César González es cineasta y escritor; un artista de origen plebeyo de la Villa Carlos Gardel (Buenos Aires) que hace ya varios años se volvió una figura relevante e inquietante de la escena cultural argentina con sus sucesivas publicaciones de libros de poesía (La venganza del cordero atado en 2010, Crónica de una libertad condicional en 2011, Retórica al suspiro de queja en 2015, entre otros) y una filmografía que crece a un ritmo fervoroso: con una copiosa serie de largometrajes, tales como Diagnóstico esperanza de 2013, ¿Qué puede un cuerpo? de 2014, Exomologesis de 2016, Atenas de 2019, Lluvia de jaulas de 2020, entre otros; y también varios cortometrajes, como por ejemplo el reciente La nobleza del vidrio de 2021, que se estrenó en mayo en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín (FICIC) y que ya está disponible para ver en YouTube.
Encerrado en prisión durante varios años, la experiencia y el saber esotéricos de la calle inscriptos en cuerpo y alma en su trayecto vital maridan en él con un recorrido autodidacta singular por el arte, la filosofía, el cine y la política. Su trabajo artístico y su historia de vida alcanzaron notoriedad pública, sus intervenciones en revistas, radio, televisión y distintos tipos de actividades sociales se hicieron asiduas, articulando siempre un discurso crítico sobre la desigualdad material y las encrucijadas políticas del presente.
Sin embargo, su cine no es para nada ajeno a un montón de problemas económicos que afectan directamente a las condiciones de producción, financiamiento y democratización en el acceso (conseguir dinero para filmar, obtener una cuota de pantalla en cines y festivales). El cine, se sabe, es algo caro, históricamente su realización tiene un sesgo de clase evidente —es un asunto de clases altas o medias— y el resto son excepciones. Así, el mundillo de los festivales de cine no le dio fácil acogida: muchas veces fue dejado de lado. Recién con Lluvia de jaulas tuvo un recorrido más amplio por ese circuito de exhibición y recepción crítica.
González combate sin tregua contra la sobrecodificación institucionalizada de las maneras de mostrar la pobreza y los sectores marginales. Su poética interroga las relaciones de clase y de poder y la vida en los barrios populares, reivindicando potencias, gestos, prácticas y encuentros soterrados —muchas veces descalificados— que quedan por fuera del reconocimiento de los aparatos educativos y académicos de saber formales y centralizados, cuando no son directamente reprimidos (no hay que ir sino apenas unos meses atrás para toparnos con el desalojo en la toma de Guernica, hecho del cual la tapa de su nuevo libro da testimonio).
La villa en muchas de sus películas deviene un mundo pasible de ser habitado subjetivamente; allí se despliega una riqueza sensible y la cámara alcanza a capturar una vitalidad liminar que crece desde abajo en unos cuerpos reales. Pero a la fuerza de esa huella documental se sobreimprimen la fabulación, el juego, la ficción, el relato, el desvío. El villero no es animalizado sino puesto en escena como un ser pensante, singular, opaco, ni dios ni diablo. El exceso no se caretea (su cine muestra las drogas o ciertas formas de violencia, por ejemplo) pero tampoco hay un ensalzamiento de la fisura, ni un nihilismo desencantado y chato, cínicamente cómplice. No se trata de ofrecer vidas ejemplares, proponer una moral de esclavos, entregar la otra mejilla. Tampoco se trata de hacer una obra de costumbrismo, o apoyarse en una estereotipia social audio-visual altamente rígida y cristalizada.
La discusión en torno a estas figuras de la otredad es constitutiva de su propio cine, aunque no lo agote. A través de sus libros y películas piensa y siente el presente desde un punto de vista muchas veces situado en la villa, aunque no siempre circunscrito a ella: en ciertas ocasiones unos versos, una escena o un relato pueden contener otras figuraciones y paisajes, con tonos, emociones y temas universales, o sus películas pueden transcurrir en espacios cerrados, abstractos, alegóricos. Pero como él mismo dice, el origen (bajo) no es garantía de nada: ni de conciencia de clase, ni de subjetivación política, ni de una estética singular; si vale la pena leerlo o mirar su cine es porque sus ideas, sus palabras y sus aventuras cinematográficas valen por ellas mismas, por la fuerza de sus versos o sus planos, por la lucidez de su puesta a prueba de las ideas.
