Cadáver exquisito, un caníbal de mi estilo

Cadáver exquisito, un caníbal de mi estilo
5 mayo, 2021 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Cadáver exquisito es una novela de Agustina Bazterrica, publicada en el año 2017. La aparición de un virus letal ha dejado al mundo sin animales: desde las fieras hasta las mascotas deben ser sistemáticamente sacrificadas y su carne ya no puede ser comida. 

Marcos Tejo, el personaje principal, es encargado general del frigorífico Krieg, en donde los animales han sido reemplazados por seres humanos. En este nuevo orden social que impera en todo el mundo, ante la ausencia de carne animal, se ha vuelto lícita la cría de seres humanos para su posterior consumo. El canibalismo es ley y la sociedad ha quedado dividida en dos grupos: los que comen y los que son comidos. Se pueden comprar humanos para comerlos o, incluso, criarlos para su ingesta. Sin embargo, está absolutamente prohibido relacionarse con ellos. Por esa razón, cuando Tejo recibe como regalo una mujer criada para comer, lo que sucede entre ellos lo llevará a transgredir las normas corriendo muchos peligros. 

Con una prosa ligera y precisa, Agustina Bazterrica nos convida una despiadada distopía que nos interpela con evidencia algunas prácticas oscuras y normalizadas de la vida cotidiana actual.

agustina-bazterrica“Egmont quiere entrar a la jaula, pero se frena antes. El padrillo se mueve, lo mira y el alemán da un paso hacia atrás. El Gringo no se da cuenta de la incomodidad del alemán. Sigue hablando. Dice que a los padrillos los compra dependiendo de la conversión alimenticia y de la calidad de la musculatura, pero que a su orgullo no lo compró, lo crió, aclara por segunda vez. Explica que la inseminación artificial es fundamental para evitar enfermedades y que permite la producción en lotes más homogéneos para los frigoríficos, entre muchos beneficios. El Gringo le guiña un ojo al alemán y remata: vale la inversión sólo si se manejan más de cien cabezas porque el mantenimiento y el personal especializado son caros. El alemán le habla al aparato y le pregunta para qué usan al padrillo de retajo entonces, que estos no son cerdos, ni caballos, son humanos y que por qué el padrillo se las monta, que no debería, que es poco higiénico. La voz que traduce es de hombre. Una voz que parece más natural. El Gringo se ríe algo incómodo. Nadie los llama humanos, no acá, no donde está prohibido. <<No, claro, no son cerdos, aunque genéticamente son muy parecidos, pero no tienen el virus>>. Se hace un silencio. La voz de la máquina se quiebra. El Gringo la revisa. La golpea un poco y la máquina arranca. <<Este macho tiene la habilidad de detectarme los celos silenciosos y me las deja óptimas. Nos dimos cuenta de que si el padrillo se las monta las hembras tienen mejor disposición para la inseminación. Pero tiene hecha una vasectomía para que no me las preñe porque hay que tener el control genético. Además, se lo revisa constantemente. Está limpio y vacunado>>. Él ve cómo el lugar se llena de las palabras dichas por el Gringo. Son palabras livianas, sin peso. Son palabras que se mezclan con las otras, las incomprensibles, con las mecánicas, dichas por una voz artificial, una voz que no sabe que todas esas palabras pueden cubrirlo, hasta sofocarlo. El alemán mira al padrillo en silencio. Pareciera que en la mirada hay envidia o admiración. Se ríe y dice: <<Qué buena vida lleva ese>>. La máquina traduce. El Gringo lo mira sorprendido y se ríe para disimular la mezcla de irritación y asco. Él ve cómo surgen preguntas que se atascan en el cerebro del Gringo: ¿cómo es capaz de compararse con una cabeza?, ¿cómo puede desear ser eso, un animal? Después de un silencio incómodo y largo el Gringo le contesta: <<Por poco tiempo, cuando no sirva más, el padrillo también va a ir al frigorífico>>. El Gringo sigue hablando como si no pudiese hacer otra cosa, está nervioso. Él mira cómo las gotas de transpiración se deslizan desde la frente y se detienen, apenas, en los pozos de la cara. Egmont le pregunta si hablan. Dice que le llama la atención tanto silencio.  El Gringo le contesta que desde chiquitos los aíslan en incubadoras y después en jaulas. Que les sacan las cuerdas vocales y así los pueden controlar más.  Nadie quiere que hablen porque la carne no habla. Que comunicarse se comunican, pero con un lenguaje elemental. Se sabe si tienen frío, calor, esas cosas básicas”.

Ante los estragos del virus, en un principio, la postura que se impone es el veganismo, pero los científicos no tardan en descubrir a través de los avances tecnológicos que el comer carne es indispensable. Por eso, los gobiernos toman una decisión drástica: legalizan la cría, reproducción, matanza y procesamiento de carne humana. En ese contexto vive Marcos Tejo, un adulto cuya esposa lo abandonó, y que, además, tiene a cargo el cuidado de su padre. Tejo es el responsable de un frigorífico donde se crían y se faenan “cabezas”, una artimaña del lenguaje oficial para no decir lo obvio: son personas, son humanos. Las escenas que describe allí Bazterrica son terribles, tienen la mezcla justa que genera repulsión y, a la vez, fascinación. 

