Colombia: ¿el retorno de las estrategias de terror para el despojo territorial?
Lxs colombianxs se encaminan a las elecciones presidenciales de finales de mayo en un país donde la violencia estatal y paramilitar no para de crecer.
Por Jessica García para La tinta
La violencia y la resistencia
En los cuatro meses que van de 2022, se ha producido un gran incremento de la violencia en algunas regiones de Colombia. De acuerdo a Indepaz, 61 líderes y lideresas sociales han sido asesinadxs entre enero y abril de este año, de quienes más de la mitad eran líderes indígenas o comunales. El departamento del Cauca encabeza la lista con el mayor número de líderes asesinados en este período. Asimismo, 136 personas han sido víctimas de 37 masacres cometidas en 2022. La última se produjo el 30 de abril en Bolívar, Cauca.
Estos asesinatos de líderes y lideresas sociales, junto a las masacres y amenazas, tienen un objetivo claro: romper el tejido social de las comunidades, someterlas a la voluntad de los grupos armados que hacen presencia en el territorio y forzar el abandono de sus tierras.
Por ejemplo, el 14 de enero pasado, Guillermo Chicana, miembro de la guardia indígena Nasa del resguardo Las Delicias, ubicado en el municipio de Buenos Aires (norte del Cauca), se convirtió en el primer líder indígena asesinado de este año. De acuerdo a Indepaz, solo en el Cauca, entre noviembre de 2016 y abril de 2022, 299 líderes/as han sido asesinadxs. De lxs 299, más de la mitad (157) eran indígenas.
Dos meses después, y el día posterior a las elecciones legislativas nacionales, el 14 de marzo, fue asesinado José Miller Correa, consejero de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca Thu’tenas, en la ciudad de Popayán. El Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) afirmó que se trató de un “crimen político”, una retaliación por el liderazgo que ha dado el movimiento indígena caucano. Unos días antes, Miller había sido amenazado a través de un panfleto firmado por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).
Posterior a este crimen político, sobre el cual no hay ninguna respuesta por parte de las instituciones estatales, el pasado 28 de marzo, en un operativo militar en Puerto Leguízamo (Putumayo), 11 personas fueron asesinadas por el Ejército colombiano, todxs ellxs identificadxs como campesinxs por organizaciones de la sociedad civil. Un mes después, el ministro de Defensa, Diego Molano, sigue en su cargo al igual que el general Eduardo Zapateiro, comandante del ejército colombiano.
Al mismo tiempo, en Bogotá, el centro del poder político colombiano, unas 2.000 personas provenientes de 15 pueblos originarios, y víctimas del conflicto armado, se han declarado en Minga permanente en el Parque Nacional, en un ejercicio de solidaridad y resistencia frente a la ausencia constante de respuesta por parte del Estado colombiano. Asimismo, el Congreso de los Pueblos (un movimiento social que reúne a numerosas organizaciones de base alrededor del país) organizó una gran movilización en Bogotá y declaró a finales de abril la emergencia humanitaria ante la grave crisis que afecta a los territorios más golpeados por el conflicto armado. Esta toma pacífica del parque, junto a las movilizaciones en reclamo de respuestas, son una muestra del ejercicio de resistencia que estos pueblos están dispuestos a encabezar, pero también de la magnitud que puede adquirir la indiferencia gubernamental frente a la vulneración sistemática de derechos fundamentales.
¿Cuál es el resultado de esta violencia constante? La ruptura del tejido social y el desplazamiento forzado. Por ejemplo, desde noviembre pasado, al menos tres comunidades negras y una comunidad indígena de la Cuenca Baja del río Calima, en la zona rural de Buenaventura, han sido completamente desplazadas de su territorio. Solamente entre enero y noviembre de 2021, al menos 72.300 personas fueron forzadas a desplazarse en 159 emergencias masivas, de acuerdo a la Oficina de Naciones Unidas para Asuntos Humanitarios (OCHA). Esto representa un incremento del 196 por ciento en el número de personas desplazadas en comparación con el mismo periodo de 2020, siendo los departamentos que componen la región Pacífico los más afectados.
Estas estadísticas ponen de manifiesto que las estrategias de terror utilizadas para lograr el despojo territorial están dando sus resultados y que el Estado no está haciendo absolutamente nada para evitarlo. Sin embargo, como lo muestra la toma del Parque Nacional, las comunidades también seguirán elaborando nuevas estrategias de resistencia para permanecer en sus territorios.
El silencio del Estado
El retorno de las estrategias de terror es claro, como también que las comunidades seguirán resistiendo tanto como sea posible para defender sus territorios ancestrales. Pero quedan varias preguntas sin responder: ¿quiénes son lxs responsables detrás de estas acciones? ¿Cuál es el objetivo del despojo territorial? ¿En qué contexto político se producen estos hechos de violencia? ¿Cuál ha sido la respuesta del Estado colombiano?