El fetichismo de la marginalidad, su nuevo libro publicado por Editorial Sudestada hace apenas algunas semanas, compila distintos textos escritos a lo largo de los últimos cinco años, muchos de ellos publicados en diversos medios, por medio de los que de alguna manera da testimonio de esa curva del tiempo histórico en que el aparato político del macrismo se hizo con los resortes de poder del Estado, un momento de intensificación salvaje de las oleadas del neoliberalismo en la Argentina.
A lo largo de las páginas, a través de las variadas problemáticas que César aborda en sus ensayos, se materializa un punzante cuestionamiento que no se limita a una crítica sobre las industrias culturales, las imágenes de la marginalidad que estas proyectan y el extractivismo cultural, sino que arremete contra los límites de un progresismo bienpensante, contra las esferas concentradas del poder político-económico, contra el complejo del poder punitivo y carcelario, contra la fatiga y la comodidad enemigas de la crítica.
Así, ausculta el malestar y las transformaciones subjetivas en los barrios populares a partir del arribo de la gendarmería en los territorios, interroga la ambivalencia del auge por abajo del evangelismo y la manera en que las distintas expresiones de la derecha procuran con eficacia canalizar el descontento social a través de la retórica y la pragmática política de la imaginería neoliberal, o celebra la peculiar inventiva en materia de lenguaje y dialectos de los sectores populares, entre otras tantas líneas de reflexión entreveradas en su prosa revulsiva.
—En el libro analizás críticamente la construcción mítica del villero como monstruo, el cruce entre realismo y fantasía en la producción audiovisual y mediática de las figuras de lo «marginal» y de los sectores populares, la fabricación de estereotipos y los efectos sobre lo real en términos de subjetivación. ¿Existe una mediación entre aquellas representaciones que circulan socialmente sobre esos sectores populares y la propia experiencia de dichos sujetos? ¿Cómo se retroalimentan entre sí?
—Sí, creo que toda representación siempre se ve transformada por la experiencia. Toda representación es fruto de una experiencia, aunque se lo quiera negar. Aunque haya todo un aparato filosófico que tiende a anular las experiencias de las personas y a hacer un culto absoluto de lo ideal, de celebrar solo aquello que tiene que ver con el plano de la imaginación (como si la imaginación no fuera real). Viene ya desde Platón esa pulsión por bifurcar la experiencia, dejarla a un costado.
Y uno camina por la calle, pero camina con el ideal de la calle, no con lo que la calle es realmente. Lo que triunfó, por lo menos en la historia de Occidente, es el idealismo. Hay una confusión con el término «realismo» a la hora de pensar. Leo constantemente en los críticos de cine —no es algo solo nacional sino internacional— que el término «realismo» aparece como despectivo en sí mismo. Se tiende a plantear que hay un exceso de realismo en el cine, un exceso de denuncia social. Eso más bien podría convenir a una reflexión sobre lo que pasaba en los años 70 o en los 60: ahí sí podíamos decir que había una sobreabundancia de películas políticas, militantes, de cineastas militantes.
No creo que el cine pueda entenderse separado del mundo, de la geopolítica, de los devenires de la economía, de la parcialidad en lo que se llama historia. No digo esto porque una película tenga que ser un panfleto. No estoy hablando de eso, sino de ciertos tópicos y ciertos criterios que son irreales: no existe la abundancia de denuncia que nos quieren hacer creer. Por lo menos desde los 90 en adelante, hay un cine muy cómodo, un cine que es el espejo de una clase. Claro que siempre fue así con el cine o con la literatura. Pero antes tenías un espejo donde el reflejado rompía el espejo, lo deformaba, o esa imagen que le devolvía el espejo le servía para decir «la tengo que desfigurar, destruir, la tengo que reinventar». Ahora tenés una clase que se mira en ese espejo y está conforme con lo que ve. Dice: «bueno, este reflejo lo hago una película». Por lo menos, acá, en Argentina… Y en esos casos no se habla de un exceso de experiencia, ahí no se habla de que son personas denunciando, ese no es considerado un cine social.
