Afganistán: la catástrofe anunciada
Estados Unidos se retira del territorio afgano dejando la situación mucho peor que antes de la invasión militar de 2001. El Talibán, a quien Washington decía combatir, controla grandes partes del país.
Por Guadi Calvo para Línea Internacional
Desde que se sellaron los acuerdos de Doha (Qatar) entre la administración de Donald Trump y el Talibán, en febrero del 2020, nadie creyó que se estaba frente a un pacto de caballeros, ya que aquello no fue más que un salvoconducto otorgado por el Talibán a Estados Unidos para que estos pudieran retirarse con cierta dignidad y no repetir las humillantes escenas de la caída de Saigón, el 30 de abril de 1975.
La teoría de la “huida” acordada quedó confirmada con los anuncios del presidente Joe Biden el pasado 14 de abril, fecha en la que presentó su plan de retirada, que se inició el 1 de mayo pasado y terminará bastante antes del 11 de septiembre, según lo había establecido. Lo demás no es más que la crónica de una catástrofe anunciada.
Como un dique que se desploma, cada día se conocen nuevas grietas en la resistencia que intenta establecer el gobierno de Kabul y desde cada provincia se reportan los constantes avances de los muyahidines del mullah Haibatullah Akhundzada, al mismo ritmo que las oficinas del gobierno central en el interior del país cierran y se repliegan hacia Kabul, indefensas tras los fracasos del Ejército Nacional Afgano (ENA), del presidente Ashraf Ghani. Día tras día, se confirman nuevas bajas entre sus hombres. Se estima que, desde 2001, las fuerzas locales, aliadas a Estados Unidos, han tenido más de 65.000 muertos, los que podrían ser muchos más ya que los mandos no informan muchas de esas bajas al igual que las deserciones, para poder seguir recibiendo esos sueldos. Mientras, se conocen batallas continuas, donde se producen numerosas bajas entre las fuerzas afganas y el Talibán, que no solo toma más y más prisioneros, sino que incauta ingentes cantidades de armas, equipos de comunicación y transporte.
El desorden mayúsculo que se vive por estos días en el interior del país se replica incluso dentro de las fuerzas norteamericanas, que todavía no deciden qué hacer ni con los colaboracionistas afganos, que están rogando ser asilados en Estados Unidos junto a sus familias, lo que representaría una cifra de más de 500.000 almas, por temor a las represalias de los integristas; ni con los cerca de 18.000 contratistas (mercenarios) de empresas norteamericanas que todavía operan en el país y desconocen cuál será el destino que les dé el Pentágono, a pesar de que ya han informado que, sin su asistencia, las fuerzas de seguridad afganas no podrán mantener en el aire sus aviones, helicópteros y drones, las únicas herramientas en que superan al Talibán.
Estas indecisiones no solo refieren a estos dos puntos, sino que abarcan al interior de los mandos políticos y militares de las fuerzas la misión “Resolute Support” (Apoyo Decidido), que llegó a incluir 36 estados miembros y socios de la OTAN de las que hoy solo se mantienen 13, con un número que araña los 10.000 efectivos, ya que se encuentran en pleno desbande sin acertar a levantar una fachada más o menos creíble para disimular la derrota.
El pasado viernes 18 de junio, los mandos norteamericanos planeaban realizar la solemne ceremonia en la sede kabulí de “Resolute Support” y, de manera extemporánea, el evento fue cancelado, sin que a ninguno de los asistentes se les expliquen las razones de la interrupción de tan “magno” y confuso evento, lo que generó más dudas y temores que molestias. Se está discutiendo seriamente, dado los niveles de inseguridad y la presunción, muy cierta, de la inmediata caída de Kabul apenas salga el último soldado norteamericano de Afganistán.
Los números de víctimas que está provocando la insurgencia se han disparado, aumentado entre enero y marzo en comparación con el año pasado un 29 por ciento. En abril, las víctimas del terrorismo habían sido 1.645, trepando en mayo a 4.375. Entre las víctimas, se cuentan chiitas hazaras, trabajadores humanitarios, los vacunadores contra la poliomielitis, periodistas, funcionarios gubernamentales y judiciales. El actual cuadro de situación, y particularmente la violencia desatada en Kabul, ha puesto en alerta a muchas embajadas, que pudieran verse obligadas a cerrar.
Para peor, y agregándole todavía más dramatismo a la situación, la embajada norteamericana, que ocupa un extenso complejo en la zona más segura de la capital afgana y que contaba con cientos de funcionarios, hoy se encuentra virtualmente paralizada por el brote de la COVID-19 entre sus empleados, muchos de ellos, ya evacuados y otros confinados en sus habitaciones.
