De vidas ajenas, un manifiesto sobre la dignidad humana
Por Manuel Allasino para La tinta
De vidas ajenas es una novela de Emmanuel Carrère, publicada en el año 2011. En este libro, el escritor vuelve a su veta autobiográfica para plantear casos extremos en donde la enfermedad y las tragedias naturales marcan los límites de la condición humana.
De vidas ajenas comienza con un hecho que generó muchísimas muertes: el tsunami que devastó Ceilán (Sri Lanka). Con el correr de las páginas, en la novela, se aborda la muerte de modo mucho más íntimo, y en forma de cáncer, que para el autor tiende a ser, temerariamente, una enfermedad del ser más que de la carne.
Carrère, una de las voces más originales y sólidas de la narrativa contemporánea internacional, nos sumerge en una historia estremecedora sobre la dignidad humana.
“El hotel, a lo largo de la tarde, se transforma en la balsa de la Medusa. Los turistas siniestrados llegan casi desnudos, a menudo heridos, conmocionados, les han dicho que aquí estarían a salvo. Circula el rumor de que existe el riesgo de una segunda ola. Los lugareños se refugian en el otro lado de la carretera costera, lo más lejos posible del agua, y los extranjeros en lo alto, es decir, en nuestro hotel. Las líneas telefónicas están cortadas, pero al final del día empiezan a sonar los móviles de los huéspedes: parientes, amigos que acaban de conocer la noticia y llaman, devorados por la inquietud. Les tranquilizan con la mayor brevedad que pueden, para ahorrar batería. Por la noche, la dirección del hotel pone en marcha en unas horas un grupo electrógeno que permite recargarlas y seguir las informaciones de la televisión. Al fondo del bar hay una pantalla gigante que normalmente sirve para ver los partidos de fútbol, porque los propietarios son italianos, así como una gran parte de la clientela. Todo el mundo, huéspedes, personal, supervivientes, se congrega delante de la CNN y descubre al mismo tiempo la magnitud de la catástrofe. Llegan imágenes de Sumatra, de Tailandia, de las Maldivas: se ha visto afectado todo el Sudeste Asiático. Empiezan a desfilar ininterrumpidamente las pequeñas filmaciones de aficionados donde se ve a la ola acercarse desde lejos y los torrentes de barro que irrumpen en las casas, llevándose todo por delante. Se habla ya de tsunami como si fuese una palabra conocida desde siempre. Cenamos con Delphine, Jérôme y Philippe; a la mañana siguiente volveremos a verles en el desayuno, después en la comida, después en la cena: no nos separaremos hasta el regreso a París. No se comportan como personas anonadadas a las que todo da igual y ya no se mueven. Quieren volver con el cuerpo de Juliette, y desde la primera noche las cuestiones prácticas mantienen a distancia el vértigo aterrador de su ausencia. Jérôme se entrega a ellas impetuosamente, es su manera de seguir vivo, de mantener viva a Delphine, y Hélène le ayuda tratando de localizar a su compañía de seguros para organizar su repatriación y la del cuerpo. Es complicado, por supuesto, nuestros móviles funcionan mal, está la distancia, el desfase horario, todas las centralistas están saturadas, le hacen esperar, en los minutos preciosos durante los cuales las baterías se descargan hay que escuchar fragmentos de música relajante, voces grabadas, y cuando por fin Hélène contacta con un ser humano éste le pone en comunicación con otro número, la música se reanuda o bien la línea se corta. Estos contratiempos ordinarios y que en la vida ordinaria simplemente irritan, en estas circunstancias extraordinarias se convierten a la vez en monstruosos y caritativos, porque jalonan una tarea que cumplir, dan una forma al transcurso del tiempo. Hay algo que hacer, Jérôme lo hace, Hélène le ayuda, es tan sencillo