La crisis de Haití ante el espejo de su historia
Por estos días, la nación caribeña es escenario de un nuevo eslabón que profundiza una crisis histórica, generada por la injerencia extranjera y el racismo que cruza a nuestro continente.
Por Mauricio Caminos para La tinta
Haití volvió a hundirse en un trágico laberinto sin salida. Cinco días después del asesinato del presidente de facto, Jovenel Moïse, por estas horas, rige el estado de sitio, tres dirigentes se proclamaron al frente del gobierno interinamente y Estados Unidos y a la ONU preparan el envío de tropas para proteger puertos, aeropuertos y otros puntos estratégicos. A su vez, avanza la investigación por el magnicidio con la detención de 18 colombianos –soldados retirados del Ejército- y dos estadounidenses, según un cable de la agencia AP difundido ayer.
Pero lejos de ser un hecho aislado, la muerte de Moïse representa el capítulo más reciente de una histórica crisis que atraviesa el pequeño país caribeño desde sus orígenes, con las principales potencias como actores protagónicos y los países latinoamericanos dando la espalda sistemáticamente.
El huevo de la serpiente
“Para entender el huevo de la serpiente, hay que saber que a Haití nadie le quería reconocer la independencia”, apunta Juan Francisco Martínez Peria –Doctor en Historia (Universidad Pompeu Fabra), especialista en el Caribe y autor del libro ¡Libertad o Muerte! Historia de la Revolución Haitiana–, que sitúa la raíz de la crisis actual más de 200 años atrás.
En 1804, Haití fue el primer país de América Latina en independizarse y la única revolución de esclavizados que triunfó en la historia: derrotaron a España, Inglaterra y Francia juntos, los imperios más importantes de la época. Pero aquella rebelión perfecta desató, a su vez, una tormenta también perfecta sobre el destino de este país antillano, situado al occidente de la isla La Española, que comparte con República Dominicana.
“Haití y su revolución siempre fueron olvidados. Constantemente, se presenta al país en términos negativos y su independencia es negada, actitud que tiene que ver con el racismo imperante en esa época y de hoy en día. Haití está sufriendo un castigo permanente por haber hecho la revolución que hizo. Nunca se lo perdonaron”, plantea Martínez Peria. “La revolución generó un impacto muy grande en el mundo atlántico, mucho miedo a las élites blancas y criollas, y muchas esperanzas en los sectores populares, esclavizados y afrodescendientes en América Latina, el Caribe y Estados Unidos”, agrega.
Por eso, las potencias reaccionaron rápido a su independencia y Francia intentó recolonizar, en vano, la isla. En 1825, Haití sufrió un golpe muy duro cuando Francia dio el brazo a torcer a cambio del pago de una cuantiosa indemnización, seguida de una amenaza militar. La imposibilidad de pagar esa deuda obligó al país a tomar un empréstito con su propio verdugo, contrayendo así una suerte de doble deuda externa. Esa dependencia económica fue seguida de profundas crisis políticas internas, que marcaron el pulso de un inestable siglo XIX. El saldo fue la intervención de Estados Unidos, entre 1915 y 1934, en nombre de una ansiada “libertad a la norteamericana”, que la Casa Blanca ya pregonaba extendiendo sus tentáculos a Cuba, Puerto Rico y República Dominicana.
Frontera imperial
Haití y el Caribe siempre fueron fichas de intercambio en el tablero internacional, donde las potencias echaron mano según sus intereses. Su importancia radica en su ubicación geográfica, puerta de entrada a América Latina y paso obligado de una parte importante del comercio mundial hacia el Pacífico, a través del Canal de Panamá.
“El Caribe siempre fue un lugar muy importante geopolíticamente -subraya Martínez Peria-. Ahí comenzó la conquista y desde siempre hubo una disputa entre todas las potencias. Durante el siglo XVIII, fue un enclave importante para el azúcar, considerado el oro blanco, y, desde entonces, todas las rutas comerciales pasaron por ahí. No es un paraíso como lo vende el turismo, sino un lugar de enormes tragedias construido a base de sangre, colonialismo y genocidios”.