Como han hecho tantos cineastas y como han dicho tantos pensadores del cine, con quienes suscribo, la verdadera política de una película está en su puesta en escena, en sus formas más que en sus contenidos. Un contenido muy político que para formalizarse no puede escapar del naturalismo, o del MRI (Modo de Representación Institucional), en términos de Burch, nos suele fastidiar como espectadores; los golpes bajos son inofensivos para despertar o incrementar sensibilidades. En cambio, cuando surge el encuentro de una forma viva para representar hechos de abundante política, cuando no se nos trata como individuos que ignoran el estado de cosas, uno como espectador agradece.
Pienso en todas esas películas de Godard donde se piensa la representación que hace una clase sobre otra. Hay —por suerte— demasiadas grandes películas que son espesas en ambos regímenes, de la forma y el contenido, películas geniales de personas que no eran oriundas de la realidad que filmaban, desde Flaherty a Rouch, de Rossellini a Marker o Rocha… algunas más destinadas a lo mental que a lo emocional, como la monumental Noticias de la Antigüedad Ideológica: Marx/Eisenstein/El capital (2008) del alemán Kluge, inspirada en Eisenstein, el marxismo, Joyce y un largo etc. También hay películas que son un equilibrio entre lo narrativo y poético y que afectan más desde lo emocional sin descuidar el pensamiento, como Wendy y Lucy (2008) o First cow de Reichardt, o El capital (2012) de Costa Gavras, una cínica comedia sobre el capitalismo apta para todo público.
En Latinoamérica una gran muestra de ese devenir forma de los contenidos más cargados de denuncia de nuestras realidades es Siete años en Mayo (2019) de Affonso Uchoa. Comparando esta película con Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, Kátia Lund, 2002), el debate eterno sobre forma y contenido en temas sociales tiene un buen ejemplo. Comparemos cómo percibimos al mismo objeto de ambas películas, que son los pibes de las favelas o barrios populares de Brasil.
En Uchoa, el objeto no deja de subjetivarse: esos personajes que siempre en pantalla parecen condenados a la velocidad y a la brocha gruesa acá transitan el reposo. No se evita tocar los temas de esas realidades que el cine frecuenta, es decir, la violencia, la pobreza, los personajes sacan a la luz los recuerdos más tristes guardados en su memoria (desde torturas policiales hasta amigos muertos) pero todo transcurre a otro tempo: la cámara asume y no disfraza su moral y sabe que lo estético alimenta lo político.
En Ciudad de Dios lo político alimenta lo estético, el objeto cumple su función ideológica prevista, todo es moral; «miren qué malos son y desde qué chicos ejercen la maldad», la película brinda las imágenes justas a los discursos más reaccionarios. Se hace ver para creer y se hace ver para que la gente crea más de lo que ya creía. Toda la violencia en la película es un fin en sí mismo y el lenguaje cinematográfico utilizado es el de la acción, un dispositivo que persigue la efectividad y la renta. La única subjetividad en la película (el negro fotógrafo) es heroica y sinécdoque de la meritocracia, del uno en un millón, del ejemplo de resiliencia.
En lo que tiene que ver estrictamente con Argentina pienso que, si bien el origen de clase media o alta en el cine no determina tu manera de representar salvajemente a las clases subalternas, este axioma en nuestro país no pudo ser desmentido con la contundencia que en otros lados sí. Se va a filmar una villa, pero no se filma siquiera lo verosímil, todo se reduce a generar imágenes que actualicen y robustezcan todos los prejuicios preexistentes. Hay proyección y transferencia de los propios monstruos del pequeño burgués hacia el villero. Transfiere sus fantasmas de violación, de asesinatos, de perversidad.
