Me voy del país: la promesa de la felicidad migrante
La retórica de la búsqueda de una mejor vida fuera del país ha crecido, acelerada y paradójicamente, en un mundo en crisis sanitaria. ¿Qué hay detrás de esos meta relatos de felicidad, éxito y progreso en el exterior? Spoiler Alert: no tenemos ninguna respuesta, ensayamos algunas hipótesis para pensar en voz alta.
Por Emilia Pioletti y Verónika Ferrucci para La tinta
¿Qué tienen en común Susana Giménez, Luciano de Lomas de Zamora, María Florencia de La Plata y Gonzalo de Córdoba? A priori, nada. En una mirada más cercana es donde finalmente se ve: todes son argentines y comparten la profunda convicción de que el pasto es más verde en el jardín vecino.
Historias de profesionales, familias y empleades que “se animan a dejarlo todo en su país con el único sueño de construir un futuro mejor”. ¿Los motivos? En general, prima una cuestión económica: casi la totalidad de los titulares sobre estas gestas heroicas en busca del progreso hablan de plata. Aparecen también la búsqueda de condiciones de seguridad o mejores oportunidades para la crianza y, en algunos casos, la ilusión de la tan deseada movilidad social. Y, de nuevo, la plata. ¿Está mal pensar así? No. ¿El dinero no es todo, pero cómo ayuda? El dinero no es todo, pero cómo ayuda.
Estas historias individuales de grandes proezas, que empiezan en un garage con 10 dólares y cuya única explicación es la localización geográfica, comenzaron lenta y disimuladamente a ocupar lugares extrañamente privilegiados en los grandes medios de comunicación. Esa militancia sí que se puede ver, chiques.
¿Quién quiere irse en un mundo en llamas, en medio de una pandemia, donde no hay ningún país que no esté atravesando una crisis sanitaria, económica y política? ¿El pasto más verde es siempre un mejor pasto? ¿Qué hay detrás de estos relatos? ¿Tienen una pauta de alguna agencia de turismo? ¿Algún consulado tal vez? ¿Qué construye este tipo de discursos?
Ahora sé que me siento mucho más fuerte sin tu amor
Luciano, de 38, describe a la Argentina como la antítesis del paraíso: “Necesito sacar a mi hija de este infierno social”. Destino: Italia. Verónica, de 39, se fue a España y afirma que “no sabía lo mal que vivía hasta que dejé el país”. Antonella, de 25, dice desde Suecia: “No está mal lavar copas cuando te pagan 15 euros por hora y estás en blanco”. Carlos, que a sus 30 emigró a los Estados Unidos, dice que hoy es millonario: “En la Argentina subsistía, acá progreso”. Por su lado, Mario, de 33 años, que era dentista en Buenos Aires: “Dejó todo para mudarse a Nueva York, fue asistente de Beyoncé y hoy triunfa vendiendo empanadas”. Toda una declaración de principios.
Las notas periodísticas que llenan la agenda mediática no sólo son historias de personas, sino también estudios científicos apelando al remanido recurso de la falacia de autoridad. “En julio de 2020, la consultora Taquión Research Strategy hizo un relevamiento que señaló que ocho de cada diez argentinos con posibilidades de proyección se irían del país si tuvieran las condiciones para hacerlo. Antes de la pandemia, la Universidad Argentina de la Empresa (UADE) preguntó a 1.179 personas que viven en la ciudad de Buenos Aires y Gran Buenos Aires si se irían del país. La muestra elegida -ubicación geográfica, mayoría de trabajos en el sector servicio, nivel socioeconómico alto y promedio 32 años- dio una respuesta clara: 3 de cada 4 consideró la opción de emigrar”.
Resulta irónica la narrativa sobre la migración como relatos felices en un mundo donde no deja de crecer el racismo hacia les migrantes. Claro, pero sucede que hay distinciones y jerarquías. No da lo mismo quién es la persona que migra, no hay ingenuidad: la condena social y el odio está direccionado hacia los cuerpos racializados, dolidos y arrasados por las desigualdades estructurales. No es lo mismo Luciano de Lomas de Zamora que Claudia de Honduras que camina con sus dos niñas en caravanas a veces mortales hasta llegar a Estados Unidos. No es lo mismo Gonzalo de Córdoba, que migra hacia Alemania, que las personas que cruzan el mediterráneo o quedan en el camino, o que las personas que vienen a nuestro país desde Venezuela, Bolivia o Senegal. ¿O es lo mismo?
Los meta relatos de la felicidad de quienes se van hacen un silencioso trabajo de hormiga. Sonrisas brillantes, fotos increíbles en lugares maravillosos, parejas hegemónicas y felices -preferentemente heterosexuales- despotricando contra el país y exhibiendo sus triunfos en moneda extranjera. Su micro sueño precarizado lejos de la madre tierra. Mientras une trabaja jornadas de hasta 12 h por un salario menos que mínimo y por debajo de lo vital, o mil horas de homeoffice en el bendito malabarismo monotributista, o pedaleando una bici o peor: buscando en donde sea alguna changuita para comer.