Lejos de las postales de los cruceros, la región es una “frontera imperial”, como la definió el ex presidente e intelectual dominicano, Juan Bosh, en su libro De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe frontera imperial, que, en sus primeras líneas, afirma: “El Caribe está entre los lugares de la Tierra que han sido destinados por su posición geográfica y su naturaleza privilegiada para ser fronteras de dos o más imperios. Ese destino lo ha hecho objeto de la codicia de los poderes más grandes de Occidente y teatro de la violencia desatada entre ellos”.
El Caribe cuenta con un “póker del espanto”, como lo tituló el propio Bosh en otro de sus libros. Tan solo en la primera mitad del siglo XX, la región vivió un baño de sangre bajo los regímenes de Juan Vicente Gómez, en Venezuela; Gerardo Machado y Fulgencio Batista, en Cuba; Rafael Leónidas Trujillo, en República Dominicana, y las dinastías de los Somoza en Nicaragua y -claro está- de los Duvalier en Haití.
Los Duvalier y los ciclos golpistas
Con la llegada de Franklin D. Roosevelt y su “política del buen vecino”, la Casa Blanca dejó de intervenir de manera directa en Haití, pero acompañó el ascenso y la consolidación de las dictaduras de Fracois “Papa Doc” Duvalier, primero, y de Jean-Claude “Baby Doc” Duvalier, después. Entre 1957 y 1986, hubo 40.000 muertos y más de un millón de exiliados bajo el paraguas norteamericano que buscaba contener el avance del comunismo en el Caribe, que tenía su punta de lanza desde 1959 en Cuba, a solo 100 kilómetros de distancia de Haití a través del Paso de los Vientos.
Los Duvalier sistematizaron una política de terror e inauguraron un ciclo de golpes que ni siquiera el derrocamiento de “Baby Doc”, el 7 de febrero de 1986, sepultó. Desde entonces, en Haití, se sucedieron ocho golpes de Estado, 34 cambios de gobierno (por cambio de primer ministro), cinco elecciones abortadas, tres intervenciones militares extranjeras y cinco misiones de la ONU para la estabilidad y la paz, según el cálculo del economista y cineasta haitiano Arnold Antonin.
“En la historia misma del país, los dirigentes siempre quieren quedarse en el poder”, entiende Robby Glésile, referente de la comunidad haitiana en la Argentina y miembro del grupo de estudio sobre migraciones de la Universidad Nacional de Rosario (UNR). “Tenemos esa práctica de no respetar las reglas de la democracia: cada uno quiere estar en el poder pase lo que pase –plantea-. No hay un trabajo de memoria para que la población entienda las reglas de la democracia, que la dictadura no es el camino del país. Hoy en día, el espectro de la dictadura sigue planeando sobre la población haitiana, en los discursos y los reflejos”.
Y es que el periodo de democratización que siguió a la caída de “Baby Doc”, que redactó una nueva Constitución en 1987, y que permitió el ascenso popular de Jean-Bertrand Aristide, fue coartado sistemáticamente. El sacerdote salesiano vinculado a la teología de la liberación se convirtió, el 7 de febrero de 1990, en el primer presidente elegido en elecciones abiertas y libres -casi 200 años después de la independencia-, pero, a los siete meses, fue derrocado por un golpe de Estado financiado por Estados Unidos y apoyado por Francia y Canadá. Paradójicamente, tras la presión de Bill Clinton, los golpistas tuvieron que retroceder sus pasos y restituyeron a Aristide en 1994. Pero una nueva semilla podrida comenzaba a germinar en territorio haitiano: la ocupación internacional.
Ocupación y terremoto
La Misión Civil Internacional en Haití (MICIVIH), de 1993, sería el germen de la futura Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH), que se extendió durante 15 años, hasta 2009, y contó con la participación de países latinoamericanos como Argentina y Brasil, que comandó parte de la misión a cambio de conseguir un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero lejos de llevar paz, la MINUSTAH fue denunciada por múltiples violaciones a los derechos humanos, crímenes sexuales y la propagación del cólera.
A esa suma de calvarios, se agregó, en 2010, el terremoto que dejó literalmente al país bajo los escombros. Un sismo de 7 grados en la escala de Richter, de apenas pocos segundos, colapsó más de la mitad de las construcciones en la zona metropolitana de Puerto Príncipe-Pétionville. Más de 300.000 personas murieron y más de dos millones quedaron en la calle.
