Una casa llena de gente, las debilidades humanas
Por Manuel Allasino para La tinta
Una casa llena de gente es una novela de Mariana Sández, publicada en el año 2019. La historia gira alrededor de Charo Almeida, una niña curiosa que de adulta se ha convertido en una exitosa dramaturga; y es la encargada de reconstruir, a pedido de su madre Leila -traductora y escritora frustrada ya fallecida-, las vivencias de los habitantes del edificio donde transcurrió su infancia.
Leila le deja a su hija, antes de morir, diarios personales y una colección descomunal de fotos y videos familiares con detalladas instrucciones de qué hacer con todo eso. Charo irá descubriendo todo un costado que no conocía de su madre para así poder entender qué fue lo que desató la culpa infinita de ella.
Con una prosa ligera y contundente, Mariana Sández nos sumerge en espacios privados y comunes de un pequeño edificio y sus habitantes para reconstruir una memoria familiar dramática.
“Pero. Bastó que se ocupara el dúplex arriba del nuestro para que fuera el turno de despotricar de papá: que el parquet debía ser más fino que una hostia y que los ladrillos parecían colocados de canto, sin demasiado revoque, sin mucho desperdicio material, porque la acústica era paupérrima, dejaba pasar lo inimaginable, o quizá en el apuro habían colocado ladrillos de telgopor, de goma eva, de aire; los de la empresa constructora nos habían engañado a todos, hijos de una gran puta, la puta que los re mil parió. Y mamá afligida: Bueno, Fernando, tenés toda la razón, pero basta de malas palabras con los chicos, después lo charlamos. Los ruidos que empezaron a sentirse nos hicieron entender a qué se referían: aparte de los pasos y movimientos de arriba, sentíamos bastante claras las voces de los vecinos cuando hablaban en un tono un poco alto, en especial si gritaban o conversaban por teléfono cerca de alguna ventana, y estimamos que una buena porción de lo que hiciéramos nosotros iba a ser oído a su vez por ellos. Fernando maldijo haberse dejado cegar y convencer por las testarudas mujeres que lo habían empujado a esa casa, pero enseguida se aplacó, pareció olvidarse o quitarle importancia. Dio vuelta la página, clásico de él. Mamá en cambio quedó atrapada como quien camina sobre una cinta de gimnasio, paso tras paso sobre lo mismo; siempre todo terminaba demostrando que él tenía razón, decía, por qué ella no aprendía a hacerle caso de una vez, tonta, tonta, idiota, se flageló, se flagelaba muchísimo más de lo necesario por el error, hasta que papá le habría dicho algo como: Listo, ya está bien, por favor, tampoco es para tanto, no vale la pena, son cosas materiales, todo menos la muerte tiene solución. Las cosas que decía siempre. Lo bueno de ellos es que se balancean y se pasaban el peso, aunque el péndulo solía estar más cargado del lado de mamá, más abajo, más insondable, más al límite. En el otro extremo, la abuela –quien los había alentado a la elección- se ahorró cualquier asomo de remordimiento cuando después pasó en el Château lo que pasó, lo que terminamos llamando, no sin sorna, la hecatombe. Al menos no demostró nada parecido al remordimiento. Pero por cómo la conozco, pienso que en cierta forma tuvo que haber sufrido, en algún rincón muy resguardado de sus efectos debió recibir el impacto de las consecuencias, si bien en absoluto pueda decirse que fue su responsabilidad. Aún así, mamá anduvo culpando –sin comentárselo, entre nosotros- a la abuela. Los demás le contestábamos: ella cómo iba a saber, cómo alguien puede prever, anticiparse de semejante manera, es una vieja autoritaria pero eso no la convierte en Dios. En definitiva, que cada uno se haga cargo de lo que le corresponda”.
Con pasajes de humor sutil y una escritura deliciosa, Mariana Sández nos entrega una novela en la que van quedando al descubierto las debilidades humanas. Los choques generacionales y las derrotas de los padres frente a las elecciones que realizan los hijos e hijas son parte de una trama que atrapa desde la primera página.
Una casa llena de gente está dividida en cinco partes: la primera, «Cimientos», narra la mudanza al edificio y el reconocimiento entre los habitantes. La segunda, «Andamiajes», construye las relaciones entre los personajes. «Exteriores» cuenta momentos compartidos por todos en el jardín común. «Interiores» describe el repliegue de todos los personajes después del escándalo. Y la última, «Escombros y reconstrucción», se centra en las secuelas de los personajes.
