Nuestra parte de noche, las cuestiones de la vida y de la muerte
Por Manuel Allasino para La tinta
Nuestra parte de noche es una novela de Mariana Enríquez, publicada en el año 2019, que le permitió a la escritora ganar el Premio Herralde. Con elementos realistas y fantásticos, Enríquez narra las vivencias de un padre y un hijo que atraviesan Argentina en auto, desde Buenos Aires hacia las cataratas de Iguazú, en la frontera norte con Brasil. El hombre se llama Juan y el hijo, Gaspar. Son parte de una sociedad secreta: la Orden, que contacta con la Oscuridad en busca de la vida eterna mediante atroces rituales. La madre de Gaspar, Rosario, murió en circunstancias poco claras.
Con la última dictadura militar de fondo, Mariana Enríquez, a través de más de seiscientas páginas, nos sumerge en el terror sobrenatural en donde encontramos monstruos inimaginables, sacrificios humanos, andanzas en el Londres psicodélico de los años sesenta, enigmáticas liturgias sexuales, represión dictatorial, desaparecidos; y la incierta llegada de la democracia a nuestro país.
“La mujer que limpiaba las mesas tenía todo el aspecto de ser la dueña del local y de ser afable y chismosa. Los miró con curiosidad cuando se sentaron lejos de la ventana, cerca de la heladera. Un chico con su autito de colección en la mano y su padre que medía dos metros y tenía el pelo largo y rubio rozándole los hombros. Les limpió la mesa con un trapo y tomó el pedido en una libreta, como si el bar estuviese lleno. Gaspar quiso un submarino y facturas con dulce de leche; Juan pidió un vaso de agua y un sándwich de queso. Se sacó los anteojos oscuros y abrió el diario que estaba sobre la mesa aunque sabía que las noticias importantes no salían de la prensa. No había noticias de los centros clandestinos de detención, ni de los enfrentamientos nocturnos, ni de los secuestros, ni de los niños robados. Sólo crónicas del Mundialito que se jugaba en Uruguay, que no le interesaba. Fingir normalidad a veces era difícil cuando estaba distraído, cuando estaba tan irremediablemente triste y preocupado. La noche anterior había intentado, otra vez, comunicarse con Rosario. No lo conseguía. Ella no estaba en ningún lado, no lograba sentirla, se había ido de una manera que le resultaba imposible de entender o aceptar. –Hace calor -dijo Gaspar. El chico estaba transpirado, el pelo húmedo, las mejillas coloradas. Juan le tocó la espalda. Tenía la remera empapada. –Esperame acá -le dijo, y se fue al auto a buscar una remera seca. Después lo llevó al baño del bar, para mojarle la cabeza, secarle el sudor, ponerle la remera, que olía un poco a nafta. Cuando volvieron a la mesa, los esperaban el desayuno y la mujer; Juan le pidió otro vaso de agua para Gaspar. –Hay un camping precioso acá, si se quieren refrescar en el río. –Gracias, no tenemos tiempo -dijo Juan, intentando sonar amable. Se desprendió un poco más los botones de la camisa. -¿Viajan solitos? ¡Qué ojazos tiene este nene! ¿Cómo te llamás? Juan tuvo ganas de decir hijo, no le contestes, comamos mientras la dejo muda para siempre, pero Gaspar dijo su nombre y la mujer, ya lanzada, preguntó con voz hipócrita, aniñada: -¿Y tu mami? Juan sintió el dolor del chico en todo el cuerpo. Era primitivo y sin palabras; era crudo y vertiginoso. Tuvo que aferrarse de la mesa y hacer un esfuerzo para desprenderse de su hijo y de ese dolor. Gaspar no podía contestar y lo miraba buscando ayuda. Se había comido solamente media factura. Tenía que enseñarle a no aferrarse así, ni a él ni a nadie. –Señora -Juan trató de controlarse, pero sonó amenazador, ¿qué mierda le importa? –Es para dar conversación nada más -contestó ella, ofendida. –Ah, qué bien. Usted se enoja porque no tiene su conversación imbécil y nosotros sufrimos su indiscreción de necia, de vieja chusma. ¿Quiere saber? Mi mujer murió hace tres meses atropellada por un colectivo que la arrastró dos cuadras. –Lo siento mucho. –No. Usted no siente nada porque no la conocía ni nos conoce a nosotros. La mujer quiso decir algo más, pero se alejó casi lloriqueando. Gaspar lo miraba todavía, pero tenía los ojos secos. Estaba un poco asustado. –No pasa nada. Terminá de comer. Juan mordisqueó su sándwich de queso; no tenía hambre pero no podía tomar la medicación con el estómago vacío. La mujer volvió con gesto de disculpas y los hombros adelantados. Traía dos jugos de naranja. Invita la casa, dijo, y le pido perdón. No me imaginaba una tragedia así. Gaspar jugaba con su auto de colección colorado, un modelo nuevo al que se le abrían las puertas y el baúl, regalo de su tío Luis, enviado desde Brasil. Juan obligó a Gaspar a terminarse el submarino y se levantó para pagar en el mostrador. La mujer seguía pidiendo disculpas y Juan se agotó. Cuando ella extendió la mano para recibir el dinero, él le tomó la muñeca. Pensó en enviarle un símbolo que la enloqueciera, que le metiese en la cabeza la idea de arrancarle la piel de los pies a su nieto o hacer estofado con su perro. Se contuvo. No quería cansarse. Mantener ese viaje con su hijo en secreto ya lo había agotado y tendría consecuencias. Así que dejó a la mujer en paz”.
