Banalizar la guerra

Banalizar la guerra
7 marzo, 2022 por Gabriel Montali

Por Gabriel Montali para La tinta

En estos días, a raíz de la guerra en Ucrania, el escritor Carlos Gámez Pérez recordó, en sus redes sociales, una de esas frases que todos quisiéramos escribir. El autor es Franz Kafka, que la apuntó en uno de sus diarios en 1914: “Hoy Alemania le ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”.

Parece la expresión de un cínico; pero no es esa la intención del escritor checo. En realidad, sus palabras remiten a un truco literario. Kafka juega con el efecto de golpe de nocaut que a veces logran los ejercicios de sugerencia, aquello que el viejo Hemingway denominó como la teoría del iceberg, y que consiste en mantener oculto el núcleo de una historia o lo que en verdad queremos decir, porque lo que callamos, si el truco sale bien, gana una potencia que trasciende las posibilidades representativas del lenguaje.

La frase de Kafka, en ese sentido, omite toda expresión de sentimientos o valoraciones sobre la guerra, precisamente para que dimensionemos la carga brutal de dolor y destrucción que anuncia su silencio. Por eso, en este caso, el truco funciona. Porque lejos de un simple juego de artificio, Kafka calla lo principal para hacernos entender que estamos por vivir un hecho inenarrable, algo para lo que no hay palabras ni en esta tierra ni en la tierra media de Tolkien ni en ninguno de los cientos de planetas que imaginó George Lucas en el universo de Star Wars.

Mucho más que cualquier otro acontecimiento, sobre todo desde 1914 en adelante, frente a la guerra estamos desnudos, porque la guerra desborda nuestra capacidad para pensar y sentir el escenario en el que estamos inmersos. La guerra nos transforma en conciencias que, como nunca antes, se hacen conscientes no sólo de la fractura que existe entre lo que vemos –el big bang de las bombas, las chapas retorcidas, el humo negro, los cuerpos mutilados, los gritos, la sangre, las sirenas– y nuestras facultades para interpretar esas imágenes, sino también de nuestras limitaciones para vivir en carne propia el sufrimiento ajeno.

El video que circula, desde hace días, en el que vemos a una viejita ucraniana insultando a un soldado ruso y regalándole semillas de girasol para que las lleve en su bolsillo y que florezcan sobre su tumba, si acaso le toca morir, sintetiza todo aquello que nos queda por decir cuando intentamos descifrar lo que sucede en estos momentos en Europa.

Ni siquiera la ficción puede agotar ese sinfín de sentidos, esos puntos de fuga que escapan incluso a la lucidez del mejor analista.

Sin embargo, no sólo por esto la frase de Kafka es genial. Además de anticipar las reflexiones de Walter Benjamin sobre los soldados que volvían enmudecidos de las trincheras, el escritor checo nos da a entender, también mucho antes que Eric Hobsbawm, que aquella tarde de 1914 marcó el inicio del siglo XX.

Y aquí seguimos. 

Puede que la invasión rusa nos abra a un nuevo período histórico, quizás peor que el anterior. Pero lo que sabemos, hasta ahora, es que el siglo XX ha vuelto a ser ese tiempo zombi que nos persigue. Aún tenemos sus manías: su nacionalismo, su materialismo, su xenofobia, su obsesión imperialista.

También tenemos su facilidad para la demagogia. Porque aunque es cierto que Estados Unidos tiene su parte de responsabilidad en los hechos, entre otras cosas por su intención de arrebatar a Rusia sus antiguas áreas de influencia e impedir que se consoliden sus vínculos políticos y comerciales con el resto de Europa, no es su ejército, en este caso, el que bombardea la incómoda soberanía ucraniana.

Incluso haríamos bien en preguntarnos si acaso no es Putin quien aprovechó el avance occidental para dar rienda suelta a sus aspiraciones expansionistas. Y asimismo, ¿no resulta lógico que Ucrania o Finlandia quieran ingresar a la OTAN por una cuestión de resguardo frente al poder, y los intereses, de la potencia vecina, sobre todo si tenemos en cuenta la historia de atropellos que han sufrido esos países a manos del autocratismo ruso?

Como dijo el escritor Santiago Alba Rico: “La OTAN es dañina para Europa y para el mundo. Todos los días del año son buenos para manifestarse contra ella; todos, sí, menos estos”.

Por eso las manifestaciones que cargan las culpas exclusivamente sobre los delirios estratégicos norteamericanos –olvidando que la guerra en Ucrania estuvo precedida, en Rusia, por la represión de toda crítica a los delirios imperialistas de Putin y por las masacres que su ejército llevó a cabo en países que no movilizan el amperímetro moral de occidente–, comparten con las manifestaciones pro-norteamericanas una misma doble moral y un mismo desprecio por las poblaciones que sufren las consecuencias del conflicto.

Y comparten, además, la ingenuidad de creer que en Ucrania se está produciendo un choque entre proyectos políticos antagónicos, es decir, entre dos modelos de sociedad diferentes. Curiosa nostalgia de guerra fría en un momento en el que resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, que no parece tener límites ni alteridades ni siquiera en Rusia y en China.

Precisamente, los mejores análisis del conflicto son los que dan cuenta de la invasión como un triunfo de los intereses maximalistas de las potencias y sus elites políticas y económicas. Es el retrato de un mundo en disputa que vuelve a reunir las dos líneas argumentales de la película de terror que sembró pánico entre las décadas de 1930 y 1940: el abandono de la diplomacia en la puja por los mercados, sobre todo los relativos a la energía y las commodities, con la pulseada por ver quién le vende combustibles a Europa como escena principal de una película que apenas comienza; y el regreso del supremacismo racial sustentado en las endebles bases étnicas y culturales de siempre, argumentos que no son novedosos en el discurso de Putin y que volvieron a quedar en evidencia en sus últimas intervenciones televisivas (teléfono para los Atilios Borones de nuestras pampas, que parece que no se han enterado, reducidos como están al papel de gólems de las izquierdas autocráticas de la región).

Retratos, en fin, de un mundo cada vez más violento que promete más extractivismo, más concentración de la riqueza, más xenofobia y, es de esperar, más operaciones militares que vuelven a confirmar la hipótesis del mexicano Juan Villoro: la humanidad existe para ponerse en riesgo.

Sólo en el escenario de esta política vaciada de contenido, y progresivamente antidemocrática, se entiende la cancelación de artistas y deportistas rusos que quizás tendrían mucho para decir en contra del despotismo de su presidente, si pudieran expresarse en público. Otra maravillosa metida de pata de las potencias occidentales, que protestan en contra del autoritarismo de Putin a partir de un principio de generalización, que como toda generalización no es otra cosa que un razonamiento autoritario: Rusia = Putin; Putin = Rusia.

Como si la historia de la patria bolche, además de pichones de Ivanes terribles y burócratas estalinistas, no tuviera también sus Dostoievski, sus Tolstói, sus Chéjov, sus Bajtín, sus Eugenia Ginzburg, sus Andréi Tarkovski, sus Marc Chagall.

La guerra, la deshumanización y la dificultad para comprender, ni digamos para expresar, cómo es posible que las personas seamos capaces de tanta miseria, son los rasgos inconfundibles de este siglo que se resiste a ser pasado.

Este siglo que, en su resistencia, hace cada vez más difícil que podamos pensar en una imagen de futuro.

*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: AP.

Palabras claves: guerra, Rusia, Ucrania

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