Eso sería lo único que, viniendo de una escritora, es absolutamente frívolo. Pero sirve para salir un poco del caparazón y es un momento en el que yo sé que hay mucha gente que me lee y que le gusta, y que me viene a pedir cosas, y me sirve. En vez de sentir que me pongo como en diva arriba del escenario, me sirve para relajarme, para reírme, no tomarme en serio, para estar en contacto con la gente, para relajarme en eso. Como para decir: «Bueno, no es la persona escribiendo sola en el altillo, sino es algo que está vivo, que es vital».
*Por Vir del Mar para La tinta / Imagen de portada: Ana Medero para La tinta.