Hacia una nueva política de drogas en Argentina: ¿qué hace falta?
Mientras el mal llamado problema de la droga copa el escenario político, las políticas punitivas y represivas se repiten en loop sin resultados positivos. A su vez, como síntoma del fracaso del modelo prohibicionista-abstencionista, emerge una reacción moral y conservadora que cala profunda y genuinamente en los sectores populares. Para cambiar el estado actual de frustración, hay que articular los sectores afectados por la política de drogas.
Por Ariel Parajón para Revista MATE
En febrero del 2022, tuvimos que atravesar el triste episodio del fallecimiento de más de 20 personas por haber consumido cocaína adulterada en la zona oeste del conurbano bonaerense(1). El año 2023 también comenzó con noticias movilizantes asociadas al campo de las políticas de drogas en Argentina.
En febrero de este año, las comunidades terapéuticas clandestinas fueron noticia nuevamente por privar de su libertad y aplicar castigos físicos a personas que atraviesan consumos problemáticos, colocando a muchos jóvenes en condiciones inhumanas y en situaciones de agresión permanente que, más que restituir, vulneraron los derechos de lxs usuarixs, reproduciendo gran parte de las violencias que padecían antes de iniciar «el tratamiento». A la par, se agudizaron los hechos de violencia en Rosario vinculados al narcotráfico. Ambos episodios colaboraron en ubicar al denominado problema de la droga en los principales titulares de los medios de comunicación, en los discursos de muchos referentes políticos y hasta en la población en general, como suelen reflejar muchas encuestas de opinión pública.
Por mencionar algunos ejemplos, en una misma semana, todos los medios de comunicación nacional transmitieron en vivo desde los barrios afectados por la “violencia narco” en Rosario. Su intendente denunció connivencia entre la policía, la Justicia y el crimen organizado, y luego se reunió con Horacio Rodríguez Larreta para recibir su apoyo. A la vez, el presidente de la nación, Alberto Fernández, tomó la decisión de involucrar a las Fuerzas Armadas en tareas de logística e ingeniería en la provincia de Santa Fe, además de enviar fuerzas federales. Luego, en la iglesia de Luján, firmó el compromiso impulsado por el padre Pepe (referente de los curas villeros), denominado “Ni un pibe menos por la droga”. Hasta la propia vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner se pronunció a favor de dicha consigna, reivindicando el trabajo de los curas y manifestando su preocupación por el rol del Estado para enfrentar el problema de la droga.
Finalmente, en los últimos días, se presentó un proyecto de ley bastante polémico para realizar controles de antidoping obligatorios a funcionarios públicos en los tres poderes del Estado, reforzando la estigmatización y discriminación a las personas que usan drogas, y violando el art. 19 de la Constitución Nacional que establece: «Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados».
En ese marco, la suma de ideas como “la lucha contra el narcotráfico”, “el problema de la droga” o “el flagelo de la droga” van generando un caldo de cultivo que empuja a consolidar como significante de la problemática a la sustancia y no a la política, a los objetos y no a lxs sujetos. Asimismo, dicho significante toma más fuerza y se coloca como universal de un campo de acción cuando logra vaciarse de contenido específico y representar muchas demandas en una sola consigna. Es ahí cuando las demandas particulares o sectoriales se universalizan para verse representadas en ideas como “guerra contra el narcotráfico” o “Ni un pibe menos por la droga”.
Des-compactando los pliegos del problema de la droga
Frente a este escenario, en las siguientes líneas, trataremos de descompactar los pliegos de la problemática, pensando qué hace falta para construir una nueva política de drogas.
No está de más aclarar que los interrogantes a continuación planteados están realizados desde el genuino respeto por personas, compañerxs, compatriotas, amigxs y familiares que atraviesan —o han atravesado— algún tipo de padecimiento vinculado al consumo de alguna sustancia o han sufrido alguna pérdida asociada a este tema. Especialmente, respecto a los sectores excluidos de la sociedad que son prioritarios para cualquier proyecto político que se pretenda popular.