“De Darío y Silvina, la pareja del dúplex enfrentado al nuestro, no logro recordar los apellidos, a pesar de las veces que les dejé, al pie de la puerta, los sobres de facturas a su nombre, el diario y la revista de paisajes exóticos que les llegaba por correo: repartir correspondencia era uno de mis entrenamientos. No los retuve y se me mezclaron en la pleamar de nombres que a uno se le van impregnando y luego diluyendo en la memoria con el correr de los años, a pesar de que en mí dejaron una marca enorme, por el remate final con que se despidieron del edificio. De Silvina –posiblemente como un mecanismo de defensa- se me borraron los detalles de su cara, el timbre de su voz (cuando busco evocarla, la que surge es la voz estrangulada de sonido y solo bloquea como dentro de una burbuja de viento). Silvina, difusa, la cabeza encapuchada en algún pañuelo o bufanda, vestida en capas con ropas amplias, polleras o túnicas hasta los tobillos, sobre las que colgaban collares largos tipo rosarios (rosarios griegos quizás), prendas que sin duda le habían ido quedando holgadas a medida que adelgazaba, envuelta sobre sí misma y algo encorvada. Se escurría por la puerta principal del castillo como un globo de aceite en el agua. En el intento por recrearla, la visualizo vestida íntegramente de blanco, aunque sin duda tiene que ver con que eso fue lo último que vi de ella, una imagen espectral. De Darío, su pareja, recuerdo impresiones muy vagas. Algo me ayuda a recuperar ciertos datos de su actitud cuando mamá comenta en el diario sobre él. <<Daba la impresión de ser un tipo cualquiera, de esas personas que no tienen ningún rasgo distintivo gracias al cual ser recordado o identificado, un ser de pura hibridez. Se podría incluso usar como categoría de persona dentro del género humano: si alguien me dice ese tipo es un Darío, listo, tengo el identikit. Un sujeto neutro, desabrido, medio vegetal. Un individuo masivo, que se confunde en cualquier multitud. Le va bien eso de ‘Donde va Vicente va la gente´. Era un vicente en minúscula>>. Siempre tan auténtica, con ese bisturí increíble para las disecciones humanas. Como de costumbre, yo daba vueltas, desarmaba la prolijidad de las sábanas sin poder conciliar el sueño. Entonces, en medio de la quietud, se oía la alarma de la cochera, el movimiento pesado del portón de acero al levantarse y el retumbe metálico cuando se cerraba. Todos sabíamos que a esa hora era Darío. El golpe seco de la puerta y a veces el baúl del auto, las suelas de goma rechinaban contra las baldosas en el hall, las llaves abrían la casa. ¿Para encontrarse con qué? Desde mi hueco insomne, jugaba a proponer con qué. Darío ponía las llaves sobre un aparador que yo había ido con mamá y él se había acercado a un jarrón sobre ese mueble para darme caramelos. Daba unos pasos hacia el living o la cocina y se encontraba con un plato de comida ya frío, tapado con otro plato rociado por el vapor. O tal vez con Silvina desarmada, despintada, en camisón, frente a la tele, tirada en el sofá. Algo de toda esa situación me producía angustia; no tenía idea qué, pero no quería que me pasara de estar sola con ellos en esa casa nunca. Igual no podía dejar de estar pendiente de cada ruido hasta que ya no se oía nada y supongamos que me dormía. Lo que me fanatizaba era la actitud hechiceril de Silvina cuando intercepté su ritual del atardecer en la cocina. Nuestra ventana tenía cortinas americanas (yo le aumentaba la distancia entre las varillas para mirar); la de Silvina y Darío, vinilo esmerilado que permitía entrever imprecisos los contornos de las formas del setenta por ciento de la ventana hacia abajo; el resto, hacia arriba, dejaba el vidrio al descubierto y transparentaba una parte del interior de su casa. Yo perseguía los pasos de su imagen desdibujada como en los teatros de sombras chinas. Muchas veces lo que tenía en la mano y se llevaba a los labios parecía un vaso de tamaño común, pero lo más habitual era adivinar cómo subía una rodilla a la mesada para propulsar su cuerpo y alcanzar una alacena de la que bajaba algo más largo que un vaso (durante ese lapso de segundos, el vinilo no la tapaba); ya con los dos pies en el piso y el cuerpo estabilizado, desenroscaba la tapa, levantaba el codo, que después de un trago dejaba descansar y volvía a llevar la botella a la boca, entrecortadamente, pero con una emergencia que crecía en ansiedad. Lo hacía todos los días más o menos a la misma hora, como si cumpliera con un cambio de guardia en el Buckingham Palace. Hasta que mamá irrumpía en nuestra cocina, encendía la luz o me decía que dejara de espiar y cerraba la cortina. No tenía dudas de que ella la había visto, y papá, pero yo intuía que le restaban importancia. A veces mamá me perseguía con la tarea, el baño o el tratamiento para las liendres, lo que impedía dedicarme a espiar tranquila. Cuando llegaba a mi observación, la mujer y su sordidez se habían disipado como una alucinación”.
Una casa llena de gente de Mariana Sández es una novela que trabaja sobre cómo nos construimos y cuánto hacemos para compensar los modelos de los demás. En un poco más de 250 páginas de literatura en estado puro, Sández hurga sobre las heridas que no curan a través del tiempo.
Sobre la autora
Mariana Sández (Buenos Aires, 1973) es escritora y gestora cultura. Estudió Letras en Buenos Aires, Literatura Inglesa en Manchester y realizó una maestría en Teoría Literaria y Literaturas Comparadas en Barcelona. Dirige el departamento de Literatura de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, como antes lo hizo para Malba y otras instituciones culturales. Colabora con el suplemento Ideas del diario La Nación y revista Ñ del diario Clarín. Publicó el libro de entrevistas y ensayos El cine de Manuel. Un recorrido sobre la obra de Manuel Antín (2010) y el libro de cuentos Algunas familias normales (2016). Algunos de sus relatos obtuvieron premios en Argentina y en España.
*Por Manuel Allasino para La tinta.