Nuestra parte de noche es una novela auténtica, en donde Mariana Enríquez logra transformar lo siniestro en una forma de poesía.
Como su padre Juan, Gaspar está llamado a ser médium en una sociedad secreta: la Orden, que en sus orígenes estuvo regida por la poderosa familia de la madre de Gaspar, hace mucho tiempo, cuando el conocimiento de la Oscuridad llegó desde el corazón de África a Inglaterra y, desde allí, se extendió hasta Argentina.
“Gaspar se quedó pensando, concentrado. No puedo decirle la verdad, pensó Juan, no puedo explicarle que al Guesito lo violaron antes de matarlo. ¿Entre cuántos? No se acordaba, alguna gente hablaba de cinco, otros de diez. Habían mutilado su cuerpo y habían usado su cabeza para rituales. Así lo encontraron, desangrado y sin cabeza al costado de la ruta, hacía más de veinte años. Estaba enterrado en el cementerio de Goya, y su tumba estaba cubierta por todos los juguetes que no había conocido en vida. –No quiero bajar -dijo Gaspar. Juan coincidía con él. Tampoco le gustaba el Guesito ni su efigie, un muñeco moreno y medio desnudo con los ojos pintados en un estilo vagamente egipcio, delineados y ciegos. Le daba curiosidad qué habían puesto en la casita de ladrillos que lo protegía, pero mejor era seguir viaje. Un cartel anunciaba 78 km. Podía llegar en una hora a Bella Vista y había tiempo de hablar con su hijo en el camino. Era más fácil en el auto: el movimiento parecía hipnotizarlo. Pasarían la noche en un buen hotel, en Corrientes. Lo necesitaba antes de intentar lo que planeaba. También necesitaba convocar cierto tipo de energía sexual que le iba a resultar difícil encontrar en estos pueblos. Podía dejar ese problema para después. –Gaspar, ¿viste a otra señora como la del hotel? –Señoras no. Juan se acomodó los anteojos oscuros. Le gustaba que Gaspar entendiera exactamente qué le estaba preguntando. Lo miró y vio que en el hombro del chico –se había sacado la remera, por el calor -crecía un moretón. El golpe contra el suelo cuando lo había tirado de la silla al golpearlo. Juan le pasó el dedo suavemente por la mancha oscura. -¿Entonces? –En el río cuando comimos la sopa que no era agua y había música salió un señor del agua.- ¿Y cómo supiste que era como la señora del hotel? –Porque estaba desnudo y todo hinchado y no podía estar así. Entonces hice como me enseñaste y se fue. –Se fue enseguida. –Sí -impresionante, pensó Juan. -¿Te dio miedo? Gaspar dudó un minuto y se pasó la mano por la frente. Su gesto de preocupación. El otro era cerrar la mano izquierda en un puño. Muchas veces Juan tenía que obligarlo a extender los dedos y no era poca la fuerza que Gaspar ponía en ese gesto de ansiedad. Se va a morir joven si sigue así de nervioso, le había dicho una vez a Rosario, y ella, furiosa, le había gritado que nunca dijera algo así de Gaspar, que cómo podía ser tan bruto, no se va a morir nuestro hijo. Todo eso parecía tan lejano ahora, esa discusión de madrugada, Rosario llevándose la almohada para irse a dormir a otra habitación, el portazo y el perfume caro en las sábanas. –No me gustó -contestó Gaspar. –Dame la mano y juramos para que veas que no te miento. Juan disminuyó la velocidad. La ruta estaba vacía, así que podía manejar con una sola mano y mirar a los ojos a su hijo. –Te lo juro. No te pueden hacer nada. No son señores y señoras, son ecos. ¿Viste cuando gritas en el garaje de casa y vuelve a escuchar tu grito? Pero esa ya no es tu voz, la segunda vez. Esto es lo mismo. Alguna vez fueron personas, alguna vez fueron la señora del hotel o el señor del río, pero ahora no. No te pueden hacer nada. No te pueden lastimar porque ni te pueden tocar. Se te pueden poner cerca, pero no te pueden tocar. Te lo juro. -¿Y por qué lo vemos? –Hay gente que puede verlos, hay gente que puede ver muchas más cosas. –Vos ves otras cosas. No era una pregunta.-Sí.