En esta misma línea, vemos necesario realizar retórica y reflexivamente algunas preguntas. Frente a la consigna “Ni un pibe menos por la droga”, inmediatamente nos surge indagar: ¿por cuál droga? ¿Legales o ilegales? ¿Cuán real es que “lxs pibes se mueren por la droga”? ¿Qué estadísticas tenemos? ¿Son pibes solamente lxs que se mueren por la droga? ¿Se mueren por la droga (sobredosis, adulteraciones, etc.) o por las políticas de drogas (estigmatización, exclusión, falta de acceso al sistema sanitario, falta de prevención e información, etc.)? ¿Qué es lo problemático de estos consumos? ¿Es la sustancia o es el contexto? ¿Todxs lxs que consumen drogas se mueren? ¿Qué hacemos con lxs que consumen drogas, pero no tienen adicciones? ¿Hay otras formas de vincularse con las drogas?
En la misma semana, Cristina planteó en un video a los curas que el problema no se soluciona únicamente con la presencia de las fuerzas de seguridad, sino también con el Estado detrás de esas fuerzas de seguridad recuperando el territorio. Al respecto, nos preguntamos: ¿qué es lo que está adelante? ¿Qué es lo primero que se pone desde el Estado para atender la cuestión de las drogas? ¿Quién maneja las políticas de drogas? ¿Quién maneja los mercados de las drogas? ¿Cuál es el criterio para definir que una droga es legal y otra es ilegal? ¿Es un criterio sanitario? ¿Es un criterio jurídico? ¿Económico, moral o geopolítico?
En relación al aumento de la violencia en las barriadas populares, emerge la idea del avance del narco producto del retiro del Estado, de la precarización de la vida cotidiana, el aumento de la pobreza y el deterioro de prácticas comunitarias que históricamente organizaron la vida en sociedad(2). Frente a este escenario de avance de la denominada narco-estructura, surgen dos interrogantes: ¿cómo está conformada esa estructura? Si hubiera un comercio legal de drogas, ¿tendríamos los mismos problemas? ¿Y si, además de legal, fuera regulado por el Estado?
Si la guerra contra las drogas se hizo para prohibir las drogas y las drogas siguen existiendo, ¿es una guerra contra las drogas o contra las personas que usan drogas? ¿Puede haber un mundo sin personas que usen drogas? ¿Existió alguna vez un mundo sin drogas? ¿Cómo es la tendencia hacia el futuro respecto al consumo de drogas? ¿Es creciente o decreciente?(3) ¿Se puede revertir esa tendencia? ¿Cómo? ¿Hay más drogas ahora que antes?(4) ¿Hay más o menos consumidores/usuarixs?(5) Si aumenta permanentemente la cantidad de usuarixs y de droga circulante, ¿sirve un sistema que se propone prohibirlas a pesar de que no lo logre, sino que aumenta la cantidad y su complejidad? ¿Es lo mismo el usuarix que el narcotraficante? ¿Da igual si el mercado de las drogas lo regula el crimen organizado o las mafias a que lo regule la comunidad organizada a través del Estado, con un mercado legal y estandarizado?
Vale la pena preguntarse qué pasó en países donde se llevó a fondo la «guerra contra las drogas». De igual manera, amerita observar qué está pasando en la región con políticas que buscan otro camino. Probablemente, en la geopolítica de las drogas, podamos encontrar alguna de estas respuestas debido a la relevancia que tiene este tema para la política exterior norteamericana.
En otro texto, podremos discutir por qué las drogas son un problema, a la vez que no hay un problema de las drogas. Sin embargo, todas estas preguntas, que pueden resultar agobiantes, tienen dos objetivos principales: por un lado, dotar de complejidad las fichas de un rompecabezas que se suele simplificar y, por otro lado, politizar una problemática que aparece cristalizada en “la droga” como fetiche de la cuestión.
