Reinterpretando, una vez más, los discursos autoritarios
En pleno auge de los lenguajes exaltados y rápidos para el insulto, volvemos a plantear algunas preguntas fundamentales: ¿qué son los discursos autoritarios? ¿Cómo los podemos definir y distinguir? ¿Por qué tienen tanta vigencia?
Por Mariel Glitabon para La tinta
Comencemos con una anécdota. En 1984, Borges publica Atlas, su propio mapa del mundo. Un texto que podemos considerar como un libro de viajes. En parte, porque reúne poemas, cuentos y ensayos que están “inspirados” en los múltiples viajes que el autor realizó a lo largo de su vida (y empleo comillas porque, con Borges, nunca podemos saber, en concreto, dónde acaba lo biográfico y dónde comienza la ficción: esas excusas que fabulaba para poner en marcha su mecanismo narrativo). Y en parte, también, porque el eje de las pequeñas piezas que lo componen es un rasgo característico del género: el viaje como una experiencia que nos transforma, que nos cambia para siempre al revelarnos algo que desconocíamos sobre esos territorios y las personas que los habitan. Una experiencia que supone, por lo tanto, nuestro desplazamiento por una geografía y, asimismo, un movimiento hacia el fondo de nuestro ser. Porque el verdadero viaje es siempre un viaje al interior, en la medida en que aquello que es puesto en entredicho, por las revelaciones, es nuestra propia mirada, nuestra propia manera de ver el mundo.
El quijotesco coronel Mansilla con los Ranqueles. Arlt con las aguafuertes del Paraná. Leila Guerriero con los suicidas del fin del mundo. Y Borges, en este caso, con el desierto.
La anécdota en cuestión es la siguiente. Borges está de visita en Egipto, recorriendo uno de los valles en donde se levantaron las pirámides. Aunque no hay precisión de fechas, el relato nos hace suponer que hace ya mucho tiempo que se quedó ciego. Pero ello, claro está, no le impide sentirse maravillado por el paisaje (de paso, entremos también nosotros en éxtasis, imaginando cómo Borges imagina aquello que no puede ver y que la ceguera le obliga a inventar). Manteniéndose en pie con la ayuda de su bastón, el viejo Borges reconstruye la vasta llanura, apenas interrumpida por las pirámides; los colores ocres y amarillos de la arena, en contraste con el azul del cielo. Y está absorto en ese ejercicio de invención, en esa necesidad de crear un paisaje para hacerlo suyo, cuando su cuerpo realiza uno de esos movimientos que todos hacemos de manera inconsciente. Guiado, quizás, por una fuerza enigmática (la fuerza de ese otro que nos habita y que nos lanza hacia nuestros deseos, antes de que podamos verbalizarlos), el viejo Borges se inclina, toma un puñado de arena y se ríe como un chico al dejarlo caer, poco a poco, mientras nota cómo el viento arrastra los granos hacia cualquier parte. Entonces, sucede la revelación que lo deja pasmado: “Estoy modificando el Sahara”, dice y agrega: “El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas”.
Si la anécdota cifra una clave vital, la máxima experiencia de extrañamiento que podemos llegar a vivir, es porque nos recuerda que solo podemos poseer las cosas cuando las modificamos o, bien, cuando intervenimos en ese caos que es lo real (representado en el texto por la disposición aleatoria de la arena en el desierto) para otorgarle un orden a la materia desde un punto de vista determinado. Quizás exista un mecanismo secreto detrás de ese despelote. Pero si existe, sencillamente nos es inaccesible: lo real es algo exterior a nuestra subjetividad y nuestra subjetividad es el límite de nuestra conciencia. Vivimos dentro de ella como si fuera una cárcel. Pero, vaya paradoja, es esa cárcel o, para ser más preciso, es esa mediación entre el ser y las cosas lo que nos permite pensar, imaginar, interpretar y, en definitiva, vincularnos con lo real.
El pillo de Borges nos dijo más de una vez, de distintas maneras, que, en el fondo, todos estamos ciegos, porque cada uno de nosotros necesita inventar una ruta (o disponer un orden, no aleatorio, de la arena en el desierto) para desplazarse por el laberinto de la existencia.
