Hablemos de polémicas interesantes: desarrollo vs. ambientalismo

Hablemos de polémicas interesantes: desarrollo vs. ambientalismo
17 agosto, 2021 por Gabriel Montali

Por Gabriel Montali para La tinta

Lugar común del debate público en nuestro país en los períodos eleccionarios: cuanto más nos aproximamos al momento de votar, más se retuerce el contexto. Tanto que hasta resulta difícil identificar el instante en que pasamos de la fase dislate a la fase desmadre, en la que la única regla es repartir tortazos de cualquier calibre y hacia todos los frentes.

El asunto, al menos, entretiene y tiene su gracia. Es una competencia muy particular en la que el escándalo del momento, que parece el Leo Messi de los escándalos, inmediatamente es reemplazado y sepultado en el olvido por un nuevo alboroto.

Lo que va de agosto, de hecho, es para una medalla dorada en los Juegos Olímpicos del desbarranque mediático. Un equipo compite con la fábula del pornogate en la quinta de Olivos (en serio, viejo: ¿se lo imaginan a Alberto en un pornogate, con el derroche de seducción de su bigote y sus canciones de Lito Nebbia?). El otro, para redoblar la apuesta, compite con una fiestita de cumpleaños que desacredita la ética oficial del encierro en tiempos de pandemia. Salto mortal del presente hiperbólico: un campeonato para punkies pasados de rosca.

Lo cierto es que, entre las distintas polémicas que estallaron en estas semanas, la única en la que vale la pena detenerse, precisamente porque no contribuye a la degradación de la palabra pública, es el debate que ha suscitado la decisión de la Legislatura de Tierra del Fuego de prohibir por ley la cría de salmones en el canal de Beagle.

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(Imagen: Diario 26)

Un cruce de opiniones entre especialistas, que lamentablemente trascurre lejos de los flashes y los hashtags, está llamando a enfocar la mirada en el que quizás sea el desafío más importante para las próximas décadas: la encerrona en la que nos ponen la crisis económica y el cambio climático. ¿Cómo resolver el colapso social del país sin hipotecar el futuro? ¿Cuál será el costo si la alternativa vuelve a ser la euforia extractivista? ¿Es compatible ese modelo con la idea de desarrollo? ¿Acaso el ambientalismo es un capricho de militantes infantiles?

La propuesta de fondo, aquello que está en juego, es repensarlo todo; derrumbar el edificio para hacerlo de nuevo y ponerse las pilas rápido, porque estamos llegando tarde.

Salmones de la discordia

En los últimos días del mes de julio, el historiador Ernesto Semán publicó un artículo en Panamá revista que, además de un verdadero aporte al debate sobre el cambio climático, es en sí mismo una obra maestra de la argumentación. Con dosis equivalentes de evidencia e ironía, Semán discute el posicionamiento de ciertas corrientes del progresismo frente a la crisis ambiental. Su artículo desarma el compendio de ideas, de tradición desarrollista, que avala la continuidad del extractivismo y su esquiva promesa de crecimiento, trabajo, divisas y fin de la pobreza. Es decir, la idea de que la única solución al colapso económico del país es profundizar la explotación de los recursos naturales para obtener, vía exportaciones, las divisas que, de una vez por todas, impulsen el desarrollo nacional y la reducción de los índices de pobreza, sueño dolarizado de la alianza exportadora nacionalista.

“¿Puede resolverse un problema desde el problema?”, se pregunta Semán, que a lo largo del texto agrega varios ejes de lectura que deberíamos convertir en temas de agenda.

El primero es que la Argentina lleva más de un siglo guiada por el supuesto de que un aumento en las exportaciones de productos primarios está en la base de una economía estable y una sociedad próspera. Desde el Pacto Roca-Runciman en adelante, los costos ambientales de ese consenso no solo no constituyeron una preocupación, ni mucho menos un límite a la posibilidad de arar, desforestar, perforar y carnear cuanta superficie o bicho prometiera riqueza, sino que la explicación que ofrece el desarrollismo a la pregunta sobre por qué nunca logramos afianzar un proceso de crecimiento sostenido, pese al énfasis extractivista, en general, no indaga las ideas en las que se sustenta. En otras palabras, los desarrollistas lo discuten todo, menos su profesión de fe, por eso, su respuesta al fracaso suele ser que no hemos insistido lo suficiente, que lo que nos faltó fue, precisamente, más desarrollo, esto es, más explotación de los recursos naturales y, por eso, incluso cuando ponderan el impacto sobre el medio ambiente, colocan la cuestión como un problema de tercer o cuarto orden, porque hay cosas más urgentes, ¿vio?: la pobreza, sobre todo; ya nos ocuparemos del ambiente cuando estemos desarrollados sobre un basurero.

A Semán, esa explicación le huele a excusa, o directamente a falacia, por otros dos motivos que integran su línea de análisis. Por un lado, porque nuestra inserción internacional deficiente y la recurrente crisis de nuestra balanza de pagos no parecen fenómenos ajenos al modo en que se ha pensado, hasta hoy, el sueño desarrollista. Es decir, que la falta de divisas y nuestra condición subalterna en el mercado internacional, como país que produce materia prima para las potencias mundiales (en especial, soja para los chanchos chinos), es también una consecuencia de los propios modelos de desarrollo a lo que hemos apostado. Y por otro, que resulta cínico escudarse en el drama de la pobreza cuando buena parte de la lucha ambiental, que está ligada a la lucha por las condiciones de producción y reparto de la tierra, es protagonizada por colectivos aborígenes, campesinos y pequeños productores. Con lo cual no solo se acomodan las preocupaciones ambientales a las necesidades productivas, bajo el axioma de regular, pero no prohibir, sino que, a su vez, se menosprecia la propia participación de los sectores populares en el debate.