Etapa de transición y reacción conservadora
La crisis actual que vivimos respecto a las políticas de drogas no es casual. Parafraseando al gran cerebro italiano Antonio Gramsci, la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno, se verifican los fenómenos morbosos más variados.
Debemos reconocer que la transición hacia una nueva política de drogas no está exenta de marchas y contramarchas. Sin embargo, creemos que la tendencia es de avance con respecto a la hegemonía prohibicionista que dominaba hace 30 años atrás. En ese entonces, era inimaginable pensar en la posibilidad de hablar del paradigma de reducción de riesgos y daños, o de cannabis medicinal (menos aún, tener leyes que regulen su producción y acceso).
Este proceso transicional no sólo se vio empujado por el movimiento cannábico (amplio y heterogéneo) que habilitó la discusión sobre el uso de drogas (qué es terapéutico y para qué). También la pandemia puso de relieve los padecimientos de salud mental, sus implicancias y sus posibles respuestas. En ese contexto, han proliferado organizaciones que promueven estos debates sobre las formas de entender la salud mental y el abordaje de los consumos en clave comunitaria.
Sin embargo, resurge una reacción moral y conservadora, síntoma del fracaso de un modelo de abordaje de las políticas de drogas. Frente a esa crisis, aparecen espasmos retardatarios que se expresan en decisiones ineficaces como, por ejemplo, situar fuerzas de seguridad en las barriadas para luchar contra el narcotráfico (mas allá de que tenga eco en un reclamo legítimo de los sectores populares), insistir en el concepto de “droga” como variable independiente o en la búsqueda de una “ley de adicciones” separada de la Ley de Salud Mental.
Una pequeña digresión sobre esta ley: surge de un reclamo genuino de personas y familiares que demandan una asistencia que no se logra satisfacer. Sea como sea, está a la vista de todos que el sistema de atención en consumos problemáticos falla en eficacia y en eficiencia. Ni hablar cuando se trata de consumo en niñxs y adolescentes. Si todo consumo de drogas implica un riesgo, en el caso de este sector de la población, estos riesgos aumentan exponencialmente. No está de más aclarar que la abstinencia en esa etapa de la vida debe ser total. Lamentablemente, el transa no pide DNI, suelen decir por ahí.
Paradójicamente, la reacción conservadora convive con la regulación del cannabis, con la expansión del uso de psicodélicos para el tratamiento de ciertos padecimientos de salud mental y con los cambios en los marcos normativos de países como Uruguay, Canadá, varios estados de EE. UU., Nueva Zelanda y Portugal.
Ahora bien, en esas marchas y contramarchas a nivel nacional, ¿la Política —con mayúsculas— qué hace?
Una nueva política de drogas: la deuda de la clase política y de la democracia
En primer lugar, creemos que hay una falencia por parte de la clase política y los organismos públicos en la articulación de los sectores afectados por las políticas prohibicionistas. Para que la política avance, falta poner en una cadena de equivalencias distintos sectores sociales afectados:
– Personas con consumos problemáticos que no reciben atención adecuada desde el sistema de salud.
– Familiares de personas que atraviesan estas problemáticas.
– Barrios y comunidades preocupadas por la seguridad ante el avance del narcotráfico.
– Usuarixs de drogas que, sin manifestar un consumo problemático y siendo la gran mayoría de este universo —alrededor del 90% de lxs consumidorxs—, sufren efectos secundarios como la criminalización, falta de información, adulteración, etc., con las consecuentes saturaciones o complicaciones en el sistema sanitario.
– Personas presas o detenidas por plantar o cultivar la sustancia que consumen.
– Trabajadorxs del sistema de salud (tanto público como privado) que se ven saturadxs por la demanda y las frustraciones de no poder dar respuesta a una problemática que cada día se complejiza más.
– El gran número de causas por tenencia simple que sobrecargan las fiscalías y a lxs trabajadorxs del sistema judicial, limitando la eficacia de la Justicia.