- ¿Y yo también? -No sé. Vamos a hacer la prueba, si querés. Y, si querés, también hay una forma de que veas a los que son como el señor y la señora solamente cuando tenés ganas.-¿Cuándo tenga ganas? –Claro -¿Y por qué voy a tener ganas? Era una buena pregunta. Juan se rió. –Entonces te voy a enseñar a no verlos nunca -¿Las flores negras son como las señoras que no son? Porque las vi al lado de las nubes y ahora me duele mucho la cabeza. -¿Dónde te duele? – Acá en el ojo – Juan estiró el brazo hacia el asiento de atrás y tanteó hasta encontrar el bolso. Tenía que darle una aspirina a su hijo, antes de que la migraña se desatara. Tomala con agua, le dijo, y quedate quieto con los ojos cerrados. Gaspar había heredado los desarmantes dolores de cabeza de su familia. Era imposible explicárselos a los afortunados que tenían jaquecas comunes, esos martillazos debajo del cráneo, los ojos como si fuesen dos piedras incrustadas en la cara, la luz como un cuchillo, cada ruido amplificado. Y náuseas”.
En Nuestra parte de noche, la historia de una peculiar herencia sobrenatural, la capacidad de convocar a la Oscuridad, sirve a Enríquez para iluminar diferentes episodios de la historia argentina, desde las desapariciones durante los años de la última dictadura cívica, militar y eclesiástica hasta la traición a la democracia durante la perversión de los años noventa.
Si bien los protagonistas principales son varones, Juan y su hijo Gaspar, las mujeres juegan un rol muy importante en la novela. Florence Mathers es una bruja de origen inglés, jefa espiritual de la Orden. Rosario Reyes, hija de la señora Bradford, esposa de Juan y madre de Gaspar, fue una antropóloga que muere en un accidente misterioso. Y Tali, media hermana de Rosario, es una bruja más luminosa que Florence, que conoce los rituales populares y preserva la memoria de San La Muerte y los santos de la selva correntina donde vive.
“Juan sabía que le debía una explicación y además era la única forma de darle confianza. El fotógrafo había sido amable, aunque a lo mejor no del todo desinteresado. A Juan le había costado entenderlo, pero sabía el efecto que causaba su apariencia en hombres y mujeres. Había aprendido a entender el deseo de los demás, y a usarlo, si no era capaz de disfrutarlo. –Vamos a visitar a mis suegros, a Posadas. No iba a contarle la verdad, pero sí una versión paralela creíble, similar, espejada. –Son ricos. Podría haber venido en avión, pero quise hacer el viaje en auto. Yo tampoco conozco tanto el país. No tenía sentido mentirle porque, cuando Gaspar se despertara iba a hablar –siempre, además, estaba extrañamente conversador después de una migraña -así que le dijo que era viudo y que era la primera vez que viajaba solo con su hijo. La señora de Karlen, desde la puerta de la proveeduría, escuchó la charla y se apuró a traerle a Juan un plato de milanesas con puré diciéndole que tenía que comer algo. Después, anunció que ella también se iba a dormir la siesta. –Aviso si la criatura se despierta nomás le digo. Pase cuando quiera a la casa a verle. Andrés quería saber por qué eran ricos sus suegros y Juan le dijo que tenían una maderera importante. Después preguntó si podía usar el sillón hamaca que estaba cerca de la puerta y Andrés dijo que sí y trajo otro de adentro del negocio. También llevó dos cervezas. Juan sacó dinero del bolsillo y le pidió al fotógrafo que después lo agregara a la caja o donde fuese que guardaban la plata los Karlen. Le pidió otra gaseosa, no quiero tomar alcohol y manejar, dijo. Pensé que se iban a quedar más. No, mañana tengo que estar en Posadas. El fotógrafo pareció decepcionado y después le contó que se estaba cansando de fotografiar gente. Que había empezado a sacarles fotos a los santitos de la ruta. Lo había impresionado el altar de San Guesito; mucho más después de conocer la historia y