“Llega al frigorífico. Es un lugar aislado, rodeado de cercas electrificadas. Las pusieron por los Carroñeros que intentaron entrar muchas veces. Rompieron las cercas cuando no estaban electrificadas, las treparon, se lastimaron sólo para conseguir carne fresca. Ahora se conforman con los sobrantes, con los pedazos que no tienen utilidad comercial, con la carne enferma, con eso que nadie comería, excepto ellos. Antes de cruzar la puerta se queda unos segundos en el auto mirando el conjunto de edificios. Son blancos, compactos y eficientes. Nada podría indicar que ahí adentro se matan humanos. Recuerda las fotos del matadero de Salamone que le mostró su madre. El edificio está destruido, pero la fachada sigue intacta, con la palabra matadero como un golpe mudo. Enorme, sola, la palabra se resistió a desaparecer. Se opuso a ser despedazada por el clima, por el viento horadando la piedra, por el tiempo carcomiendo la fachada, esa que su madre decía que tenía influencia art decó. Las letras grises se destacan por el cielo que está detrás. No importa la forma que tome el cielo, si es de un azul agobiante o repleto de nubes o de  un negro rabioso, la palabra sigue ahí, la palabra que habla de una verdad implacable en un edificio bello. “Matadero” porque ahí se mataba. Ella quería reformar la fachada del frigorífico El Ciprés, pero el padre se negó porque un matadero debería ignorarse, fundirse con el paisaje y nunca llamarse por lo que realmente es. Oscar, el guarda de la mañana, está leyendo el diario, pero cuando lo ve en el auto lo cierra con rapidez y lo saluda nervioso. Le abre la puerta y le dice, forzando un poco la voz: “Buen día, Señor Tejo, ¿cómo le va?”. Él le contesta con un movimiento de cabeza. Baja del auto y se queda fumando. Apoya los brazos en el techo del auto y se queda quieto, mirando. Se pasa la mano por la frente transpirada. No hay nada alrededor del frigorífico. Nada a simple viste. Hay un espacio despojado con algunos árboles solitarios y un riachuelo podrido. Tiene calor, pero fuma despacio, alargando los minutos antes de entrar. Sube directo a la oficia de Krieg. Algunos empleados lo saludan en el camino. Él los saluda casi sin mirarlos. Le da un beso a Mari, la secretaria. Ella le ofrece un café y le dice: “Enseguidita te lo llevo, Marcos, qué alegría verte. El Señor Krieg ya se estaba poniendo nervioso. Le pasa siempre que hacés el recorrido”. Él entra a la oficina sin tocar la puerta y se sienta sin pedir permiso. Krieg está hablando por teléfono. Le sonríe y le hace un gesto avisándole que va a cortar enseguida. Las palabras de Krieg son contundentes pero escasas. Habla poco y despacio. Krieg es una de esas personas que no está hecha para la vida. Tiene la cara de un retrato fallido que salió mal, el dibujante lo arrugó y lo tiró a la basura. Es alguien que no termina de encajar en ningún lugar. No le interesa el contacto humano y es por eso que su oficina fue reformada. Primero la aisló, de tal manera que sólo su secretaria puede escucharlo y verlo. Después le agregó una puerta más. Esa puerta da a una escalera que lo lleva directo al estacionamiento privado que queda detrás del frigorífico.  Los empleados lo ven poco, o nada. Él sabe que su jefe lleva el negocio a la perfección, que a la hora de hacer números y transacciones es el mejor. Si se trata de conceptos abstractos, de tendencias de mercado, de estadísticas, Krieg se destaca. Sólo le interesan los humanos comestibles, las cabezas, el producto. Pero no le interesan las personas.  Detesta saludarlas, sostener pequeñas charlas sin sentido sobre el frío o el calor, tener que escuchar sus problemas, aprenderse sus nombres, registrar si alguien se tomó licencia o si tuvo un hijo. Para eso está él, la mano derecha. Él, a quien todos respetan y quieren porque nadie lo conoce, no de verdad. Pocos saben que perdió un hijo, que su mujer se fue, que su padre se derrumba en un silencio oscuro y demencial”.

Cadáver exquisito de Agustina Bazterrica es una alegoría sobre la sociedad caníbal en la que vivimos con una trama sorprendente y bien dosificada. Atrapa al lector desde el principio generando resistencia por lo siniestro y, al mismo tiempo, la imperiosa necesidad de seguir leyendo. Cadáver exquisito provoca esa fascinación única que producen las distopías.

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Sobre la autora

Agustina Bazterrica nació en Buenos Aires en 1974. Es licenciada en Artes (UBA). Ganó el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires “Cuento Inédito 2004/2005” y el Primer Premio en el XXXVIII Concurso Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés” (Puebla, México, 2009), entre otros.  En 2013, publicó la novela Matar a la niña (Textos Intrusos) y, en 2016, el libro de cuentos Antes del encuentro feroz (Alción Editora). Es gestora y curadora cultural, junto con Pamela Terlizzi Prina, del Ciclo de Arte Siga al Conejo BlancoCoordina talleres de lectura con Agustina Caride. 

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: Agustina Bazterrica, literatura, Novelas para leer

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