No se filma lo que es, sino lo que hay en el imaginario social. Y esas imágenes falsas ni siquiera son formalizadas corriendo algún tipo de riesgo artístico. Por eso tanta cantidad de películas y series donde la puesta en escena es idéntica. Siempre actúan igual, hay un léxico y vestuario idénticos, los hechos son parecidos y esto no se explica porque el director o los actores provienen de otro origen socioeconómico. Hay películas donde trabajan actores no profesionales que viven en esos barrios donde se filma y que sin embargo terminan representando estereotipos inmóviles, muy lejos de la efervescente vitalidad cotidiana que emana la personalidad de ellos fuera de cámara. Cuando la cámara se prende, esos pibes se apagan. Manifiestan los gestos, palabras y movimientos que saben que el espectador común espera y acepta que sean los de un personaje villero.
En Argentina es muy notorio que la imagen cinematográfica y audiovisual está impregnada de clasismo. Eso explica que la puesta en escena sea reiterativa, onomatopéyica, un punto de vista que observa desde un supuesto lugar de superioridad existencial. La pobreza es tratada como un lugar donde no hay ser.
—Hay una frase en el libro que se conecta con esto que veníamos hablando: «Denuncia y política en los tiempos contemporáneos del ágora del arte son conceptos peyorativos en sí mismos». Como bien señalás, es frecuente escuchar esta interdicción de la denuncia, o esta consideración acerca del presunto carácter obsoleto y demodé de la «politicidad» del cine. ¿Creés que hoy en día hay un discurso en las distintas instituciones artísticas y críticas que sancionan los criterios y valoraciones estéticas, que tiende a excluir lo políticamente explícito o la denuncia como algo ajeno o una impureza del «lenguaje cinematográfico»? ¿Se puede detectar ahí un rasgo conservador de nuestros tiempos más generalizado?
—Vuelvo a lo del contenido: puede ser filmando a los obreros de Renault o puede ser una abuela dentro de una habitación, no importa. La política se va a definir en el montaje o en la puesta en escena, en las decisiones formales. La politicidad ya está en el cine, siempre está. Debe ser el arte con más capacidad política. Para una persona, un trabajador normal, no hay tiempo para leer, no hay plata para comprar libros. Pero el cine es una forma que muchas personas han usado como medio de educación y de conocimiento. Entonces es como pedirle algo al cine que en realidad es casi parte de su esencia.
Desde el comienzo del cine, está La salida de la fábrica Lumière en Lyon (Louis Lumière, 1895). Ahí tenés un contenido muy social: obreros en una fábrica. Pero lo que nos hace pensar tiene que ver con las formas: ¿dónde pusieron la cámara? Podrían haber filmado a los obreros trabajando dentro de la fábrica. Pero está afuera, a una distancia prudente, como dice Godard. Obviamente, como aclaro en el libro, eran los dueños de la fábrica. Y encima hubo retoma, dos veces. Todos esos datos los fuimos descubriendo después, pese a que se creía que lo único importante era lo que pasaba en la imagen.
Ya desde su génesis está claro que el cine no es solo lo que está delante de la pantalla, sino todo lo previo, todo lo que hay durante y todo lo que hay después de un rodaje. Es un diálogo entre tres partes: lo que se filma, cómo se lo filma, y después cómo se lo mira. Y a la vez pensar la relación entre lo que la imagen muestra y lo que la imagen no muestra. Lo que la imagen no muestra, ¿no es fundamental en el cine?
El cine tiene esa magia: es lo que se ve, pero lo que no se ve puede ser más importante que lo que se está viendo. Ese trabajo con la apariencia y la ausencia es algo muy importante para pensar estas cuestiones puntuales como la representación de los sectores populares en la Argentina. Se deja muy poco afuera. Se pone todo. Se tiene que ver todo. Yo también pienso al respecto, no estoy creyendo que en mis películas no la pifié. Al revés, me ha servido seguir pensando para decir «bueno, acá no está todo esto de lo que estoy hablando, acá lo hice mejor, acá lo hice muy bien: Lluvia de jaulas».