@pepovaldemorosTriste realidad.#parati #argentina #viral #video #vida #buenosaires #caba #verano #2021 #2020 #europa #afa #boca #realidad #españa #uruguay #futbol♬ ig pepovaldemoros – Pepo Valdemoros
Y entonces, el framing. El encuadre engañoso que genera naturalmente que une empiece a odiar más su vida, su país y convencerse que el sueño está afuera. ¿Dónde anclamos posibles puntos de fuga para las frustraciones por nuestros destinos laborales? ¿De qué sirve esa narrativa de felicidad? Esa promesa de que la felicidad debe estar en otro lugar nos impacta en nuestro cotidiano y está intencionalmente creando una agenda anímica.
La felicidad como horizonte teórico
El sociólogo francés Fracois Dubet, en su libro “¿Por qué preferimos la desigualdad? Aunque digamos lo contrario”, trae un poco de luz: no sólo la sociedad argentina piensa tan mal de sí misma. Dubet cita estudios en donde evidencia que les franceses creen que con sus impuestos sostienen vagos, que su país tiene mucho más inmigrantes de los que realmente tiene y que estos son los responsables del desempleo porque roban trabajo a les franceses. Sí, suena a cierto relato local conocido, pero es en Francia. “Si la mayoría de los franceses parecen hoy tan pesimistas, con frecuencia no tanto respecto a sí mismos como respecto a la sociedad en la que viven, no es sólo por la situación económica. Esta no es siempre mejor en sociedades vecinas. Y no es únicamente porque tengan el lejano recuerdo de una Gran Nación del siglo XVIII. Tienen la sensación más profunda y más íntima de ver deshacerse ante sus ojos una representación muy particular de la propia sociedad”, afirma Dubet. El autor de “La época de las pasiones tristes: De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor” desnuda ni más ni menos aquello que corroe a las sociedades: el anhelo de cierta idea mercantilizada de sociedad y de felicidad.
Podríamos pensar una genealogía de algunos imaginarios que reactualizan viejas formas de aquella promesa de la generación llegada de los barcos y su “Fare l´América”, o el tan deseado, pregnante y cinematográfico “sueño americano”. Desear irse del país se ha convertido en una de las tantas narrativas optimistas que construyen un horizonte ficcional de felicidad, como explica la escritora feminista británica-australiana Sara Ahmed, en su libro “La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría”. Entonces, debido a su carácter aspiracional, la felicidad funciona como una guía invisible y orientativa de la experiencia de lo existente, aunque no necesariamente sabemos qué es lo que queremos cuando anhelamos esa felicidad. Pero la agenda neoliberal la volvió un performativo, un imperativo casi obligatorio y natural, parte vital de la vida, de los afectos y de las relaciones y vínculos cotidianos.
La autora se pregunta ¿qué hace la felicidad? y ¿por qué hay un giro hacia la felicidad en este momento? Y con una incredulidad escéptica de las supuestas bondades de la felicidad, afirma que es la está dictando la organización del mundo y de lo que deseamos.
Para Ahmed, la felicidad es un modo de medir el progreso, un nuevo indicador del desempeño que tiene apego por el futuro, porque allí se depositan las esperanzas, como algo que está allá, en otro lugar. Y entonces, se anuda una impaciencia y ansiedad en el presente para llegar lo antes posible a ese otro lugar donde hay una promesa de felicidad: “Me voy de Argentina a progresar en un mejor país”.
De alguna manera, esta búsqueda de la felicidad en el extranjero es, en palabras de la filósofa francesa Laurent Berlant, una forma del optimismo cruel, esa condición por la cual lo que se desea es, en realidad, un obstáculo para nuestro florecimiento. Un apego a sueños destinados a la frustración. “Una expresión afectiva del progreso, esa marca de la modernidad por la que el hilo teleológico hacia algo mejor parecía más o menos garantizado y, sin embargo, este tipo de optimismo no sólo nos sumerge en una incapacidad para reaccionar ante aquello que nos oprime, sino que además es experimentado como su fuera meramente individual”.
A veces parece un loop del discurso del 2001, el “que se vayan todos” seguido por un “y yo también”. No somos obtusas: sabemos en qué país vivimos. Sabemos en qué continente, cuál es nuestra historia originaria de desposesión, cómo nuestros ciclos económicos de bonanzas son la excepción y las crisis son la regla, y sobre todo, cuál es nuestra realidad actual: la vivimos y sufrimos a diario. Pero vender playas paradisíacas y éxitos garantizados en primeras planas de medios hegemónicos es, por definición, fake news.
La vieja idea de progreso se cruza con los insistentes discursos sobre la seguridad, la educación de calidad y las oportunidades. Argumentos respetables, por supuesto, siempre que sean analizados en su complejidad y contexto. En un arrebato por una mejor vida, hay quienes quedan encandilades por esos relatos que se muestran a diario. El eficaz “sesgo de supervivencia” haciendo lo suyo: la falacia lógica que consiste en concentrarse en las personas o cosas que superaron un proceso de selección pasando por alto a aquellas que no lo hicieron, típicamente por su falta de visibilidad. De cada un Luciano, Antonella o Carlos que triunfan en otras latitudes, hay miles que quedan en el camino. Sólo que esos titulares no son tan jugosos.
*Por Emilia Pioletti y Verónika Ferrucci para La tinta / Imagen de portada: La tinta.