Aquello de que el ideograma chino que representa el termino crisis también representa la palabra oportunidad, de ser cierto podría ser aplicado para que Estados Unidos, tras su fracaso en Afganistán, tenga la oportunidad de trasladar a varias naciones rivales y vecinas de Afganistán –como China, Rusia, Irán y Pakistán- la pesada carga de lidiar con los, otra vez, victoriosos talibanes.
La apabullante ofensiva de los muyahidines muestra, de manera definitiva, que en poco tiempo más Kabul caiga y todo el país se encuentre como antes de la invasión de 2001, pero con un gobierno talibán frente a los 39 millones de afganos, después de haber derrotado en una guerra de 20 años al conglomerado bélico más poderoso de la historia: Estados Unidos junto a la OTAN.
El descomunal esfuerzo en vidas y miles de millones de dólares por parte de Occidente deberá, de alguna forma, ser justificado frente a sus pueblos que lo han financiado si no quieren que la derrota sea todavía mucho más estruendosa. Para eso, se puede convertir la crisis en una oportunidad, algo que sin duda debe estar en evaluación por parte los think tank que en las sombras rigen esas “democracias”.
Para ello, el Departamento de Estado norteamericano se encuentra presionando de manera descarada a Pakistán, su antiguo socio en la guerra anti-soviética (1978-1990) y cuyas excelentes relaciones se interrumpieron en 2011, para que Islamabad presione al Talibán para atenuar las represalias y controle a sus mandos medios tras la toma del poder. Por su parte, el primer ministro pakistaní Imran Khan declaró a principios de junio: “Hay mucho miedo en este momento en Pakistán y les aseguro que estamos haciendo nuestro mejor esfuerzo para que haya algún tipo de acuerdo político antes de que los estadounidenses se vayan”. La falta de un acuerdo político en el país vecino tendrá consecuencial en toda la región.
Pakistán, que cuenta con cerca de 36.000 madrazas (escuelas coránicas) wahabitas -semilleros de futuros terroristas-, podría verse afectado fuertemente en tres instancias si finalmente sucede lo que todos los analistas creen: que la intensificación de la guerra en Afganistán provoque nuevas oleadas de refugiados a través de su frontera hacia Pakistán, país que no se encuentra en condiciones financieras para dar contenciones alimenticia y de salud a la oleada de expulsados que podría holgadamente superar el millón. Al mismo tiempo, podría ser afectado en la alianza con China, que tanto ha apostado el país con la construcción del nuevo Camino de la Seda. Para vencer la resistencia de Islamabad, Estados Unidos cuenta con el mejor aliado, la India, que desde hace años ha extendido su influencia en Afganistán, pretendiendo encerrar a Pakistán entre sus fronteras norte y sur, abiertamente hostiles. A su vez, la insurgencia integrista local podría verse influenciada por el éxito del Talibán al otro lado de la frontera.
Aunque la frontera sur afgana no es el la única que se podría sentir amenazada con los integristas nuevamente rigiendo el poder desde Kabul, hacia el norte Afganistán tiene fronteras con Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, tres ex repúblicas soviéticas con las que Rusia, después de años de desencuentros, ha vuelto a tener un fuerte juego político y comercial, por lo que los talibanes, nuevamente financiados por Arabia Saudita y Estados Unidos, podrían comenzar a generar algún tipo de actividad en esas tres naciones.
Por su parte, Irán, que cuenta con más de cuatro millones de refugiados afganos en proximidad de la frontera de casi 1.000 kilómetros, tendría que incrementar sus niveles de seguridad ya que, impulsados por Washington o Israel, podrían generar atentados dentro del país persa.
En la frontera oriental, con Tayikistán y China, donde se mueven con cierta comodidad las bandas extremistas vinculadas al separatismo en la provincia china de Xinjiang, encabezada por miembros de la minoría musulmana uigur que procuran la creación de un Estado independiente conocido como Turkestán Oriental; con acciones del Movimiento Islámico de Uzbekistán (IMU) y el Movimiento Islámico de Turkestán Oriental (ETIM), que han generado multitud de ataques y atentados, llegando a hacerlo en Beijín; con el espaldarazo del Talibán podrían volver a activarse y recuperar el terreno perdido a partir de 2013, sembrando inestabilidad en una región particularmente díscola a los intereses norteamericanos.
A todo este crisol de jugadores en la región, hay que agregar a Turquía, que ha incrementado su presencia en Afganistán tratando de expandir su influencia a todo el mundo islámico de Medio Oriente y Asía Central. Por lo que, según comunicó el pasado jueves 17 de junio el asesor de seguridad nacional de Biden, Jake Sullivan, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan se ha comprometido, tras conversaciones con el mandatario estadounidense, a asumir la seguridad del aeropuerto de Kabul, punto esencial para cualquier plan de asistencia a la resistencia que pueda establecer el presidente Ghani y su espectral ejército, intentando evitar la catástrofe anunciada.
*Por Guadi Calvo para Línea Internacional / Foto de portada: Jim Huylebroek – The New York Times