Hasta que mueras, una venganza con sabor a derrota
Por Manuel Allasino para La tinta
Hasta que mueras es una novela de la escritora y militante de derechos humanos Raquel Robles, publicada en el año 2019. Nadia, una mujer hija de desaparecidos, decide vengarse de una serie de protagonistas de la represión de la última dictadura cívico-militar argentina que no han sido enjuiciados. Desde el encierro, elige contar su venganza personal, aunque esto signifique incluso castigarse a sí misma.
A través de un escritor y periodista al que le encargan contar la historia de Nadia, el relato va intercalando la propia voz del personaje con fragmentos de informes policiales.
Hasta que mueras de Raquel Robles, una de las fundadoras de H.I.J.O.S., es una novela que trasciende los límites del lenguaje con un diálogo fluido entre política y literatura.
“¿Sabés cuál es el problema? Es una mujercita pequeña hasta que habla. Entonces crece en la convicción de estar diciendo algo importante. El problema es que nosotros nunca entendimos la derrota. Dice derrota y se toma un momento para fumar. El cigarrillo se consume hasta que la ceniza se dobla y se cae. Vuelan pequeñas hojuelas grises de tabaco y papel quemado y los dos hacemos silencio para sentir el revuelo de tantas almitas muertas. Me vas a decir que lo escuchaste mil veces, que es un lugar común. Pero es así. Nosotros asumimos la derrota como si hubiéramos perdido una batalla. Como si todo fuera cosa de recuperarse, hacer recuento de muertos y heridos y salir adelante. La derrota como una línea de base, entendés, como un diagnóstico de la situación. Y la derrota no es eso. Me mira. Quiere saber si estoy entendiendo, si estoy a la altura no sólo del razonamiento, sino de la derrota misma. Porque la derrota parece ser una categoría para pocos. Sólo los que apostaron todo a la victoria son dignos de la derrota. No es mi caso. Ella habla de nosotros como un gesto de buenos modales, porque mi biografía en la solapa de algún libro dice algo sobre una historia de lucha, de militancia, de generación de la que he formado parte. Pero los hechos, los datos, no siempre reflejan la realidad. Yo aposté. Pero no aposté todo. Nunca apuesto todo. Soy mezquino, tacaño, egoísta. Se para y me da la espalda. Una espalda angosta que termina en una curva que me parece perfecta para olvidar derrotas. Pone la pava en el fuego y sin mirarme me dice: la derrota es entender que perdimos, que no se puede volver a intentar porque no se puede volver, que las consecuencias de esta catástrofe son todavía incalculables. Ahora me mira y me señala con el mate y la bombilla es un dedo que me acusa o me subraya. Pero la derrota es mucho más que eso. Es entender profundamente que lo que se rompió en el pasado no se arregla en el futuro. Me ceba un mate que debió ser para ella. Está frío y feo. Pero no digo nada. Sería una barbaridad interrumpir un discurso tan profundo con una tontería como un mate frío y feo. ¿Sabés que es lo que hizo que mi hija esté donde está? La esperanza. Porque la derrota implica perder la esperanza y yo, contra todos los muertos, contra la dispersión total, contra la evidencia más flagrante, seguí creyendo. Y ahí tenés el resultado. Pensé que todo lo que había pasado con mi hija durante su infancia se iba a arreglar con el tiempo. Que sus obsesiones eran un rasgo de estilo, una muestra de lo organizada que era, de la disciplina que había aprendido conmigo. Cuando nombra a la hija vuelve a ser una mujer pequeña. Sentada con la espalda contra la pared, acodada en esa mesa mínima en la que no puedo evitar casi tocarla, fumando como nunca vi fumar a nadie, cebando mate sin atención ni esmero, el pecho se le hunde, y es un pajarito que está por cantar su última canción. Se queda en silencio. Tal vez hay olvidado de que yo estoy ahí. El protocolo del buen periodista dice que debería hacerle una pregunta para sacarla de ese estado, pero no soy buen periodista. Apenas un escritor que sabe que nadie paga a un escritor por escribir novelas. Por un momento pienso que lo que debería hacer es alzarla. No debe pesar casi nada. Debería alzarla y llevarla hasta su cuarto, meterla en la cama y llevarle una sopa caliente. O meterme con ella en la cama y hacerle el amor hasta que alcancemos los dos la quimera del olvido. Pero tampoco soy un hombre bueno. La dejo sola con su silencio. Le digo que me parece que por hoy está bien, que vuelvo mañana,, que gracias por el mate, que descanse, que no se preocupe, que vamos a hacer un libro y que eso nos va a hacer bien a todos. Me mira como si se despertara y comprendiera que una vez más no he entendido nada. Claro, me dice, y saca las llaves del gancho de la pared. No, quedate, seguro que está el portero abajo. No quiero bajar con ella en el ascensor enclenque en que hay que ponerse de perfil para poder cerrar la puerta. Y la derrota también es eso: la ansiedad por volver a estar solo”.