Pero también, cuando pasa lo de Lluvia de jaulas, me pongo a pensar: ¿por qué a Lluvia de jaulas le dieron la importancia que no le dieron a mis anteriores películas? Me niego a creer que es mejor. Es distinta, pero no mejor, como dicen todos. ¿Qué es «mejor» y «peor»? Esa forma de analizar tan occidental y capitalista se basa en la competitividad. ¿Por qué se celebró tanto? Por la cuestión formal, por ese culto a la forma tan cliché. Los supremacistas rusos, Malévich y toda esa escuela, fueron tan importantes como Einsenstein para la Unión Soviética. Y por algo Kandinsky se va de Alemania y vuelve a la Unión Soviética para ser parte de la Revolución, porque la vanguardia artística y la vanguardia política se retroalimentaban hasta Stalin. Y ahí hay que hablar con las películas. La Commune (Paris, 1871) de Peter Watkins (2000), por más que fue hecha para la televisión, es completamente realista, porque tiene un trabajo de archivo estricto, hace un relato de los hechos tal cual fueron.
Al neorrealismo aún hoy se lo suele valorar por el contenido social de sus películas, pero sin la búsqueda formal que tenían los italianos en ese entonces esas películas no se hubiesen ganado la eternidad que ganaron.
—Siguiendo con este tema pero trayéndolo a Argentina, en el libro hacés mención de algunas obras que son representantes de esta tendencia a la fetichización, como por ejemplo El marginal (Sebastián Ortega, Adrián Caetano, 2016). También tenemos como antecedente el así llamado Nuevo Cine Argentino, con su rama realista, donde podemos ubicar, entre otras: Pizza, birra, faso (Bruno Stagnaro, Adrián Caetano, 1998), Mundo grúa (Pablo Trapero, 1999), una serie como Okupas (Bruno Stagnaro, 2000) que ahora volvió, Caja negra (Luis Ortega, 2002). En fin, hay distintas referencias posibles. ¿Cuándo pensás que comienza en Argentina esta manera zoológica de figuración de los sectores populares/marginales?
—La asociación de lo zoológico con los sectores populares es tan antigua como la Argentina misma. Está claro que la explosión demográfica de gente viviendo en villas o asentamientos en nuestro país fue de la mano con la instalación del neoliberalismo durante la última dictadura cívica militar, a partir de entonces millones de personas empezaron a vivir hacinadas en lugares con muchas necesidades, por lo tanto la figura del villero empezó a unificar lo que antes eran los cabecitas negras, el malón de indios, etc.
No sabría ubicar bien el origen de esa visión en el cine nacional. Sí tengo en claro que yo crecí viendo representaciones casi siempre bizarras sobre el mundo villero en el cine y la televisión. Tenía naturalizado que el lugar donde vivo era un campo de experimentación para cualquier persona de clase media y alta que se le ocurriera venir a filmar algo, una fuente inagotable de contenidos policiales, de producción y fortalecimiento de precarias mitologías.
—Pareciera que hay dos enemigos posibles, dos tentaciones a combatir: por un lado, la construcción del «otro», del marginal, como el monstruo, la pulsión zoológica; y por otro, la más ilustrada, con buenas intenciones incluso, o de buen contenido, pero que asume una romantización y un punto de vista paternalista en sus ideas, su puesta en escena, etc. Así como tus escritos y tu cine buscan ir a contracorriente de esta disyuntiva, patean el tablero y proponen hacer otra cosa, suponemos que debes sentir afinidad con otras apuestas cinematográficas resistentes que comparten con vos esto de ser la excepción a la regla, sea acá en Argentina o en general, en el cine universal. ¿Cuáles son tus aliados y tus referencias, ya sean actuales o pasados?
—En Argentina por lo menos, creo que es tan terrible lo que se hace que ni siquiera hay tantas películas paternalistas. Hay sobre todo películas para fomentar la espectacularidad, para fomentar representaciones circenses. Creo que si somos objetivos, si nos atenemos a los datos concretos, sobre todo hay eso. Lo vería hasta como un progreso en términos políticos al paternalismo/romanticismo. Puede ser que por culpa de clase burguesa, se hagan películas excesivamente románticas sobre la villa pero son las menos.