– Las personas de la comunidad LGBTIQ+ que, en muchos casos, son doblemente estigmatizadas. Por usar o tener una sustancia por su orientación sexual o por su identidad de género. Sumado a que, en la mayoría de las instituciones de atención, no se trabaja desde una perspectiva de género y diversidad, excluyendo nuevamente a esta población.
– Diversos sectores productivos y económicos que también se ven limitados en el desarrollo de sus proyectos por las trabas y contradicciones normativas en materia de control de drogas.
Estos distintos sectores de la sociedad deberían encontrar un común denominador para poder integrar las discusiones parciales que tienen con respecto a las políticas de drogas, anudando luchas y demandas.
Para esto, creemos imprescindible convocar a los movimientos sociales que, preocupados por el avance del narcotráfico y por el aumento de los consumos problemáticos en las barriadas, han creado dispositivos comunitarios de eficacia en términos de accesibilidad para mucha gente que no llega al sistema de salud. Lo mismo con los curas villeros y de opción por los pobres que, desde una visión religiosa apoyada en determinados valores morales que algunos pueden no compartir para el abordaje en salud, también han logrado construir estrategias que restituyen los derechos de lxs más olvidadxs por el sistema.
Por otra parte, es necesario convocar al debate a quienes ven en el consumo de drogas una industria potable, como, por ejemplo, las cámaras empresariales y productores de cannabis, así como las clínicas que están haciendo ensayos científicos con psicodélicos. Estos actores deben formar parte del debate público, ya que, si los actores económicos no tienen cabida en la discusión, podría pasar que, en el futuro, sea el mercado y no el Estado el que imponga las condiciones para modificar la ley de drogas.
Es necesario aprender de los errores del pasado, ya que, en lugar de tener una legalización como fue la del tabaco o el alcohol, necesitamos una legalización con regulación controlada por el Estado en todos los eslabones de la cadena (cultivo, producción, distribución, comercio, difusión, acceso, etc.), debido que, al ser los consumos de drogas un asunto de salud pública, no pueden estar librados a los intereses del mercado.
Más allá de las opiniones parciales, la realidad demuestra que la contradicción normativa de ubicar al usuario de drogas como víctima y victimario, como enfermo y delincuente a la vez, daña la salud de las comunidades y vulnera derechos básicos con rango constitucional.
En ese sentido, la ley de drogas, hoy, es más una herramienta de control social sobre determinadas poblaciones que una disputa al poder creciente de las organizaciones criminales que regulan el mercado de las drogas a sangre, fuego y lavado de activos.
¿Qué actor de todos los afectados por la actual política de drogas puede estar de acuerdo con considerar al consumidor de drogas como un delincuente? Anteriormente, se pensaba que, atrapando al consumidor, se iba a terminar el narcotráfico. Pruebas al canto, esa idea, además de falsa, es un rotundo fracaso.
No se resuelven los consumos problemáticos con el código penal en la mano, se resuelven con techo, tierra y trabajo, como plantean los movimientos sociales, con un sistema educativo integrado a su comunidad, al igual que otros actores del territorio como los centros culturales y deportivos, y obviamente generando accesibilidad al sistema de salud cuando la persona lo requiera.
El camino es avanzar hacia procesos de despenalización de la tenencia para consumo personal de todas las sustancias, legalización progresiva de sus mercados y regulación estatal de los mismos, comenzando por el de cannabis para uso adulto, ya que cuenta con una base administrativa, logística y productiva de avanzada, producto de las normativas vigentes en materia de cannabis medicinal y cáñamo industrial. Sacarle el negocio al narco es también recuperar territorio —y mercados—, como dijo Cristina días atrás.
Urge la necesidad de quitar del ámbito penal algo que debe ser pensado desde el campo de la salud. Esto puede permitir volver más eficiente al Estado en todos sus planos, no solo en el ámbito sanitario, sino también en el ámbito judicial y de seguridad para que las fiscalías y la policía dejen de atender causas contra usuarixs y se dediquen verdaderamente a investigar el lavado de activos del crimen organizado.