como esto. Al mismo tiempo, Jérôme mira a Delphine. Ella mira al vacío. No llora, no grita. Come muy poco, al menos un poco. Le tiembla la mano pero es capaz de levantar hacia la boca un tenedor cargado de arroz al curry. De engullirlo. De masticarlo. De bajar la mano y el tenedor. De repetir el gesto. Yo miro a Hélène y me siento un zopenco, impotente, inútil. Le guardo casi rencor por estar tan sumida en la acción y no ocuparse ya de mí: es como si yo no existiera. Más tarde nos tumbamos en la cama, uno al lado del otro. Con la punta de los dedos rozo la yema de los suyos, que no responden. Quisiera estrecharla entre mis brazos, pero sé que no es posible. Sé en qué piensa, es imposible pensar en otra cosa. A unas decenas de metros de nosotros, en otro bungalow, Jérôme y Delphine deben de estar acostados también, con los ojos abiertos. ¿La estrecha él en sus brazos o tampoco es posible para ellos? Es la primera noche. La noche que sigue al día en que su hija ha muerto. Esta mañana estaba viva, se ha despertado, ha ido a jugar a la cama de sus padres, les llamaba papá y mamá, se reía, estaba caliente, era lo más hermoso y lo más cálido y dulce que existe en el mundo, y ahora está muerta. Estará siempre muerta”.
Efectivamente, Carrère y su esposa estaban de vacaciones en Sri Lanka cuando sucedió el maremoto del océano Índico de 2004 que tuvo su epicentro en la costa del oeste de Sumatra, Indonesia, y devastó las costas de casi todos los países que bordean el océano: Indonesia, Malasia, Sri Lanka, India y Tailandia. El escritor y su compañera, lograron salvar su vida gracias a una cancelación de último momento que los mantuvo a resguardo en su hotel. Sin embargo, el episodio trágico significó un verdadero trauma, ya que, además de ver cadáveres por todos lados, los dos sufrieron la muerte de Juliette, la pequeña hija de un matrimonio francés del que se habían hecho grandes amigos.
Hacia la segunda parte de la novela, Carrère se centra en la enfermedad, calvario y muerte de otra Juliette, en este caso, su cuñada. Un mismo nombre: Juliette, entrecruza dos historias atravesadas por la lucha y la dignidad.
“Transcurrió otro día antes de que pudiéramos partir a Colombo. Un día vacío: ya sólo quedaba aguardar, y aguardarnos. Estábamos con nuestro grupo y por tanto apenas me acuerdo de los demás, de los clientes del hotel y rescatados. En la periferia, casi invisibles porque comían aparte, estaban los suizos ayurvédicos y Leni Riefenstahl, que cada mañana seguía haciendo sus largos de piscina. Más cercana, una pareja israelí con su hija, que debía de tener la misma edad que Juliette, y a la que no perdían de vista, diciéndose, forzosamente, que podría haber corrido la misma suerte que aquélla, y una familia de franceses antipáticos, muy preocupados por el uso que personas deshonestas podrían hacer de sus tarjetas de crédito si le ponían la mano encima entre los escombros, por no hablar del dinero en efectivo, del que decían, admirándose de ser tan generosos, que lo daban por perdido. Sin duda guardaban rencor a Delphine y a Jérôme por el freno que su desgracia imponía a la expresión de sus propias lamentaciones; en todo caso les evitaban y aguardaban a que no estuvieran en las proximidades para precipitarse sobre Hélène o sobre mí, pedirnos prestados los móviles y exigir vociferando a su compañía de seguros que les enviase sin dilación un helicóptero. Jérôme ha conseguido de la dirección del hotel un traslado a Colombo para el día siguiente. El minibús podría transportar, apretujados, a una docena de pasajeros, y dedicamos una parte de la noche a las negociaciones para asignar las plazas. Habría quizá otra expedición uno o dos días más tarde, pero no era seguro porque la mayor parte de los