Pero más allá de eso, creo que ambas cuestiones son el reverso de un mismo problema: romantizar o estigmatizar, a fin de cuentas, es borrar la subjetividad de las personas. Y una subjetividad tiene como motor la contradicción.
Después, sobre mis referentes: Godard, Dziga Vertov, Marker, Einsenstein, Glauber Rocha, Leonardo Favio, Lucrecia Martel. Puedo enumerar un ejército de gente. Los soviéticos, todos. Tengo que reconocer mi adicción, todo lo que sea soviético lo veo bien, hasta el realismo socialista. Hace poco vi una de Medvedkin de la época del realismo socialista que me encanta. Y más cerca en el tiempo, aliado lo siento a Uchoa, a Adirley Queirós, los dos brasileños. Hay un amigo en Francia que se llama Abd Al Malik, rapero y cineasta negro, que es un gran aliado contemporáneo, estamos todo el tiempo en contacto e intercambiando ideas.
Y está pasando acá en Argentina, hasta donde al menos tengo conocimiento, que hay muchos pibes ya animándose a filmar que son de algún barrio, o del interior, no de un barrio popular pero sí de algún pueblo. Ojalá ese fenómeno crezca, porque creo que le hace bien al cine mismo. No por hacer un esencialismo de la villa, sino porque más presencia popular va a hacer crecer al cine. Por eso es tan necesaria la crítica: para que cuando esos pibes lleguen a tener la herramienta del cine, puedan tener algún sustento y referencias.
No quiero que un pibe de la villa haga una película para simplemente «dar su testimonio». Un libro que me cambió la vida en esa línea es La noche de los proletarios de Jacques Rancière. Al verlo, pensé «me va a contar la historia de la clase obrera en Francia en el siglo XIX». Pero no, trata de obreros que escribían. ¿En qué momento escribían? Cuando tenían una porción de tiempo libre. ¿Y qué escribían? ¿Sobre la pesadumbre de la fábrica? No, cuestiones oníricas. ¿Cuestiones oníricas que usaban para evadirse de la fábrica? No, no se trataba de una evasión, era un acontecimiento político: hacer analogías entre la flor y la máquina.
Aunque igualmente creo que son fases diferentes. Primero hay una fase que es la democratización del acceso, y no podemos descuidarla. Se habla mucho de la culpa: «yo no soy de ahí, estoy representando algo que no me pertenece». Está bien eso. Pero empecemos a plantear maneras para que estos sectores puedan acceder. Y que pueda hacer muchas películas para sacar conclusiones. Porque no podemos, si en un año hay dos películas de las villas, ya salir a analizar «el cine villero» como un movimiento. Démosle tiempo, tiempo de prueba y error, de que se desarrollen distintas vías.
La mirada de una mujer villera no es la misma que la de un hombre villero, pese a que mucha gente crea que la villa es una cosa monocorde y homogénea. No, la villa es compleja, es ambigua, contradictoria. Eso es lo que tiene que llegar a la pantalla. Entonces, hay que seguir luchando por eso. Aunque no vaya a pasar. El cine va a seguir en las manos de siempre. Pero mejor tener una utopía, porque si uno no se mueve… No creo que vaya a pasar de una forma masiva, pero ya está pasando. Y ya está pasando porque hay pibes de la villa que están tomando las herramientas en sus propias manos y también porque hay gente dispuesta a perder privilegios. Porque para que alguien logre un espacio, otro va a tener que liberar ese espacio.
No se trata de llegar a un lugar que no existe, el lugar existe pero está ocupado por las clases dominantes y también por gente de clase media que, sin ser dominantes, aún así están en un espacio privilegiado. No solamente el pibe tiene que tomar consciencia de clase. El pibe toma consciencia de clase pero si desde el otro lugar no ceden, va a estar en la pieza de su casa con consciencia de clase, no mucho más.
Hay que lograr más democratización pero tiene que venir empalmada con una reflexión que cuestione que el hecho de haber sido pobre y haber pasado mil penurias en tu vida no te va a garantizar hacer una buena película. Al contrario, te puede traicionar eso. Después, obviamente, hoy en día, con las diferentes herramientas y el acceso a informarte en el momento, podés googlear quién fue Luchino Visconti. A Visconti lo amo, aristócrata comunista, siempre lo cito como contraejemplo para plantear que no es de dónde sos lo que te hace hacer una buena o una mala película. ¿Qué cineasta no fue burgués de los clásicos? Por suerte existió Leonardo Favio.