La cultura, la ideología y la identidad nos ayudan a componer ese mapa arbitrario. Un mapa que cambia según la época, el país, la clase social, el género y tantas otras variables que nos constituyen. De modo que si el extrañamiento, ese fallo en la Matrix, es para Borges una experiencia imprescindible, lo es precisamente porque interrumpe el artificio de nuestra subjetividad para devolvernos a la intemperie. Es decir, porque nos recuerda que la totalidad de nuestro ser es una forma de la ficción: una máscara que nos hace olvidar, de manera transitoria, que el laberinto en el que vivimos no tiene salida.
De ahí que sea esa clase de vivencias lo primero que los discursos autoritarios se arrancan de sí, sepultando en el olvido todo aquello que conmueve nuestra estructura o, mejor, todo aquello que pone en entredicho nuestras convicciones, el permanente acting de Stand up que somos los seres humanos.
En ese sentido, lo que distingue a estos discursos, según Alain Badiou, es que omiten su condición de “semblante”, de puesta en escena. En efecto, el autoritario rechaza que exista el caos. El universo, desde su perspectiva, tiene un orden indiscutible y ese orden, que ya no es secreto, está constituido por sus creencias y sus convicciones. Porque, ante todo, el autoritario es un sujeto que está completamente seguro de haber encontrado el aleph. Es más, el aleph es él. Y no le vengan con que esa figura es un cuento: “El hombre es macho, los troskos le hacen el juego a la derecha, Macri es el único representante del neoliberalismo y el peronismo son setenta años de vagancia y corrupción”.
Más que aspirar a la totalidad, su discurso se asume como totalidad indudable. Una totalidad que podemos reconocer en estos principios.
Primero, los discursos autoritarios no dependen del pelaje ideológico. Es decir, no dependen de si ponemos la firma en el socialismo, el peronismo o el republicanismo. De hecho, uno puede jactarse de ser un sujeto lampiño-democrático (un sujeto sin bigote estalinista o flecos de gorila) y, al mismo tiempo, querer con el alma que la mitad más uno de los ciudadanos y ciudadanas que se identifican con otro partido, otra religión, otro género o que pertenecen a otra clase social desaparezcan automáticamente de la tierra.
En segundo lugar, se trata de discursos que pueden ser la consecuencia de una cultura autoritaria: en la Argentina, por ejemplo, todos los signos políticos, de izquierda a derecha, adscriben en algún punto a una idea de totalidad, en tanto tienden a definir al adversario no como alguien que debe poseer los mismos derechos que el resto, sino como un enemigo con el que solo puede mediar un vínculo de confrontación. Pero, a su vez, las circunstancias históricas también son capaces de contribuir a la emergencia de estos discursos. Es lo que ocurre en el presente de degradación social que transitamos, en todo el planeta, debido tanto a la ineficacia del neoliberalismo para resolver varios asuntos urgentes (empobrecimiento, concentración de la riqueza, crisis climática y creciente sensación de ausencia de futuro) como también, en simultáneo, a la termocracia a la que nos empujan los algoritmos, que recortan la diversidad del universo a la medida de nuestros gustos.
Finalmente, lo más importante: el discurso autoritario es, en esencia, un discurso policial. Como no admite dudas, ya que, de hacerlo, se negaría a sí mismo (la duda, convengamos, no se lleva bien con las aspiraciones a la totalidad), el sujeto convencido se ve obligado a perseguir y a reprimir cualquier discurso que exponga su carácter arbitrario. De modo que hay garrote para quien no comulga con sus ideas, pero también hay garrote para el simpatizante que tiene alguna objeción; a punto tal que las discusiones y toda posibilidad de asumir una perspectiva diferente quedan ilegalizadas. “O estás con nosotros o sos parte del enemigo”, dice el sujeto autoritario.
Por eso, sus modales son estridentes, de pasión fervorosa que se grita. Porque, al no poder suprimir con argumentos a quien expone su máscara, el convencido necesita recurrir al garrote para mantener impolutas sus ideas, revelando que nadie se coloca la camiseta de la convicción sin ponerse, al mismo tiempo, la gorra del policía.
Y ya que estamos, repitamos como mantra: no hay afuera del neoliberalismo si no rompemos con los discursos de pensamiento único; o mejor: no hay afuera del autoritarismo si no rompemos con la aspiración a la totalidad.
Nos toca asumirnos como lo que verdaderamente somos: sujetos parciales, en tensión con otros sujetos parciales.
Todos unidos por el genoma de la ceguera. Y muy de vez en cuando, por la conmoción del extrañamiento.
*Por Mariel Glitabon para La tinta / Imagen de portada: UNSAM.