vehículos disponibles en la costa habían sido confiscados para los auxilios y faltaba combustible: había que aprovechar la oportunidad. La tragedia que sufrían les había valido aquel trato prioritario a Jérôme, Delphine y Philippe, y nosotros estábamos desde el primer día tan cerca de ellos que, por descontado, también nos incluían en el viaje. Jean-Baptiste y Rodrigue estaban hartos de ir y venir del bungalow al restaurante y la piscina del hotel: acogieron con alivio la partida. Por medio de su familia, Ruth había sabido que Tom, herido, se encontraba en el hospital de una pequeña ciudad situada a unos cincuenta kilómetros del mar, en las montañas; nos perdíamos en conjeturas sobre la forma en que habría ido a parar allí, pero como estaban cortados grandes tramos de la carretera costera, y había que pasar por el interior de las tierras para llegar a Colombo, quedó convenido que también la llevaríamos y que, haciendo un desvío, la dejaríamos en la cabecera de su marido. Quedaban cuatro plazas que la dirección del hotel se sintió obligaba a ofrecer a los franceses antipáticos, pero ya fuese porque les molestaba la vecindad de sus compatriotas en duelo, ya porque contaban firmemente con el helicóptero de su compañía de seguros, afortunadamente declinaron la propuesta. Ruth se unió a nuestro grupo para nuestra última cena, que recuerdo, y Jean-Baptiste también, como el momento más extraño de toda aquella semana. Si trato de describirla, no tengo más remedio que evocar una especie de euforia –de euforia febril y trágica-, pero euforia al fin y al cabo. Bebimos mucho, no sólo cerveza sino también vino, el que se puede encontrar en la carta de un restaurante del sur de Sri Lanka, algo parecido a un Beaujolais joven de cinco años, embotellado y además encorchado por un negociante esrilanqués de Sudáfrica. Aquel morapio peleón pero del que debimos de despachar variar botellas, hasta creo que toda la reserva, suscitaba las burlas de Philippe y Jérôme, amantes de los grandes vinos bordeleses y que, a partir de una etiqueta indescifrable en todos los aspectos, se pusieron a decir grandes chorradas. Salieron a relucir todas las bromas y referencias de que se alimentaba su complicidad: el tintorro y el rock´n´roll, el regusto a avellana del Château Cheval Blanc y anécdotas sobre Keith Richards, a lo que se sumaba la gilipollez de los suizos ayurvédicos a los que Jérôme, desenfrenado, feroz, insultaba, divertido, cada vez que veía pasar a uno: ¿Qué tal, estáis serenos? ¿Sois zen? ¿Progresáis en la vía de la liberación? Muy bien, chicos, muy bien, ¡continuidad! Estaba sarcástico, pero no sólo sarcástico: brindó e hizo brindar a todos por la resurrección de Tom con auténtica ternura. Ruth estaba visiblemente confusa. Unas horas antes, sumidas en su dolor, navegando muy lejos del mundo de los vivos, había perdido toda conciencia del prójimo: ya no existía nadie aparte de Tom muerto, y había decidido morir por su causa. Pero desde el milagro de la llamada telefónica había vuelto a ser lo que había debido de ser toda su vida: una joven dulce, compasiva, cuyo primer impulso era contener la alegría para compartir el duelo de las personas que la habían sostenido generosamente”.
De vidas ajenas es, por un lado, la continuación de la línea biográfica que Carrère inició en su anterior trabajo, Una novela rusa, y, además, funciona como una interesante contracara del libro El adversario; a tal punto que hay algo que une ambas historias y es la enfermedad de Hodkin, el cáncer que fingía tener Jean-Claude Romand para poner en palabras eso inconfesable que tenía dentro suyo, y la misma enfermedad que mata a Juliette, la cuñada de Emmanuel Carrère.
Con una prosa exquisita, Carrère nos regala una novela desgarradora.
