Cuando el Estado es el femicida
Por Lucas Crisafulli para La tinta
La antropóloga brasilera Claudia Fonsenca cuenta en un texto -al que tuvo la maravillosa idea de titularlo “Derecho de los más y menos humanos”- una historia sucedida una noche en Brasilia. Un grupo de jóvenes de clase media-alta, como forma de exotizar la abulia, deciden salir por las calles con un bidón de nafta y, aprovechando que una persona se encontraba durmiendo en una plaza, le prenden fuego.
Parece que el espantoso divertimento es común entre jóvenes de clases acomodadas o, por lo menos, no tan extraño. En promedio, un mendigo por mes es incendiado en la mayoría de las ciudades brasileñas. Resulta que a quien quemaron no era un indigente, sino un cacique indígena que había viajado a la capital para la celebración del Día Nacional del Indio. Ese hecho lo transformó en una noticia nacional.
Cuando le preguntaron a los jóvenes por qué hicieron semejante “travesura”, ensayaron lo que creían una disculpa: “Nosotros no sabíamos que era un indio, pensamos que era un mendigo cualquiera”. Parecería que existe una consecuencia no deseada de la construcción de determinadas categorías: ocluyen o invisibilizan otros colectivos, o si se quiere, cuando los derechos de determinados colectivos avanzan, pareciera que se invisibilizan otras identidades con menor acceso a los micrófonos de la visibilización pública. En el caso de Brasilia, parecería que el avance de la cuestión indígena impactó en la invisibilización de la categoría indigente.
Así, por ejemplo, parecería que la justa indignación frente a una médica presa en Jujuy por realizar una práctica médica legal (interrupción voluntaria del embarazo) hizo pasar casi desapercibida una noticia realmente espeluznante: cuatro mujeres murieron quemadas. Hay un dato sobre esas mujeres que pareciera producir una disminución del indignómetro: se trata de mujeres presas, una identidad que, pensando la interseccionalidad, no debería dejar de preocuparnos como colectivo a quien el Estado le vulnera sus derechos. La escritora francesa Flora Tristán dijo hace doscientos años: “Hay alguien todavía más oprimido que el obrero y es la mujer del obrero». Hoy, al parafrasearla, diríamos que si hay alguien más oprimido que la mujer obrera, es la mujer obrera privada de libertad.
Macarena Maylen Salinas, Yanet Yaqueline Santillán, Micaela Rocío Mendoza y María José Saravia murieron carbonizadas en una comisaría de Tucumán. A pesar de que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ya determinara en el caso Verbitsky del año 2005 que es ilegal el alojamiento de personas privadas de libertad en una comisaría, en Tucumán, hay personas cumpliendo sentencias en dependencias policiales porque la cárcel de mujeres no tiene más lugar. Cuando los lugares de alojamiento de personas privadas de libertad se desbordan, en vez de elaborar un plan racional para liberar presos (a los que están pronto a salir o cometieron hechos menores, como Micaela Mendoza, que había robado un teléfono celular), se los amontona en cualquier lugar que tenga rejas, aunque ello produzca muertes.
Las cuatro mujeres -ninguna mayor de 30 años y todas presas por delitos menores- murieron quemadas por un incendio en el que se investiga la causa, pero que no le resta responsabilidad al Estado. Quisiera traer aquí un concepto fundamental para analizar el caso, el de muertes en custodia. Se trata de aquellas muertes de personas que se hallan bajo el cuidado, tutela y/o protección de una institución en la que el Estado asumió jurídicamente un deber especial de cuidado y vigilancia concerniente a la indemnidad del sujeto. Cuando las personas no pueden decidir por su propia voluntad el lugar en el que se encuentran porque están en un contexto de encierro (cárceles, hospitales psiquiátricos, institutos de “menores”), el deber de cuidado que tiene el Estado es mucho mayor que con el resto de las personas, ya que quienes se encuentran en esta situación no pueden ejercer directamente sus derechos. El Estado se encuentra obligado a garantizar, por ejemplo, la alimentación de todas las personas, pero dentro de los lugares de encierro tiene un deber especial puesto que, si representantes del Estado no le garantizan la comida, por estar privadas de libertad no pueden procurárselo por sí mismas, como las personas que se encuentran extramuros.
Esto se traduce en que toda muerte de una persona en custodia es un potencial caso de violación a los derechos humanos que coloca al Estado Nacional en la mira de ser condenado por su responsabilidad frente a organismos jurisdiccionales internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Es decir, en el caso de las cuatro jóvenes muertas en la comisaría de Tucumán, más allá de la responsabilidad penal que pudiera corresponderle a funcionarios judiciales que autorizaron ese alojamiento, funcionarios policiales que no impidieron el fuego (quienes llamaron a los bomberos fueron los vecinos) y los funcionarios políticos que permitieron que un lugar de alojamiento se encuentre en esas condiciones, existe una responsabilidad en materia de derechos humanos. Incluso, puede que no exista responsabilidad penal, pero las muertes en custodia siempre generan responsabilidad en materia de derechos humanos. Se trata de una violación a los derechos humanos. Resulta sorprendente que, a pesar de lo espantoso que resulta el hecho, la noticia haya pasado casi desapercibida.
El tratamiento mediático que le damos a una muerte se relaciona con el tratamiento social que les damos a las vidas. Que haya muertos de primera y muertos de segunda da cuenta de que existen vivos de primera y vivos de segunda, que hay muertes que merecen ser lloradas y otras olvidadas, sin siquiera ser nombradas.
Como sociedad, opera un fuerte mecanismo que identifica la palabra víctima con la categoría inocente, como si fueran sinónimos. Así solo estamos dispuestos a reconocer derechos a las personas inocentes, a pesar de una característica fundamental de los derechos humanos: se tienen más allá de lo que la persona haya o no hecho, pues no tienen que ver con el merecimiento. Sin embargo, estamos dispuestos a reconocerle más derechos a una ballena que a personas sospechadas o condenadas por la comisión de delitos.
Se torna urgente repensar algunas categorías para hacer de los derechos humanos una herramienta en común que permita reconocer y entablar un diálogo de dignidades.
Macarena Maylen Salinas, Yanet Yaqueline Santillán, Micaela Rocío Mendoza y María José Saravia no solo son víctimas del poder punitivo, también son víctimas del poder patriarcal, que hace que algunas mujeres puedan portar la categoría de víctimas de la violencia de género y que otras tengan un derecho de las menos humanas.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta / Imagen de portada: La tinta.