a eso iba cuando se los encontró en la ruta, a fotografiar altares. –No te quiero interrumpir -dijo Juan-.Todavía tenés buena luz, andá. –Prefiero quedarme con vos -dijo el fotógrafo, arriesgado, y le dio un trago a la cerveza. -Vos me interesas más que cualquier otra cosa ahora. Juan sonrió apenas. Ahora él tenía que dar el siguiente paso. –Qué coraje. Yo no sé si me animaría a intentar un levante por acá, con tantos cuchilleros medio en pedo. –No te creas. No sabés lo que se coge. En el baile, la otra noche, cogí más que en todo el tiempo que viví en Italia. Están desatados. Juan se rió. -¿Conocés la Capilla del Diablo? La tenés que fotografiar. –Algo me dijeron, la gente le tiene miedo. –Se hacen misas. Aunque no está consagrada. Eso dicen. En vez de vino usan el agua de un recipiente donde se haya bañado un bebé sin bautizar. Uno pensaría que lo más adecuado sería una copa de sangre ¿no?, pero prefieren agua sucia. -¿Y para qué se hacen esas misas? -quiso saber el fotógrafo.-Para lo que siempre se hacen cosas así: para dañar a alguien. ¿Sacás fotos de noche? Entonces, podés ir a ver si pasa algo. Si pasa, seguro es los viernes. -¿Vos creés en esas cosas? –No -volvió a mentir Juan-. Mi mujer creía bastante. Si hace mucho que estás por acá no tengo que explicar que son todos medio brujos. Voy a ver cómo está mi hijo. En la casa el silencio era total, salvo por el suave zumbido de los ventiladores. Fue directo a la habitación donde dormía Gaspar y, con cuidado, le sacó las rodajas finas de papa, que estaban calientes y secas; quedaba hielo en la olla y volvió a empapar el pañuelo. Logró hacerlo sin despertarlo. Salió tratando de no hacer ruido. Cuando volvió a la proveeduría, el fotógrafo había sacado un ventilador del negocio y lo esperaba con otra gaseosa. Una Coca-Cola. Tampoco podía tomarla. Parecía un chiste: el fotógrafo quería agasajarlo y se equivocaba cada vez. Además, se había quitado la camisa. Era delgado y lampiño en el pecho, lo que resultaba sorprendente porque sus brazos eran casi hirsutos, oscuros. El fotógrafo estaba nervioso. Juan no hizo nada para tranquilizarlo. Se sentó cerca de él y le pidió que le contara más sobre sus fotos. Andrés le habló de las islas del río y del miedo que le habían dado las peleas de los monos. No había podido retratar a ninguno. No le interesaban las fotos de animales, dijo. Las haría solamente por dinero. Si me contratara la National Geographic, por supuesto. Lo que le gustaban eran la gente y los edificios. En Italia se había cansado de los edificios porque era todo trascendente o fastuoso, pero ahora, en las casas sencillas y aparentemente similares del Litoral, había encontrado de vuelta el gusto por los lugares donde vivía la gente”.
Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez es ambiciosa y brillante. A través de sus personajes, la escritora va edificando una historia que desemboca en una “novela monstruo”, como ella la define, en donde lo conocido y lo extraño se unen para dar lugar a las traiciones y la lucha desenfrenada por el poder.
Sobre la autora
Mariana Enríquez nació en 1973 en Buenos Aires. Es periodista, editora del suplemento Radar del diario Página/12 y docente. Ha publicado las novelas Bajar es lo peor (1995) y Cómo desaparecer completamente (2004), las colecciones de cuentos Los peligros de fumar en la cama (2009) y Cuando hablábamos con los muertos (2013), la novela corta Chicos que vuelven (2010), los relatos de viajes Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (2013) y el perfil La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (2014). Las cosas que perdimos en el fuego (cuentos, 2016) fue publicada en veinte países y galardonada en 2017 con el Premi Ciutat de Barcelona en la categoría “Literatura en lengua castellana” .Su obra ha recibido un aplauso unánime.
*Por Manuel Allasino para La tinta.