Raquel Robles realizó una novela en la que una vengadora asesina treinta y seis actores del genocidio dictatorial más reciente, y pone en valor actos de coraje para contrarrestar la masacre. Nadia, la asesina serial, la protagonista de esas muertes, utiliza la venganza como la expresión más fulminante de la derrota.
Las víctimas de Nadia no son sólo represoras en el sentido clásico. Ella mata a treinta y seis personas en total que estuvieron ligadas de forma directa e indirecta con la represión. Una de ellas, por ejemplo, es una monja que no estuvo en ningún centro clandestino de tortura y exterminio, pero fue imprescindible para permitir violaciones sobre niños y niñas por parte de los represores. Ella no asesina a los que llegan a juicio, sino a los prófugos que no fueron condenados.
“Es una pregunta rara, me dice ella. ¿Nunca pensaste en matar? No hubo un momento específico. Lo supe, siempre. Digo, siempre creí que alguien los iba a matar. Fue pasando el tiempo y nadie hacía nada. Marchas, sentadas, firmas, cosas así. No tenía particular interés en ser yo, pero nadie lo hacía. Me imaginaba que mi mamá cuando se iba a las reuniones con los compañeros se juntaba a pensar planes para asesinarlos, para poner la balanza un poco más en equilibrio. Creía que les correspondía a ellos, porque ellos eran los ofendidos, ellos habían hecho esa guerra. Me decepcionó saber que no. Que pensaban en las elecciones, en las organizaciones de masas, en el trabajo en los barrios. No dije nada. A ella no le dije nada. Mi mamá parece muy fuerte pero es frágil. O al revés. No sé, pero la cuestión es que supe que me tocaba a mí y no le dije nada, ni a ella ni a los chicos sólo que los chicos se dieron cuenta y me ayudaron en silencio. Ella no notó nada. Cuando la llamaron de la Fiscalía no lo podía creer. Cuando me permitieron hacer mi primera llamada y le expliqué seguía diciendo <<no entiendo, no entiendo>>. A lo mejor todavía no lo puede creer. Está sentada en una silla de metal, despintada, de esas plegables que nunca dan seguridad. Yo estoy en la silla del entrevistador en el Gabinete del Equipo Criminológico. Mi silla es un sillón. Son tan poco sutiles, son tan brutales. No hay ningún disimulo. Los presos tienen que sentirse una porquería. Los familiares, también. Mi vieja se sentaba en una silla como esa. Mi papá y yo nos quedábamos parados toda la entrevista. Nadie nos acercó una silla jamás. Nos hacían preguntas bestiales ¿Ustedes sabían que su hija pertenecía a una organización criminal? ¿Por qué creen que podrían reeducarla si fue en el seno de su familia que se engendró una subversiva? ¿El chico es sano o también está en la joda? Mi vieja apretaba el pañuelo y contestaba todo lo que le parecía que podía convencerlos de que nos devolvieran a mi hermana. Cuando salíamos siempre vomitaba. Después se sentaba en el piso y decía hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta. Cuando la traían a mi hermana ya estaba repuesta y era todo sonrisas. Hola hijita mi amor, le decía, y le daba besos al vidrio. ¿Tenés el expediente? Me dice y se pone de pie. Tiene puesto unos pantalones de gimnasia, zapatillas y una remera sin mangas. No tiene anillos ni cadenitas ni aros. Me imagino que serán tan peligrosos como el pelo largo. Se volvió a pelar. Tiene un moretón en la mejilla izquierda. ¿Qué te pasó? ¿Te peleaste? ¿Te pegaron? ¿Ya sabe tu mamá? Ella resopla y me vuelve a preguntar su tengo el expediente. Sí, lo tengo. Ahí dice que fueron treinta y cuatro, me dice. Pero son treinta y seis. Parecen muchos, pero son pocos. No es ni el uno por ciento de los que participaron. Una piba acá me preguntó por qué no los torturé, por qué no les saqué la información sobre dónde están los cuerpos, los bebés que se robaron. Sobre el tema de los bebés, la verdad es que lo pensé. Pero no podía secuestrar a una persona, para eso se necesita logística, una organización y yo