En cuanto a las primeras dos preguntas, no tenemos una respuesta porque no ha habido ninguna investigación al respecto y ni siquiera uno de los asesinatos y masacres cometidas en lo que va del año en curso se ha esclarecido. Si bien hay grupos armados ilegales presentes en cada uno de estos territorios y existe una disputa entre estos grupos por controlarlos, no podemos responder con claridad cuál es el objetivo del despojo territorial. ¿Es solamente la ubicación estratégica de algunos territorios y el tráfico de cocaína la razón principal del despojo, como sucede en la zona rural de Buenaventura? ¿O hay otros intereses detrás de la confrontación armada? ¿Hay recursos naturales tan valiosos que algunxs estarían dispuestxs a desplazar a su población para explotarlos a gran escala?
No podemos responder a estas preguntas, pero las instituciones del Estado colombiano deberían poder hacerlo. Sin embargo, la respuesta del Estado no ha ido más allá de la militarización y la mirada indolente frente a la violencia ejercida contra la población civil. Ninguno de estos asesinatos fue esclarecido ni se conoce quién está detrás de cada uno de ellos. Pero, ¿qué respuesta se puede esperar de un gobierno que sigue manteniendo en sus puestos a los más altos cargos del Ministerio de Defensa, responsables de la operación militar llevada a cabo en Putumayo donde 11 personas resultaron muertas por las mismas fuerzas militares que tienen como mandato proteger a la población civil?
Desde la llegada de Iván Duque a la presidencia, la militarización de algunos territorios no ha hecho más que crecer. Basado en su política “de paz con legalidad”, amplió la presencia militar en estos territorios sin más resultados que la creciente violencia que acabamos de mencionar y las violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario por parte de esas mismas fuerzas armadas, como ha quedado claro en la represión llevada a cabo durante el paro nacional de 2021 y la masacre cometida en Putumayo, mencionada al principio de este artículo.
El contexto electoral
¿Cuál es el contexto político en el que se produce este crecimiento de la violencia contra la sociedad civil? Es un escenario de comicios nacionales, en un país donde la violencia electoral constituye, tradicionalmente, un mecanismo más de competencia. En los días previos a las elecciones legislativas del 13 de marzo, PARES denunció la creciente violencia electoral y destacó que los hechos más graves estuvieron representados por los ataques contra candidatxs a los curules de paz, que tienen como finalidad representar a las víctimas del conflicto armado y que son el resultado del Acuerdo de Paz firmado en 2016. La elección de esos curules estaba limitada a las regiones más afectadas por el conflicto armado.
Sin embargo, la conflictividad armada entre diferentes grupos sigue presente en los territorios y la misma no ha hecho más que incrementarse en este contexto electoral. Un claro ejemplo ha sido el asesinato del líder indígena del Cauca el día posterior a los comicios de marzo, así como las amenazas contra candidatxs a los curules de paz y las restricciones para ejercer libremente el derecho al voto.
No obstante, en las elecciones legislativas, una coalición de centroizquierda, el Pacto Histórico, obtuvo la mayor cantidad de votos en la Cámara de Representantes y en el Senado, así como también la mayor participación en las elecciones primarias presidenciales. Justamente, en estas elecciones primarias, quedaron en la fórmula presidencial del Pacto Histórico Gustavo Petro –ex alcalde de Bogotá y actual senador por Colombia Humana- y Francia Márquez -lideresa social negra del norte del Cauca-. La llegada de Márquez constituye un hito histórico, pues no solo se trata de la primera mujer negra que podría convertirse en vicepresidenta del país, sino que se trata de una defensora del medio ambiente, proveniente de movimientos de base de una de las regiones más afectadas por el conflicto armado, como es el suroccidente colombiano, donde más líderes y lideresas han sido asesinadxs en lo que va de 2022.
Seguir resistiendo
¿Cuál es la conclusión ante esta situación? Queda más que claro el retorno de las estrategias de terror para el despojo territorial, que afecta en mayor medida a las comunidades indígenas, negras y campesinas, que históricamente luchan por la defensa de territorios colectivos y resisten a la instalación de grandes proyectos extractivistas, cuyo único interés es llevarse las riquezas de dichos territorios, dejando solo contaminación y destrucción. También es claro que las comunidades continuarán organizándose para resistir frente a estas estrategias y, más temprano que tarde, sabremos quiénes están detrás de estos intentos de despojo territorial.
Sin embargo, en el corto plazo, cabe preguntarse cómo será la situación de las comunidades rurales en el próximo mes, previo a las elecciones presidenciales, pero también cómo será la situación una vez que sepamos quién será el nuevo presidente de Colombia. ¿Se reducirá o se incrementará la violencia en los territorios? ¿Habrá una respuesta diferente por parte del Estado hacia las comunidades desplazadas? ¿Habrá una respuesta más allá de la militarización? ¿Habrá garantías para la permanencia en el territorio o continuará el despojo? ¿Habrá un respeto efectivo de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario por parte de los grupos armados legales e ilegales presentes en el territorio? ¿Habrá finalmente una respuesta del Estado a los reclamos de su pueblo? No lo sabemos. Solo resta esperar y seguir acompañando a las comunidades y organizaciones que defienden sus territorios ancestrales, y que seguirán haciéndolo, independientemente de quien llegue a la Casa de Nariño.
*Por Jessica García para La tinta / Foto de portada: Sebastián Maya – Getty Images.