La naturaleza se ensañó con Haití, pero la mano humana le dio un golpe de gracia. Diez años después, hay múltiples denuncias de que la falta de organización y la corrupción se tragaron los casi 12 mil millones de dólares distribuidos en más de 2.500 proyectos de reconstrucción, a través del Módulo de Gestión de la Ayuda Externa del gobierno de Haití.
Presente y futuro
Si bien tradicionalmente se conoce a Haití como la nación más pobre de Latinoamérica, la Historia demuestra que, en realidad, es un país empobrecido. Actualmente, en Haití, casi el 60 por ciento de la población vive con menos de dos dólares por día, pero la precariedad afecta a todos. Glésile lo grafica así: “Cualquier persona, sea de la clase que sea, vive en la precariedad. Porque una persona con dinero puede accidentarse en la calle, pero no tiene un hospital donde atenderse”. Y agrega otro ejemplo: “Yo soy de Puerto Príncipe y hoy la capital no tiene ni una sala de cine. ¿Cómo un joven que está creciendo va a poder divertirse? La frase ‘voy al cine’ no existe. Somos un país que vive una situación extrema”.
Y esa pobreza genera violencia. En los últimos años, se expandieron las pandillas y mafias fuertemente armadas, que controlan barrios de la capital y se financian a través de secuestros. Hay cerca de 80 bandas criminales, según la Comisión de Desarme del Estado nacional, y en 2020 hubo casi tres secuestros por día, de acuerdo a la organización de derechos humanos Défenseurs Plus.
En ese contexto, Moïse llegó al poder, “lo más catastrófico desde el terremoto”, en palabras de Glésile. El mandatario no solo asumió tras sucesivas elecciones fraudulentas y obtuvo apenas el 18 por ciento de los votos, sino que también cerró el Parlamento y, desde enero de 2020, gobernaba por decreto. Además, creó una agencia de inteligencia que tipificó los actos de vandalismo como “terroristas” y, desde febrero pasado, se negaba a entregar el poder, pese a que la Constitución local establece que los mandatos comienzan en la fecha de celebración de las elecciones (2016), no en el momento formal de la asunción del mandato.
Pero aunque no tenía legitimidad popular, con masivas protestas en las calles, Moïse contaba con el apoyo internacional del famoso Core Group, integrado por Estados Unidos, la OEA, la ONU y la Unión Europea. Fue su premio luego de romper lazos con Venezuela y mantener el status quo de la élite: Haití hoy funciona como paraíso fiscal, es enclave de maquiladoras, funcional al negociado de la asistencia internacional y ruta de paso para el narcotráfico.
Ante semejante panorama, ¿qué esperar del futuro de Haití? Es una pregunta difícil de responder, teniendo en cuenta el vacío de poder actual: como presidente interino, se autodesignó Claude Joseph, anteúltimo primer ministro de Moïse, aunque pocos días antes de morir, este nombró al abogado Ariel Henry en el cargo, pero que todavía no había jurado. Y para colmo de males, el presidente de la Corte de Casación, René Sylvestre, que sí podría haber sido el sucesor legal del presidente, falleció en junio por la COVID-19.
Además, sobrevuela la posibilidad de una nueva ocupación extranjera, ya que, el fin de semana, Joseph declaró a la prensa la necesidad de “auxilio de nuestros socios internacionales”.
“El peligro real es la ocupación de Estados Unidos”, analiza Martínez Peria, teniendo en cuenta que, al último asesinato presidencial de Haití -Vilbrun Guillaume Sam en 1915-, le siguió el envío de marines por parte de Woodrow Wilson y que duró casi dos décadas.
Pero aunque la crisis actual es compleja, muchos intereses están en juego y la Historia parece estar manchada de sangre, aún hay esperanzas de que el país pueda retomar definitivamente su senda de independencia, que conquistó antes que nadie en 1804. “Los gobiernos y pueblos latinoamericanos deberían oponerse a esa intervención. Haití necesita que la dejen sola, no que otros países le indiquen qué hacer desde una manera paternalista”, concluye Martínez Peria.
“Salvar a Haití primero depende de los haitianos; después, si algunas naciones quieren ayudar, vamos a ver”, afirma Glésile, que desde sus redes sociales, en las últimas horas, pidió por la paz en su país: “La violencia no es el camino para Haití”.
*Por Mauricio Caminos para La tinta / Foto de portada: Joseph Odelyn – AP