Las Lealtades, los demonios íntimos
Por Manuel Allasino para La tinta
Las Lealtades es una novela de la escritora francesa Delphine de Vigan, publicada en el año 2019. El personaje principal de la historia es Théo, un niño de doce años, hijo de padres separados, que encuentra en el alcohol la vía de escape de un padre depresivo que apenas puede salir de su caótico departamento y de una madre que odia con todas sus fuerzas a su ex, porque la abandonó por otra mujer. En ese escenario, en ese medio de guerra, Théo irá forjando una relación con Hélene, la profesora que cree detectar que el niño sufre maltrato a partir del infierno que vivió en su propia infancia; con Mathis, el amigo con el que se inicia en la bebida, y con Cécile, madre de Mathis, cuyo tranquilo mundo se tambalea después de descubrir algo inquietante en la computadora de su marido.
Delphine de Vigan nos describe personajes que, a pesar de ser muy diferentes, tienen algo en común: son seres heridos. Marcados por los demonios íntimos, por la soledad, la mentira y los secretos familiares. Seres que caminan sin cesar hacia la autodestrucción y que sólo pueden ser salvados, o condenados del todo, por las lealtades que los conectan, esos lazos invisibles que nos vinculan con los demás.
“Unas semanas antes de la vuelta a clase, pedí ver al director para hablar sobre Théo Lubin. Tuve que explicárselo varias veces. No, ni indicios de confidencias, era algo en la actitud del alumno, una suerte de enclaustramiento, una manera sui géneris de hacerse el distraído. El señor Nemours se echó a reír: hacerse el distraído, pero ¿no era ese el caso de media clase? Sí, claro, sabía a qué se refería: esa costumbre que tienen de encogerse en el asiento para que no se les pregunte, de fijar los ojos en la mochila o de abstraerse de pronto en la contemplación de su mesa como si fuera en ello la vida de todo el distrito. A esos los detecto sin siquiera alzar la vista. Pero no era ese el caso. Pregunté qué se sabía del alumno, de su familia. Seguro que habría alguna referencia en el expediente, observaciones, una notificación anterior. El director repasó con atención los comentarios aparecidos en los boletines de notas, varios profesores habían observado en efecto su mutismo el año anterior, pero nada más. Me los leyó en voz alta, <<alumno muy introvertido>>, <<ha de participar en clase>>, <<buenos resultados pero alumno muy silencioso>>, y un largo etcétera. Padres separados, el muchacho en custodia compartida, todo de lo más normal. El director me preguntó si Théo había trabado amistad con algún otro chico de la clase, imposible negarlo, andan siempre juntos los dos, hacen buena pareja, la misma cara angelical, el mismo color de pelo, la misma tez clara, parecen gemelos. Los observo por la ventana cuando están en el patio, forman un solo cuerpo, hirsuto, una suerte de medusa que se contrae de golpe cuando se acerca alguien y vuelve a estirarse una vez pasado el peligro. Los raros momentos en que veo sonreír a Théo se producen cuando está con Mathis Guillaume y ningún adulto traspasa su perímetro de seguridad. Lo único que llamó la atención del director fue un informe redactado por la enfermera a fines del año pasado. El informe no figuraba en el expediente administrativo, y Fréderic me sugirió que fuera a informarme a la enfermería, por si acaso. A finales de mayo, Théo pidió permiso para salir de clase. Dijo que le dolía la cabeza. La enfermera menciona una actitud huidiza y síntomas confusos. Notó que tenía los ojos enrojecidos. Théo explicó que trababa mucho en conciliar el sueño y que, en ocasiones, podía pasar toda una noche sin dormir. Al pie de la hoja, la enfermera escribe en rojo <<alumno delicado de salud>> y lo subraya con tres trazos. Luego debió de cerrar el expediente y guardarlo en el armario. No pude preguntarle porque abandonó el establecimiento”.
Las lealtades es una novela sobre la adolescencia, el alcoholismo y los pactos que se mantienen o se quebrantan. Delphine de Vigan explora los subterráneos invisibles que rigen las relaciones humanas y, con una prosa afilada, nos entrega una historia fuerte y desgarradora.
“Este año, el día de la vuelta a clase, cuando Mathis ha descubierto en el tablero que volvían a estar en la misma clase, ha sentido un inmenso alivio. Si se lo hubieran preguntado, no habría sabido decir si se sentía aliviado por sí mismo o por Théo. Ahora, unos meses después de la vuelta a clase, su amigo le parece todavía más sombrío. A veces le da la sensación de que Théo interpreta un papel, de que finge. Está allí, junto a él, pasa de una a otra aula, hace cola en el comedor, ordena sus cosas, su taquilla, su bandeja, pero en realidad se halla al margen de todo. Y en ocasiones, cuando se separan delante del Monoprix, cuando deja que Théo se encamine hacia el metro, se extiende por su pecho una aprensión difusa que le corta el respiro. El dinero se lo roba Mathis a su madre. Su madre no desconfía. Deja tirado el bolso. Le coge monedas, nunca billetes. Lo hace con prudencia; una o dos cada vez, no más. Les bastaba para las petacas: cinco euros el ron La Martiniquaise, seis euros el vodka Poliakov. Van a la pequeña tienda de ultramarinos del final de la calle, sale un poco más caro que en otros sitios, pero no hacen preguntas. Para las botellas grandes es preferible pasar por Baptiste, el hermano de Hugo, que estudia primero en el instituto de al lado. No es mayor de edad pero aparenta más de lo que tiene. Puede ir al supermercado sin que le pidan el carnet de identidad, les reclama una pequeña comisión. Los días buenos, les hace precio de amigo. Mathis lo oculta todo en una caja de ébano que le regaló su hermana. Como el interior estaba forrado con una tela floreada le parecía que quedaba más como un objeto de chica, pero la caja tiene la ventaja de poder cerrarse con llave y alberga hoy su botín. Mañana, después del comedor, tienen una hora de estudio. Si no hay nadie en el pasillo, se deslizarán en su escondite para tomarse el ron que compraron ayer. Théo dice que explotaba en la cabeza mucho más que el vodka. Se apuntó en la sien con una pistola imaginaria, los dedos pegados, y fingió disparar”.