quería actuar siempre sola. Además de que sería incapaz de hacerle daño a nadie. Me dice eso y se queda en silencio. Sí, ya sé, maté a un montón de gente y digo que no sería capaz de hacerle daño a nadie. Pero ninguno de los que maté sufrió. O al menos yo no torturé a nadie. Sufrieron el miedo cuando se empezaron a dar cuenta de que les podía pasar a ellos. Pero tardaron en darse cuenta. Por lo de los bebés, te digo, lo pensé. Lo de los cuerpos me parece una obsesión estúpida. A mi mamá, que nunca fue católica ni cristiana, que nunca fue al cementerio a llevarles una flor a los padres, de repente le pareció tan importante tener el cuerpo de mi papá. Para qué. Ella vio y yo también vi cómo lo mataban. Está muerto. ¿Para qué quiere tener un pedazo de tierra donde llevarle una flor? Porque así lo dice, <<tener un pedazo de tierra donde llevarle una flor>>. Y todos los que dicen que quieren saber cómo murieron. ¿Para qué quieren saber los detalles? Los detalles son horribles. Estoy segura de que todos murieron deseando que sus padres, sus madres, sus hijos, sus hermanos, ignoraran para siempre el modo en que estaban muriendo. Me voy, me dice. Hoy no tengo un buen día. Leé el expediente. Por favor convencela a mamá de que no venga el domingo. No quiero que me vea la cara así y que empiece a llorar y después se vaya a hacer denuncias. No fue nada. Hasta fue divertido. A veces acá adentro te peleás para hacer algo, para hacer algo con el tiempo”.
Nadia es una mujer que ha dedicado su vida a matar genocidas que nunca fueron enjuiciados. A través de ese personaje, la escritora Raquel Flores, explora otros modos de hablar de la derrota, no sólo la de Nadia, que no termina de ser consciente del fracaso que implican sus acciones, sino también la de su madre, que participó de la lucha política de los setenta, y la del escritor que sabe que ya no escribirá lo que hubiera querido escribir.
“Es un día soleado pero no agobiante. Nos permiten caminar por el patio. El piso es de cemento pero detrás del alambrado se ve el pasto. Grandes extensiones de pasto. ¿Por qué elegiste treinta y seis? Ella camina con las manos en la espalda. Mi hermana hacía lo mismo. No sé si es necesidad, si es una regla carcelaria o el cuerpo se acostumbra a la posibilidad de las esposas. Nunca pregunté. No son treinta y seis, son setenta y dos. Treinta y seis de cada lado. Ella habla mirando hacia adelante. Como si caminara sola. Cierto, son setenta y dos. ¿Por qué setenta y dos entonces? Si te digo te vas a reír o vas a pensar que estoy más loca de lo que estoy. No creas que no sé que estoy loca. Podría haberme declarado insana si hubiera querido. Mi abogado se cansó de aconsejarme eso. Me trajeron psiquiatras para armarme un plan de comportamientos, declaraciones. No sé por qué suponen que un psiquiátrico es mejor que una cárcel. Porque es muy difícil que por insania te dejen en libertad en un caso como el mío. Bueno, estoy loca, pero no tanto. Sé la diferencia entre el bien y el mal. Y yo sé que lo que hice está mal. Por buenas razones, pero está mal. No me arrepiento. No tengo esa posibilidad. Si me arrepintiera no podría sobrevivir un día acá adentro. Me cruzo de brazos. No sé por qué me parece que la imagen tiene que estar compensada. Si ella tiene las manos en la espalda, entonces yo me las cruzo en el pecho. Me alegra que te preocupe lo que piense de vos. Pero no te hagas problema, hace mucho que esas categorías ya no me importan. Vivimos en un mundo desquiciado. Hacemos lo que podemos. Llegamos a un banco de fibrocemento. Le hago un gesto por si quiere sentarse, pero no. Prefiere caminar. Estaba paseando por mi barrio y en la librería de usados había una mesa en la vereda. Me puse a mirar libros por mirar. No tenía intención de comprar. Había uno sobre la Cábala. Un libro medio malo, entre la Cábala y los números para jugar a la quiniela. De hecho creo que tenía los números de los