Por si fuera poco, a todo esto, Semán agrega varias preguntas inquietantes: ¿desarrollo para qué?, ¿para crear un par de puestos de trabajo en condiciones paupérrimas y por salarios miserables, mientras el Estado recauda una porción ínfima de las exportaciones?; ¿desarrollo para engordar la billetera de cinco ñatos mientras los costos ambientales caen sobre la vida de todos y afectan especialmente a los que menos tienen? ¿Qué nos sugiere, al respecto, la experiencia chilena, donde las compañías salmoneras de capitales noruegos pagan sueldos 2,73 veces menores que en su país y utilizan 810 veces más cantidad de antibióticos que en sus propias aguas, por mencionar apenas uno entre varios detalles que han provocado, en Chile, olas de mortandad tanto de salmones como de las especies autóctonas de las que viven los pescadores locales?

¿Es ese el modelo?, ¿acaso hay algo allí que pueda llamarse “desarrollo”? A menos que el significado sudamericano del término sea “desarrollo de unos pocos” o lisa y llana “concentración de la riqueza”, ¿quién nos garantiza que, de ahora en más, cambiarán los tantos y tendremos producción con salarios noruegos, regulaciones canadienses e impuestos alemanes? ¿No será que, tras el énfasis en el crecimiento del PBI, mediante la estrategia de reventar el medio ambiente para impulsar las exportaciones, se esconde el nihilismo derrotista de cierto progresismo que ha abandonado la puja distributiva (digamos, la disputa siempre conflictiva por equiparar la renta) en nombre de un pesimismo existencial disfrazado de realismo político?

¿Será que, además de perder la imaginación, ya ni siquiera confiamos en la política y por eso nos conformamos con la teoría del derrame, del vaso que nunca desborda porque nunca se llena?

El desarrollismo contraataca

Pocos días más tarde, el texto de Semán recibió el golpe de revés de dos especialistas: el politólogo José Natason con asistencia de Daniel Schteingart, sociólogo y especialista en economía; ambos lúcidos intérpretes de la realidad local y regional. El artículo, firmado por Natason, lo publicó Le Monde Diplomatique, que luego también publicaría una réplica, a tono con el análisis de Semán, escrita por el biólogo y ambientalista Sergio Federovisky, actual viceministro de Ambiente de la Nación. Lo propio hizo eldiarioar.com con un texto del historiador Ezequiel Adamovsky, que sumó a la polémica otra perspectiva crítica con el desarrollismo.

Aunque los argumentos de Natason y Schteingart coinciden con la lectura cuestionada por Semán, su artículo no deja de ser un aporte al debate. Allí señalan que para reducir la pobreza necesitamos crecer, durante muchos años, a tasas sostenidas y que para ello es necesario duplicar la capacidad exportadora de nuestro país, que actualmente es del 15%, la mitad del promedio mundial. Y como el fomento de otra industria intensiva demanda un proceso largo, además de la continuidad de políticas públicas que en la Argentina se rigen, sobre todo, por la lógica del péndulo, no queda otra que profundizar la comercialización de los recursos naturales, actividad que juzgan aún subexplotada. Solo de esa manera podríamos acceder a los dólares indispensables para desarrollar otra matriz productiva, para formar los especialistas que requiere dicho proceso y, lo más importante, para mejorar las condiciones de vida de la población. Lo contrario es crecer por la vía de la deuda, que sabemos muy bien adónde conduce (“exportación o dungadunga”, diría Semán).

El tema es que el análisis de los autores soslaya los dos inconvenientes que observan los ambientalistas críticos con el desarrollismo. El primero es que, si bien nuestros períodos de crecimiento coincidieron con la intensificación del extractivismo (el último antecedente es el boom de la soja), ello no se tradujo en una transformación estructural ni de la matriz productiva ni de la distribución de la renta. Al contrario, el resultado parece haber sido más concentración de riqueza y poder para la alianza exportadora, al extremo de limitar la capacidad reguladora del Estado. En línea con esto, el segundo y más relevante problema es la encerrona en la que nos coloca la crisis climática. El último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), publicado esta semana, afirma que incluso se nos está haciendo tarde para sacar el pie del acelerador. En el horizonte asoma un mundo devastado, con pocos alimentos y con todos los dramas actuales elevados al cubo.

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(Imagen: DW)

Las inundaciones en Alemania y Bélgica, la ola de calor e incendios forestales en Estados Unidos, Rusia, Grecia y Turquía, y la sequía que afecta al río Paraná, son apenas la última foto de un escenario que pinta dantesco; distopía que parece haber llegado para quedarse.

La polémica, en ese sentido, nos muestra inermes: con un conocimiento limitado de la situación, muy poco predispuestos para pensar el presente en relación con el futuro y con muy pocas herramientas para afrontar la catástrofe. Para peor, si en la campaña legislativa no hay nada parecido al debate por un modelo de país, la crisis climática es otro capítulo que no tiene lugar en la agenda pública. Ni hablemos de una pandemia de evidente raíz zoonótica frente a la cual el conjunto del sistema político del mundo se ha mostrado ineficiente y poco solidario.

“Todo deja cada vez más a la vista que el orden mundial vigente no sirve”, dijo esta semana el politólogo Claudio Fantini en su columna en el noticiero de Canal 12. Prueba de que la crisis climática plantea un dilema trasversal, que no es de izquierda, de centro o de derecha.

Le faltó decir que eso que no funciona se llama capitalismo, capaz de devorar la democracia, el bienestar y la naturaleza de un solo bocado, y de tragarnos también a nosotros como frutilla del postre si no logramos domar su gula desbocada, que es en realidad nuestra gula indomable, nuestra infinita capacidad para lo superfluo.

*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: El Litoral.

Palabras claves: argentina, extractivismo

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