“Encontré el apartamento donde vivimos hoy dos semanas después de nuestro regreso a París. Unos días más tarde, firmado el contrato de alquiler, lo visitábamos con un artesano polaco que se ocuparía de la pintura y la restauración de la cocina cuando sonó el móvil de Hélène. Ella asintió, escuchó unos instantes en silencio y después se metió en la habitación contigua. Cuando el polaco y yo nos reunimos con ella, Hélène tenía los ojos llenos de lágrimas, le temblaba la barbilla. Su padre acababa de anunciarle que Juliette volvía a tener un cáncer. Otro cáncer, porque ya había tenido uno de adolescente. Yo lo sabía. ¿Qué más sabía, entonces, sobre ella? Que caminaba con muletas, que era jueza, que residía cerca de Vienne, en l´ Isère. Hélène veía muy poco a su hermana. Sus vidas no se asemejaban, siempre había algo más urgente que ir a Vienne. Pero la quería. Alguna vez me había hablado de ella, con ternura e incluso con admiración. Justo antes de las vacaciones navideñas, Juliette había sufrido una embolia pulmonar, Hélène estaba inquieta pero la ola había eclipsado esta preocupación junto con todo el resto de nuestra vida anterior, a nuestro regreso ya nada era igual y, de repente, de nuevo le habían diagnosticado un cáncer a Juliette. De mama, esta vez, con metástasis en los pulmones. Fuimos a verla un fin de semana del mes de febrero, al principio de la quimioterapia. Sabiendo que iba a perder el cabello, le había pedido a Hélène que le comprase una peluca, y Hélène había recorrido las tiendas especializadas para encontrar la más bonita. También había comprado vestidos para sus tres sobrinas. Todo lo que en la familia tiene que ver con la coquetería, la elegancia y la apariencia es el dominio de Hélène. No era, desde luego, el de Juliette y su marido, que vivían en una casita moderna de un pueblo sin encanto, mitad campo mitad extrarradio. Vi a una joven agotada, desmedrada, que ya no se levantaba de la butaca, y a un marido delgado y esbelto, suave, hermoso, un poco lunático, y a tres niñas realmente encantadoras, una de las cuales, la mayor, que tenía siete años, dibujaba, con mucho cuidado y una seguridad de trazo asombrosa para su edad, cuadernos enteros de princesas con piedras preciosas en el pelo y vestidas con ropa de gala. Seguía con la misma seriedad cursos de ballet y la hice reír improvisando con ella una especie de toscos trenzados con la música de <<El lago de los cisnes>>. Aparte de esta payasada que causó un buen efecto, una mezcla de pereza y malestar me empujó a excluirme de la conversación, que languidecía, de todos modos, a causa de la debilidad de Juliette. Era invierno, encendieron todas las lámparas, la tarde se arrastraba. Inspeccioné, como hago siempre que llego a alguna casa, las estanterías de la pequeña biblioteca, compuesta de manuales prácticos, de álbumes para niños, de ensayos sobre la justicia y la bioética destinados al gran público, de novelas que se compran como quien toma un café. En aquel muestrario a mi juicio deprimente descubrí un libro más solitario, un relato de una autora que me gusta mucho, Béatrix Beck. Ese relato se titula: Plus loin, mais où? Al hojearlo, me topé con una frase que me hizo reír, que leí sin dirigirme a nadie: <<Una visita siempre agrada, si no cuando llega, al menos cuando se va>>”.
De vidas ajenas de Emmanuel Carrère es una novela que está basada en hechos reales y personales, pero es, sobre todo, un manifiesto literario sobre el honor y la integridad humana.
Sobre el autor
Emmanuel Carrère (París, 1957), después de cinco celebradas novelas de no ficción, se ha impuesto internacionalmente como un extraordinario escritor. Ha publicado: El adversario, Una novela rusa, De vidas ajenas, Limónov (Prix des Prix, Premio Renaudot y Premio de la lengua Francesa), El reino (Premio Le Monde), Bravura, El bigote y Una semana en la nieve. El reportaje Calais y el volumen de artículos y ensayos Conviene tener un sitio adónde ir, y su biografía de Philip K. Dick Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos.
*Por Manuel Allasino para La tinta.