Palo Pandolfo: dimensionar la obra para dimensionar la pérdida
Por Gabriel Montali para La tinta
Si Willy Crook es nuestro crooner, nuestro Jack Kerouac, Palo Pandolfo es nuestro Robert Smith. Parte de su obra es una versión porteña de la oscuridad y la psicodelia del inglés de los raros peinados nuevos, aunque con una versatilidad que lo convirtió en referente –quizás pionero– de otros registros: hay una forma de lo latinoamericano, un tono, una mirada, que ya está presente en sus canciones de los noventa.
¿Cuántas veces escuchamos esa canción? ¿Cuántos de nosotros y nosotras se la arrancamos a la guitarra en una destartalada sala de ensayo de barrio? ¿No es la euforia una metáfora de esa canción, que traduce el enfoque clásico del drama amoroso a la lengua candente de la democracia recién venida?
Eso es lo que sugiere Sergio Pujol en el capítulo dedicado a “Ella vendrá” en Canciones Argentinas. Vale la pena volver a ese pasaje del libro: dimensionar la obra para dimensionar la pérdida. Pero también para no quedar capturados en el dolor, porque no hay dolor que pueda compararse con el extrañamiento: ese instante en el que una canción, en este caso, te revelaba una nueva manera de ser, algo que estaba ahí pero que aún no podías nombrar.
Lo que sigue es el análisis de Pujol, que vale como homenaje y como un eterno gracias al poeta y a su obra.
«Ella vendrá» (Fernández-Pandolfo)
En su curioso y muy celebrado Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes reflexiona sobre la angustia que domina toda espera amorosa. El enamorado que espera, anota Barthes, no tiene sentido de las proporciones. Para él, esperar a una persona o una llamada telefónica es más o menos lo mismo; ambas situaciones causan una sensación angustiante que sólo cesará con la llegada o la llamada del ser amado. A su vez, el entorno del que espera está aquejado de irrealidad: el ejemplo del tipo que espera a una mujer en el bar, y todo a su alrededor le parece un tanto extraño, es quizás el más elocuente de los varios que encuentra Barthes. «La identidad fatal del enamorado», concluye el ensayista francés, «no es otra más que esta: yo soy el que espera».
Son incontables las canciones argentinas que, de modo central o elusivo, tratan el tópico de la espera. El tango canción nació con una imagen de abandono. Allí el enamorado soñaba con el improbable regreso de su amada. En efecto, en «Mi noche triste» Pascual Contursi puso a los argentinos frente a una situación de espera más ilusoria que puntual. De ahí en adelante, «Soledad», de Gardel y Le Pera, marcó el punto más alto de la espera hecha canción:
En la doliente sombra de mi cuarto al esperar
sus pasos que quizá no volverán,
a veces me parece que ellos detienen su andar,
sin atreverse luego a entrar.
En el folclore, se recuerda «Haceme sufrir», una chacarera de los Hermanos Simón en la que la espera se mide en la larga duración del resto de una vida:
Quien espera desespera
me suelen decir,
yo no pierdo la esperanza
te acuerdes de mí.
También hay mucha espera en canciones como «La nave del olvido» y «Mil horas», como ya hemos señalado en otras partes de este libro. Pero al momento de vérnosla con «Ella vendrá» de Palo Pandolfo, los ejemplos tangueros son quizá más pertinentes que los que podemos rastrear en otras tradiciones de canción. Recientemente, Pandolfo, que viene del under, la psicodelia y la admiración por bandas oscuras como The Cure, compuso temas con el Tata Cedrón y orientó sus búsquedas hacia lo que él llama «los ancestros». No diría que se volvió tanguero ni folclorista, sino más bien que el carácter «lírico» de sus canciones tiene lazos con el cancionero tradicional.
«Ella vendrá» proyecta el tema de la expectación amorosa hasta una situación límite. Toda espera se alimenta de irracionalidad, pero aquí la persona ausente adquiere las dimensiones de un santo sanador. Es tanto lo que el enamorado espera cambiar o mejorar con la llegada de ella, que la demorada visita se convierte en una suerte de utopía personal. La fe del que aguarda es infinita, como su angustia. Si el mortificado de Le Pera desconfiaba de esos signos fantasmales que buscaban confundirlo («Pero no hay nadie y ella no viene/ es un fantasma que crea mi ilusión»), el expectante de «Ella vendrá» se atrinchera en la fe de un místico o un revolucionario:
Ella vendrá
y las heridas que marca mi cara
se secarán en su boca de agua.
Ella vendrá
y al fin el techo dejará de aplastarme
dejará de verme
solitario besando mi almohada
solitario quemando mi cama
solitario esperándote.
Quienes no cejan en defender la causa del rock argentino más allá de los años 70 suelen resaltar la calidad poética de «Ella vendrá». Recuerdo haber escuchado por la radio a Tom Lupo leyendo la letra de Pandolfo para ponderarla, con toda justicia. Pero también es verdad que dentro de la movida independiente a la que en los 80 pertenecía Don Cornelio y la Zona —la banda con la que en 1987 Pandolfo grabó su canción—, la simplificación de los parámetros musicales terminó por desnivelar un poco la relación letra-música. He aquí una paradoja, si aceptamos, junto al propio Pandolfo, que el éxito arrollador del que esta canción supo disfrutar no se debió a su letra sino a la modesta melodía creada por Claudio Fernández, el baterista del grupo.
El melisma del estribillo, con la «A» final estirada a lo largo de un compás y medio («Ella vendrá… á… á»), pegó enseguida. Tiene gancho, es adhesivo, se presta al coreo, y a todos nos gusta corear algo. La breve secuencia que descansa en el acorde de La menor es tan fácil de tocar, que ya en la segunda o tercera clase de guitarra se la puede hacer sin problemas. Pero una vez agotadas nuestras energías en la fiesta con «música de los 80», recomiendo reparar, una vez más, en una de las mejores letras de un género al que con frecuencia se le imputan carencias literarias
* Por Gabriel Montali para La tinta