Francisco “Paco” Urondo: escribir desde la tensión
El 17 de junio, se cumplieron 45 años del asesinato del escritor, ocurrido en Mendoza en 1976. Definido por Juan Gelman como un poeta rimbaudiano, su obra fue, ante todo, una manera de vivir que todavía interpela nuestro presente.
Por Gabriel Montali para La tinta
Dicen que su impulso vital no provenía del arte ni de la política. Dicen que esos fueron los medios por los que se expresó su verdadera esencia, lo verdaderamente importante para el vasco Urondo. Algo que, en principio, parece ajeno a los dominios de la militancia y la literatura. Algo mundano y simple: el ritual de la comida compartida, de la botella arrasada en tropa. El fugaz entretejido del diálogo nocturno en compañía de una guitarra. Ese deseo de perpetuarse en un estar juntos por fuera de la rutina en el que Paco no sólo adoraba perderse. Además, dicen que era un gran anfitrión. Que la vieja casona de San Telmo que alquilaron en los años sesenta con la actriz Zulema Katz, su segunda esposa, se convirtió pronto en un aguantadero de amigos divorciados y perseguidos políticos.
Que allí vivieron, entre otros y otras, Juan Gelman, Cesar Calvo, Rodolfo Kuhn, José Luis Mangieri, Susana “Piri” Lugones y el “Tata” Cedrón. Que en esa comuna extravagante en la que se ejercía, en palabras de Paco, “una capacidad de amor que la gente todavía tiene”, cada fiesta o recital o encuentro de lectura derivaba en charlas interminables en las que, según Cedrón, lo más jugoso sucedía cuando hablaban de pelotudeces, cuando dejaban en paz lo trascendental y se entregaban al baile, al canto, a las gastadas, a la risa fraterna. A esa trama afectiva de la que surgía el nervio poético de Urondo, que celebraba la amistad como “lo mejor de la poesía” y la vida, esa vida, como forma suprema de la experiencia. Quizás porque en la festividad del encuentro con el cuerpo del otro, del ser y vivir para el bien de los demás, Urondo encontraba la sustancia misma de la revolución o, al menos, la única capaz de arrancarle a la política el lenguaje totalitario y hedonista que le ha impreso la sociedad moderna.
Su literatura está escrita desde ahí: hace del afecto un resguardo contra toda deshumanización, incluso aquella que encontró en su militancia. Por eso, su obra desmiente el verso de que la izquierda no hizo autocrítica, ese lugar común del gorilismo mediático. En realidad, Urondo, Walsh, Gelman, Conti, y la lista podría seguir, escribieron desde el foco de la tensión que introdujeron los dogmatismos políticos que cercenaron las posibilidades de disenso dentro de las organizaciones revolucionarias. Y al hacerlo, sentaron las bases del revisionismo que luego profundizarían revistas como Controversia, La ciudad futura, Confines y Punto de vista, por mencionar apenas un pequeño recorte que omite la cantidad de libros que publicaron los sobrevivientes.
Los pasos previos, por ejemplo, su única novela, publicada en 1972, comienza con una escena reveladora. Mientras realiza con varios compañeros una acción de militancia en el centro de Buenos Aires, Marcos, el personaje principal, escucha la frenada de un auto e imagina que es la policía que los acaba de descubrir y que va a reventarlos a tiros. Por unos segundos, el paisaje se diluye en un estremecimiento de colores y formas que recuerda al cuadro El grito, de Edvard Munch. O quizás a un ataque de pánico que dura apenas un instante, hasta que Marcos se da cuenta de que no es la policía, sino un vecino cualquiera el que acaba de frenar y entonces piensa en tono de reproche: “De aquí, de esta porquería asustada, va a salir algún día el Hombre Nuevo”. Pero ese ser sobrenatural no aparece en ningún pasaje de la obra. Sus personajes no logran crearlo o hacerlo surgir, y poco a poco esa figura se les representa como un deseo imposible, quizás como un personaje de ficción. Porque lo permanente para ellos no es la templanza del héroe, sino el miedo a morir. O peor: el miedo a quebrarse, a ser capturados y delatar en la tortura, que introduce otras preguntas desgarradoras: ¿hay que tomar las armas?, ¿hay que ser foquistas?, ¿va por ahí el asunto?, ¿y qué hacemos si no podemos ser otros, ser verdaderos revolucionarios?, ¿y si acaso la revolución es una fantasía y lo que nos espera es la derrota, incluso en el triunfo?, o aún más contundente: y si acaso ese deseo de un nuevo mundo nos exige, para realizarlo, renunciar a todos nuestros rasgos de humanidad, comenzando por nuestro apego por la vida, ¿qué hacemos? ¿Es eso la revolución o es la victoria definitiva del proyecto deshumanizante contra el cual nos estamos rebelando?
Urondo tampoco responde estas preguntas. Su novela, al igual que su poesía, no tematiza certezas y seguridades. Al contrario, se ubica en el epicentro de la ambigüedad donde los claroscuros de la historia hacen surgir el arte. Allí donde los grandes sucesos coinciden con los sucesos mínimos, con la historia nuestra, íntima, en una misma inquietud que sólo podemos retratar bajo la figura del extrañamiento. La enorme incógnita que desborda todo dogmatismo e incluso esteriliza la potencia de nuestra imaginación, y que está presente ya en sus primeros poemas, como sucede en “Arijón”, publicado en Nombres (1963): “Desde entonces vuelve/ aquel significado propiciatorio del crepúsculo/ vuelve hasta que toda sea/ la única realidad que no se puede transformar/ que asusta con la inconsciencia/ que seduce con la libertad/ una absoluta sombra/ un eterno repliegue”.
Y es esa, precisamente, la prueba de que estamos ante un escritor contemporáneo, en el sentido en el que Giorgio Agamben define el término. Porque contemporáneo no es aquel que se identifica plenamente con su época, aquel que coincide a la perfección con las circunstancias de su tiempo. Contemporáneo es quien mantiene cierta distancia con su presente. Aquel que busca en ese desfase no sólo las luces del contexto, sino también su oscuridad. La sombra que está ahí para recordarnos que nunca podremos estar a la altura de los mitos y que, en definitiva, la política es mucho más que estrategias de lucha y ejercicios de invención ideológica. Es, al mismo tiempo, la puesta en juego de lo único que podemos oponer como resguardo ante esa oscuridad que amenaza con devorarlo todo: la comida compartida, el ritual del afecto, los momentos en los que queda suspendida, al menos transitoriamente, nuestra tendencia a vivir en base a las jerarquías que constituyen todas las formas de desigualdad.
Parece mundano y simple, pero es indispensable, como decía el poeta, para encontrar la palabra justa, para cantar junto al endurecido silencio.
*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: La tinta.