Los ataques programados y los límites de la democracia brasileña
Los atentados del 8 de enero contra edificios del gobierno, en Brasilia, son un reflejo de la inestabilidad alimentada por las fuerzas de seguridad y actores políticos relevantes con los que el gobierno deberá enfrentarse para ensayar algún nivel de normalidad democrática en el país.
Por Ana Dagorret, desde Brasil, para La tinta
El tercer mandato de Luiz Inácio Lula da Silva se inició de forma violenta. A pocos días de la asunción del presidente electo, un grupo de fanáticos bolsonaristas encabezó la invasión y destrucción de varias dependencias gubernamentales para expresar su rechazo al ingreso del ex dirigente sindical y del Partido de los Trabajadores (PT) nuevamente al poder. Debido a las características del atentado, las investigaciones sugieren que hubo participación de agentes de seguridad y de militares, lo cual hace de los acontecimientos una situación aún más grave.
Las imágenes difundidas del asalto a la Plaza de los Tres Poderes el pasado 8 de enero generaron impacto por la violencia, pero no precisamente por la sorpresa. Desde el 30 de octubre de 2022, fecha en que el resultado de la segunda vuelta electoral determinó la victoria de Lula sobre el entonces presidente y candidato a la reelección, Jair Bolsonaro, miles de personas en todo el país salieron a las calles a expresar su disconformidad.
Influenciados por la catarata de noticias falsas sobre un supuesto fraude nunca comprobado, los y las manifestantes se instalaron en la puerta de los cuarteles militares en varios puntos del país para exigir a las Fuerzas Armadas que iniciaran una intervención militar. Lejos de disolverse, estas manifestaciones se sostuvieron hasta el mismo 8 de enero, cuando varios de los implicados fueron detenidos y las fuerzas de seguridad comenzaron a desmantelar los campamentos que sostenían los bolsonaristas.
La participación de agentes de seguridad en los atentados, comprobada por las imágenes y por declaraciones de miembros de las Fuerzas Armadas, dan cuenta de un fenómeno que se agudizó en los últimos años. Tanto el discurso acerca de la corrupción de los gobiernos del Partido de los Trabajadores, que se hizo eco en la opinión pública desde 2013, como la fuerte impronta anticomunista que prima dentro de las policías y las fuerzas militares explican -en parte- este apoyo a los hechos antidemocráticos.
Además de estas ideas, existe hacia dentro de las fuerzas castrenses y de seguridad cierto consenso acerca del rol que los militares deben ocupar en la sociedad y en el imaginario popular brasileño. Según explica el doctor en Historia social y profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro, Adriano de Freixo, en su ensayo Los militares y el gobierno de Jair Bolsonaro: entre el anticomunismo y la búsqueda por el protagonismo, prima la idea y el deseo en los cuarteles de devolver a los militares un rol más protagónico en la vida política brasileña.
Según Freixo, existe “el deseo, implícito o explícito, de los militares de recuperar prestigio, este último relacionado con la idea de que los militares deben recibir un mayor reconocimiento y, en consecuencia, trato diferenciado -en un momento de crisis de democracia formal y representación política en Brasil y en todo el mundo–”.
Con Bolsonaro en el poder, las Fuerzas Armadas lograron obtener ese reconocimiento, no solo con la conmemoración de fechas clave -como el aniversario del último golpe de Estado, que contó con celebraciones y menciones especiales por parte de la cúpula militar y del mismo gobierno en los últimos cuatro años-. También consiguieron mejoras en sus salarios, beneficios en las jubilaciones y cargos muy bien remunerados en el Ejecutivo, al punto de que hubo más militares en el poder durante la gestión de Bolsonaro que durante la última dictadura militar.
La derrota del entonces mandatario en las elecciones de octubre de 2022 se convirtió en una derrota también del proyecto político de los militares. El chantaje y las provocaciones que agentes de las Fuerzas Armadas vienen llevando adelante contra las autoridades gubernamentales tienen que ver con la frustración producto de esa derrota, así como también con las expectativas generadas por las recurrentes amenazas de golpe y la posibilidad de una vuelta al poder.
Si bien se sabe, desde antes de las elecciones de 2022, que no había en Brasil un clima propicio para un golpe de Estado que instalara un gobierno militar, por parte de los militares que acompañaron de cerca a Bolsonaro en su campaña, y posteriormente a su derrota, nunca se abandonó completamente la idea. El motivo es claro: tanto la permanencia de las protestas antidemocráticas frente a los cuarteles como la pasividad para desmantelar esos campamentos mostraron una ventana de posibilidad para la instalación del caos, lo cual sucedió finalmente el 8 de enero.
Si bien no se trató de una victoria, también es cierto que no se puede hablar de una derrota de estos movimientos. Con más de 1.500 prisiones decretadas contra los terroristas que asaltaron los edificios del gobierno, aún existen focos de resistencia en diferentes ámbitos políticos y militares, al tiempo que se hace clara la impunidad con la que, desde ciertos sectores de las Fuerzas Armadas, se pone en duda el carácter antidemocrático de estos atentados.
La decisión de Lula de despedir al general Júlio César de Arruda del comando del Ejército busca comenzar un proceso de desarticulación de esas resistencias. El propio Arruda llegó a oponer resistencia a la detención de terroristas alojados en el cuartel general del Ejército en Brasilia durante los hechos del 8 de enero.
Con la medida, el presidente busca hacer valer su autoridad en respuesta a los intentos de insubordinación, lo cual, hasta el momento, no fue contestado por parte de los militares. Además de la salida de Arruda, Lula despidió a unos 150 militares que ostentaban cargos dentro del Palacio de Gobierno. Estas medidas representan pasos importantes, teniendo en cuenta que existen más de 1.200 uniformados trabajando en cargos comisionados en la presidencia de la República, con lo cual se trata, sin dudas, de un proceso que será tan demorado como difícil.
La falta de condiciones políticas para dar real pelea a los focos golpistas pone en evidencia un hecho clave: lo que se busca es ponerle límites a la voluntad popular para impedir el desarrollo democrático pleno y, con ello, establecer las condiciones para imponer la voluntad de las elites y grupos económicos. Con menos de 100 días en el poder, el gobierno de Lula ya se enfrenta a lo que serán los principales escollos para el desarrollo de su gestión en los próximos cuatro años.
*Por Ana Dagorret para La tinta / Foto de portada: Ueslei Marcelino – Reuters.