En consecuencia, tanto los movimientos sociales como las iglesias, el movimiento cannábico, las organizaciones de derechos humanos, dispositivos de reducción de riesgos y daños, entre muchos otros que se ven afectados por las políticas actuales, deben ser convocados por el Estado para dialogar y encontrar un punto de acuerdo.
Si no se genera una discusión social fuerte, es difícil que la política se haga eco. Para que lxs legisladorxs, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial se sienten a discutir, tiene que haber una movilización de fondo. Los feminismos y el movimiento cannábico marcan ese camino; sin movilización social, no se va a cambiar el status quo.
Lamentablemente, los ritmos del debate político tienen otras velocidades y solo atienden el tema con respuestas aisladas o consignas vacías, ya que abordar la complejidad de este tema no pareciera redituar electoralmente. Por eso, hay que pensarlo en clave económica, sanitaria, de seguridad, jurídica, cultural y comunicacional, ya que implica una integralidad de los actores.
Separados y fragmentados los actores, puede pasar que el mercado marque el ritmo de los debates en las políticas de drogas, ocasionando más problemas, sobre todo en materia de salud, como vemos en el esquema de Marks.
Si la política es el arte de discutir los problemas sociales, tal vez el desafío pase por impulsar consignas o significantes que abracen y representen a más sectores afectados por las actuales políticas de drogas, y así construir los consensos necesarios para que la sociedad civil conmueva a una clase política carente de creatividad y convicción para hacerse cargo del asunto. De lo contrario, será difícil transformar la situación actual y las víctimas seguirán siendo mayoritariamente de los sectores populares.
*Por Ariel Parajón para Revista MATE / Imagen de portada: Revista MATE.
*Ariel Parajón es politólogo (UBA). Especializado en política de drogas (UNT). Docente de Geopolítica de las drogas (Derecho – UBA). Coordinador académico de la Diplomatura en Políticas e Intervenciones en Drogas y Derechos Humanos (Sociales – UBA). Maestrando en Salud Mental Comunitaria (UNLA). Integrante del Colectivo de Reflexión sobre los Consumos (Fundación Igualdad).
Referencias
Para más información, ver: Parajón A., Baez C., Barrio AL., Forlani RN., Díaz Menai SS., D’Agostino AM. et al. (2023) Cocaína adulterada con opioides en la provincia de Buenos Aires: análisis epidemiológico para pensar una nueva política de drogas. Revista Argentina de Salud Pública. Disponible en: https://www.rasp.msal.gov.ar/index.php/rasp/article/view/806/818
Será tema de otro escrito poner la lupa sobre cómo la crisis socioeconómica que se vive en los barrios opera como caldo de cultivo para generar la venta ilegal de drogas. En esa misma línea, también amerita mirar con atención cómo esta capilaridad de la economía informal en poblaciones excluidas y vulneradas se vincula con representación social de lo que implica «el transa del barrio». Sobre todo para lxs jóvenes que ven limitadas sus oportunidades para desarrollar un proyecto de vida integral.
Spoiler Alert: Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, 2022) se proyecta una suba del 11% en el número de personas que consumen drogas a nivel mundial para 2030.
Según la ONU, en 2019, se habían registrado 541 Nuevas Sustancias Psicoactivas.
A nivel global, según el informe presentado en junio de 2022 por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), se estima que cerca de 284 millones de personas de entre 15 y 64 años consumieron drogas en todo el mundo en 2020, esto significa un crecimiento del 26% respecto a la década anterior. Demográficamente hablando, el grupo poblacional de consumidores de drogas equivale al 5,6 % de la población mundial. Mientras tanto, este mismo organismo, en el año 2021, afirmó que alrededor de 36,3 millones de personas padecen algún tipo de trastorno por uso de sustancias (equivalente al 12 % de todos los usuarios). Esto implica que el consumo problemático de sustancias ilegales afecta al 0,4 % de la población mundial. (Fuente: UNODC, 2021).