Más allá de la torre de vigilancia
En tiempos de festivales, volvemos a preguntarnos qué queda del rock como fenómeno contracultural. No tenemos respuestas, pero acá estamos e insistimos.
Por Gabriel Montali para La tinta
Hace una eternidad, a principios de los ochenta, antes de que se convirtieran en megaeventos con una disposición similar a la de una góndola de supermercado –por aquí el stand metalero, donde se levanta tierra está el de los punks, más allá te podés llenar el carrito con indie pop y “bienvenidos al Mangueras Balbastro Rock Festival”, dice Tony Sorete–, y también mucho, pero mucho antes de los puestos de glitter, las gamerzones, las torres de merchandising y snacks, la birra remarcada al 600% del costo y la mersada de los espacios VIP, donde podés saborear a distancia el show de Las Pelotas sin riesgo a que se te pegue el olor a faso-chivo-tetra de los últimos fisuras del rock and roll, tres o cuatro pasados de rosca que ya son pieza de museo; mucho, pero mucho antes de todo eso y de que la totalidad del planeta adoptara la estructura y la temporalidad acuosa de un shopping, el señor Equis iba a los festivales que organizaba el Negro Luna en el anfiteatro municipal de La Falda.
Lo puedo imaginar, lo imagino, con sus jeans gastados y la panza levemente hinchada por los menús del comedor universitario: el recurrente vaivén entre el bife con arroz y los fideos con tuco. Lo puedo imaginar, lo imagino, haciendo dedo para ahorrar el pasaje en colectivo y poniendo en práctica algo que ya no siempre ponemos en práctica: hundirnos entre las capas tectónicas de un riff hasta formar con la música un único cuerpo; las manos libres de cualquier mediación entre nosotros y el escenario, que ahora ya no tendemos a mirar, sino a registrar y postear, con la ilusión de que alguien sepa que estuvimos allí cuando, en realidad, quizás estuvimos en otra parte.
Las cosas eran un poco distintas en los ochenta del señor Equis, cuando los festivales eran algo más que un par de horas de música y público. Asistir, estar, implicaba formar parte de un acontecimiento colectivo en el que se manifestaba, con ardor sulfúrico, la efervescencia de una falla, un error de paralaje; algo que supuestamente no podía suceder allí ni en ningún otro lugar.
Lo que ocurrió después se parece demasiado a unos versos de Elena Anníbali: “Estamos condenados a esta vigilia en que un mismo pájaro negro nos picotea los ojos detrás de un vidrio”.
En ese ínterin en el que el rock acabó amoldándose a los códigos de la mercancía, el señor Equis hizo lo que más o menos hacemos todos: se recibió de contador, se hizo cargo del negocio de sus padres, se casó, tuvo hijos. Se habrá preguntado más de una vez por el chico de veinte que iba a los festivales y habrá dudado sobre si acaso esos años no fueron los mejores, los más genuinos, para luego burlarse con una risa seca de sus preguntas y sus dudas, como hace Beck en esa escena sublime del disco Sea change en la que dice: “No tenemos nada de qué preocuparnos: la vida va hacia donde va; tan rápido como una bala disparada desde una pistola vacía”. Y también es probable que alguna noche, en la llanura vertical de la cama, se haya despertado temblando después de soñar que algo o alguien lo empujaba hacia la oscuridad de un pozo y que se precipitaba en cámara lenta en una caída de esas que paralizan el corazón.
Ya no recuerdo exactamente cuándo fue, pero una tarde de sábado, del año 97 o 98, el señor Equis llamó a la casa de mis padres para pedirme que lo fuera a visitar. “Tengo que darte algo”, me dijo. Mi madre le había contado que me estaba enganchando con el rock y que me había comprado mi primer disco: el memorable álbum debut de Spinetta y los socios del desierto. Me recibió con la mirada pícara de alguien que sabe que está por entregarte una bomba. Lo esperé sentado en el sillón del living, con el ímpetu de mis quince años desbordando de curiosidad mientras lo veía revolver los cajones de un armario. “Acá está”, dijo, y me entregó un CD con canciones de Jimi Hendrix. Era un compilado de hits que una revista acababa de publicar en homenaje al Messi de la guitarra. La tapa lo mostraba a Hendrix en una de las célebres imágenes de Woodstock: los ojos cerrados, la boca abierta en éxtasis, la camisa amarilla estampada con flores blancas y rosadas.
Dichoso momento aquel en el que comprendés que la música suele tener la propiedad de una epifanía. De algún modo, nos hace lenguaje, porque nos permite nombrar algo que, hasta entonces, no éramos capaces de describir.
Volví a casa prometiéndole al señor Equis que luego le iba a contar qué me había parecido el disco. Como no podía ser de otra manera, la lista de canciones comenzaba con esa brutal versión de “All along the watchtower” con la que Hendrix reinventó a Bob Dylan, en uno de los pocos episodios en los que un cover le sacó cuatro cuadras de ventaja a la versión original. Es más, al hacer suya esa canción, es probable que Hendrix haya sellado, de una vez y para siempre, las características del género: porque hay que escuchar esos riffs, el wha-wha psicodélico, la historia de un personaje que quiere escapar a la mirada de una torre de vigilancia, la potencia de los primeros versos: “There must be some kind of way out of here / Said the joker to the thief”.
Mucho más tarde, entendí que, además de convertirse en mi Maestro Po, el sensei que guía los pasos de David Carradine en Kung Fu, el gesto del señor Equis tenía otro significado: ese disco también era una prueba de la temprana jubilación del rock como fenómeno contracultural, ya que todo compilado, en cierta medida, es un certificado de envejecimiento.
El señor Equis, por cierto, ya no es el señor Equis. Ya no estará para comprobar qué otro género tomará o estará tomando esa posta: cuál será la banda sonora de los pibes que quieran huir de la torre de Mordor.
¿Estaré yo? ¿Estaremos nosotros?
*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: A/D.