—Nos llamó la atención la foto de tapa del libro: un «guachín», un pibe en la toma de Guernica. Es una fotografía que da testimonio de una toma de tierras para la vivienda reciente que fue un cimbronazo en tanto que tuvo una salida fuertemente represiva. ¿Por qué eligieron esa imagen y cómo viste la intervención del gobierno en ese conflicto?
—La tapa es una propuesta de Sudestada, me dieron varias opciones, y a mí me gustó esta porque me servía para plantear hasta qué punto la foto de la tapa no es también una fetichización, donde pareciera que estoy haciendo lo que tanto critico. Justamente se trata de eso: la crítica no desde un ángulo de superioridad, sino pensando «todo esto lo pude haber hecho también en mis películas», sin querer, inconscientemente. Y si fue así, jodete por no estar más atento, por no pensar las cosas diez mil veces. Me parece fundamental que el pibe esté mirando a cámara.
Me gusta mucho lo que dice Chris Marker en Sans soleil (1983) sobre la mirada a cámara: ¿de dónde nace la ley que prohíbe mirar a cámara? ¿Por qué es sinónimo de error? La del chico de la tapa es una mirada que es tierna y a la vez te come. Me encanta que alguien venga y diga: «¿che, pero esto no es lo mismo que estás criticando en el libro?». Es una tensión interna que me gusta. Podría haber sido tranquilamente otra foto. Además hay más detalles, el fotógrafo es profesional, no es cualquiera. Ahí aparece ese gran dilema: ¿qué tienen que hacer las cámaras, el cine, hay que mostrar o no mostrar? Yo creo que es mejor que se muestre a que no se muestre.
Está toda la discusión histórica sobre lo que pasó en los campos de concentración. Tenés Shoah (1985) de Claude Lanzmann, que no muestra en retrospectiva, muestra el presente, van en el tren, visitan a los sobrevivientes, a los testigos, pero no vemos ninguna imagen de archivo del genocidio, después tenés la banalización al estilo La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), cine ensayo como Noche y niebla (Alain Resnais, 1956), algo más narrativo tipo La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), ejemplos a medio camino de todo lo anterior como en Kapò (Gillo Pontecorvo, 1959).
Siempre es un tema complejo, tenés la postura de Lanzmann que dice que mostrar es ser cómplice, que volver a mostrar los campos es revictimizar, y está Godard que dice que el cine es culpable porque mostró y no hizo nada, y que es más culpable aún el cine que ya lo venía anticipando. Lo anticiparon Chaplin, Renoir, pero no se evitó la catástrofe. Ahí es donde pienso, salvando las diferencias: la pobreza y la miseria de una villa también son un horror irrepresentable.
—Esto que decís sobre cómo el cine anticipó, por ejemplo, el Holocausto, lo podemos trasladar también a una escena más cercana como la Argentina en los años 70, donde había un cine militante que puso el foco en los sectores marginales y avisó o alertó, por decirlo de alguna manera, sobre el neoliberalismo y la miseria planificada. Con el devenir del tiempo este hilo se cortó o no se le dio importancia; hubo un aviso, pero no se le prestó atención (o, peor, se lo reprimió).
—Es interesante porque frente a esas imágenes que anticipaban, hubo una maquinaria que le tuvo que responder con otras imágenes que las tapen. Ante imágenes que anticipaban había que crear imágenes que sirvan para fortalecer el neoliberalismo, que sirvan para que la gente quiera ese modelo de vida. A las imágenes no se les responde con un pedido de nulidad o de censura, se les responde con otras imágenes. No porque una imagen pueda tapar a la otra, parafraseando un texto de Rancière, sino para que una esté al lado de la otra y las podamos analizar.
*Por Tomás Guarnaccia y Miguel Savransky para Jacobinlat.