sueños. Pero vi lo que quería decir el siete y el dos. El siete es el Triunfo, la Espada que atraviesa todo desdoblamiento hacia su punto de Origen. El dos es Antítesis, Madre, No, Fuerza Secundaria, Némesis. Ni siquiera me llevé el libro. Vi esos números y me decidí. Treinta y seis de cada lado. Hacía mucho que venía investigando y no me faltaba casi nada para completar ese número. Me imaginé que algunos de esos que siempre se dedica a pensar todo en números o en cosas esotéricas se daría cuenta. Pero no. En todo caso a mí me sirvió. No quería pasarme la vida entera en esto y tampoco quería que me agarraran. Estamos parados un poco cerca del alambrado. Se acerca una mujer del servicio penitenciario a decirnos que nos fuimos del perímetro permitido. No lo dice, hace un gesto y ella levanta la mano en señal de disculpa. Nunca la vi tener ningún mal modo con ninguna de ellas. Sé que mandó al hospital a una porque le estaba pegando a otra presa. Pero de todos modos la respetan y ella siempre se muestra respetuosa. Sé también que la llaman La Justiciera. Y que está tomando un cierto status mágico. No es exactamente la fuerza física o la capacidad letal que ha construido con todo ese entrenamiento lo que hace que le teman. Es eso, pero también es que creen que encarna algo más. Algo del más allá. Yo ya no estoy seguro. Para que algún numerólogo o como se llame esa gente que está pendiente de los números se diera cuenta tendrías que haber entregado los treinta y seis cuerpos. ¿Por qué escondiste dos? Además te agarraron, le digo, no evitó que te agarraran. No, no me agarraron. Si no hubiera sido por mí ni siquiera se hubieran dado cuenta. Yo quise parar y paré. Y esos dos que faltan son mi único acto de venganza. Por todas las desapariciones que siguieron haciendo por cuenta propia, digamos, cuando ya ni siquiera tenían la coartada de la dictadura. Ya no mira hacia adelante. Ahora me mira de frente. Quiero preguntar más sobre eso pero algo me dice que no es el momento, que si le pregunto ahora se va a cerrar y voy a perder la oportunidad de entender de qué habla. Dejo caer esos datos y voy por otro lado. Pero podrías haber parado sin entregarte. ¿Por qué diste esa nota, por qué confesaste todo? Ya lo dije en la nota y si no es obvio para vos entonces supongo que nadie entendió nada. Podría decirlo con tristeza y tal vez haya tristeza debajo de las capas de vehemencia. Sin embargo sonríe. Su sonrisa es hermosa. Es una sonrisa inteligente. Quiero decir, son intangibles hilos de inteligencia los que tiran los músculos de la cara y la hacen sonreír. A veces me pongo mal, me enojo ¿sabés? Porque me doy cuenta de nadie entendió nada. Ojalá tu libro pueda aclarar un poco las cosas. Igual no importa. No te preocupes. No te pongas presión. Yo entiendo. Los chicos todavía no entienden pero ya van a entender. Mi mamá en el fondo entiende aunque se haga la inocente. Me alcanza. Con eso estoy hecha. Los chicos quieren verte, le digo y es como si le hubiera pegado un golpe en la cara. Los chicos no pueden venir acá. José tampoco. Deciles que estoy bien. Deciles que me viste contenta. Este no es un lugar para ellos”.
Hasta que mueras de Raquel Robles es una novela sobre la derrota, en donde los personajes ponen en movimiento algunos de los vectores de la angustia y los hacen jugar hasta las últimas consecuencias.
Sobre la autora
Raquel Robles (Buenos Aires, 1971) Es escritora y militante de derechos humanos. Es autora de las novelas Perder (ganadora del Premio Clarín 2008), La dieta de las malas noticias (2012), Pequeños combatientes (2013), que ha sido traducida al francés y al italiano, Papá ha muerto (2008) editada por Factotum. Y el libro de cuentos La política del detalle (2018). Hasta que mueras recibió la mención de honor del Premio Gombrowicz de Novela 2019. Dicta talleres de escritura creativa y de investigación literaria.
*Por Manuel Allasino para La tinta.