La novela parte de un título sugerente y, a la vez, rotundo, Las Lealtades. La escritora comentó en diferentes notas que el nombre surgió de una conversación con su editora, hablando de los padres de unos alumnos sobre lo que era la cuestión de la lealtad y todo lo que se juega allí.
Pese a su brevedad, la historia se cuenta desde cuatro perspectivas distintas que se entrelazan con el núcleo inicial que es Théo, un chico de doce años, tímido, que, para la mayoría, resulta invisible o, a lo sumo, un incómodo acertijo.
“No puede ver a amigos durante el fin de semana porque su madre se dio cuenta de que había bebido. Lo sometió a interrogatorio con método. Si no se les permite salir durante las horas de permanencias, quería saber mediante qué triquiñuela había podido beber dentro del recinto del colegio. ¿Terminó una hora antes? ¿Salió sin permiso? En pocos minutos, Mathis se inventó una historia bordada: una chica de su clase había llevado una botella de ron para hacer un pastel y se habían repartido el que había sobrado. Al ser el sabor un poco dulce, aromático, se les fue la mano. Su madre es la clase de madre capaz de creer que se siguen haciendo pasteles en el colegio. Quería saber si estaba Théo con ellos (está convencida de que Théo está detrás de todo). Con un aplomo que le sorprendió a sí mismo, contestó que no. Théo no estaba allí. La madre acabó desistiendo. Por esa vez, no le diría nada a su padre. Pero le avisó: si aquello se repetía, si descubría que volvía a consumir alcohol en el colegio, o fuera, no dudaría en hablar con él. Tampoco le permitió jugar con la consola. Ni comunicarse con nadie, porque le confiscó el móvil. De todas formas, cuando Théo está con su padre, no se ven nunca. La tarde del sábado, Mathis fue con ella a comprar deportivas nuevas porque empezaban a quedarle un poco pequeñas. Al salir de la tienda, fueron a ver a su hermana mayor, que comparte vivienda con una compañera junto al cementerio de Montparnasse, para dejarle unas cosas que su madre había querido comprarle. Tomaron un té con Sonia y regresaron andando. En el camino de vuelta, miraron los afiches de las películas y hablaron de cuáles les gustaría ver. Durante toda la tarde, Mathis percibió en su madre esa melancolía difusa que aborrece porque no puede evitar la impresión de ser él el culpable. Está esa tonalidad particular de su voz que le parece que solo oyó él, y esa manera que tiene de mirarlo como si se hubiese hecho adulto en una noche o se dispusiese a irse a la otra punta del mundo. O como si hubiera hecho algo malo de lo que no era consciente. El lunes por la mañana, se encontró con Theo en la puerta del colegio. Su amigo había investigado durante el fin de semana, tenía planes que le urgía explicarle. Cuando el señor Chäle recogió el dinero que los padres debían entregar para la velada en la Ópera Garnier, Théo alegó que su madre no quería que él participase en la salida debido a los atentados. El señor Chäle dudó unos segundos en hacer más preguntas, se veía claramente, pero cambió de idea. Mathis sabe que no es verdad. No es por su madre. Theo no irá porque no tiene dinero. Y no es la primera vez”.
Las Lealtades de Delphine de Vigan es una novela que describe con agudeza las relaciones que se tejen y anudan entre los seres humanos. Es un manifiesto sobre las leyes de la infancia que dormitan en el interior de nuestros cuerpos y los valores que en cuyo nombre actuamos y nos permiten resistir a todo.
Sobre la autora
Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966) vive en París. En Anagrama, ha publicado Días sin hambre, Nada se opone a la noche, que la consagró internacionalmente, ha vendido en Francia más de ochocientos mil ejemplares, ha sido publicada por una veintena de editoriales extranjeras y ha recibido el Premio de Novela Fnac, el Premio de Novela de las Televisiones Francesas, el Premio Renaudot de los Institutos de Francia, el Gran Premio de la heroína Madame Figaro y el Gran Premio de las Lectoras de Elle. Basada en hechos reales, galardonada con el Premio Renaudot y el Goncourt de los Estudiantes, y llevada al cine por Roman Polanski.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Luis Felipe Noe.