Invocación subversiva de María Escudero: «La cimarrona»
¿Quién fue María Escudero? Los textos que siguen son menos la reconstrucción biográfica de una artista que la invocación de su corrosivo fantasma, una interrogación abierta y en tiempo vivo sobre la geografía poética y política de Córdoba desde la perspectiva de su memoria. Parte IV.
Por Josefina Hibakusha para La tinta
A los 45 años, María Escudero es una profesora de teatro de provincia. Da clases en la UNC, cuyo campus tiene a pocas cuadras de su casa, en el barrio de Nueva Córdoba. Enseña improvisación y Molière a estudiantes de primer año. Maneja un Citröen 3CV. Tiene un perrito. Está de vuelta, digamos, de vuelta un poco de todo.
Nacida en Cruz del Eje y criada en Jesús María, llegó a Córdoba para estudiar filosofía. Desencantada de la ciudad, se mudó a Buenos Aires, donde se desempeñó como obrera textil e integró la escuela de Gené, a la cual después se unió como docente; pisando los treinta, se trasladó a París, trabajó de claquera, estudió con Marcel Marceau, se dice que escribió crítica cultural sobre la vida europea en una importante revista femenina de la época (bajo seudónimo). Hizo la Europa. Después pegó la vuelta.
En Córdoba ayudó a abrir las recién creadas carreras de teatro y cine, donde se ganó un puestito. Vive cómodamente. Tiene sueldo. Amigos pertenecientes a la burguesía lustrosa de una capital de provincia llena de campanarios. Tiene rulos y hasta ese momento, digamos que se baña todos los días. De contextura desenfadada, aire estrambótico de bohemia, de criolla afrancesada. Le va bien. Es el año 1969 y María Escudero –esa mujer– está de vuelta.
Hasta que ocurre lo imprevisto.
María está sentada en la vereda de su casa de Nueva Córdoba, junto a su perrito, cuando escucha bombas y una marea anónima de obreros y estudiantes pasa por la puerta de su casa: y se la lleva puesta. La marea la arrastra consigo. Y durante los próximos dos días, María recorrerá la ciudad incendiada con los ojos gordos, la garganta hinchada y su perrito en brazos.
Participa de barricadas, recorre los barrios, confunde su voz con la de las multitudes en cánticos populares. Ve huir a la montada. Ve llegar a los militares.
El fuego la libera de la costra. María observa, atónita, entusiasta, el fervor popular, la montonera de estudiantes y obreros que se apropia de la ciudad como un coro griego que, de pronto, en un ataque de justicia, derriba al protagonista, recuperando violentamente la escena para sí.
María queda enamorada de esa masa anónima y popular, que toma la ciudad sin ningún líder aparente. Finalizadas las jornadas de protesta, regresa a su casa. Y ya no es la misma.
De pronto se le ocurre transpolar al teatro las dinámicas de funcionamiento de aquellas masas populares. Abandona Molière. Profundiza en las improvisaciones. Comienza a trabajar creaciones colectivas. En los próximos meses, tirará todo por la ventana, liderará turbas de estudiantes, la expulsarán de la UNC, conformará un grupo de vanguardia y desde entonces dedicará su vida a hacer la revolución.
Esta es una versión de los hechos. La narra la misma Escudero, palabras más, palabras menos. Es una versión muy bonita, pero también muy calculada, literariamente perfecta: una profesora universitaria de teatro, burguesa argentina con temporadita en París, siendo arrastrada junto a su perrito por la marea popular, de la que vuelve transformada, repentinamente iluminada por el fervor de la revolución. Que a partir de allí llevará adelante un intento de transformación radical de los modos de enseñanza y de creación teatral imperantes en la Argentina, que desencadenarán su confrontación con el statu quo artístico de la época y determinarán su expulsión (¿excomunión?) de la UNC y que junto a una troup de jóvenes llevará adelante una revolución teatral que cambiará para siempre los modos de hacer teatro en su ciudad y de Latinoamerica, que la llevarán a codearse con la crema revolucionaria de la época, ser amiga de Conti, jurado de Casa de las Américas, triunfar en Buenos Aires, aplaudida en Caracas y Medellín, rechazar las ofertas de los mejores festivales europeos para internarse en Tucumán a documentar la realidad de los obreros de la caña de azúcar (esa idealización del márgen, esa estetización de la militancia), que mostrarán luego custodiados por el ERP en el teatrino de la misma UNC de donde antes la expulsaron: espiral ascendente y revolucionario abruptamente interrumpido por el golpe del ’76, que desencadenará la disolución del grupo en Caracas, la persecución política, la desaparición de uno y el exilio de casi todos ellos, la incomunicación posterior, el rencor sin sentido, el amor eterno. María morirá en Quito en 2005, rodeada de perros, en una casa llena de libros y pocillos desparramados en los rincones con culitos de ron barato.
Pero hay otra versión, que en lo personal me gusta más. Es la versión que me cuenta uno de sus “acólitos”, todavía en el exilio convertido en hogar. Es diciembre de 2019, estamos en un pueblo perdido de España, y Oscar Rodríguez me cuenta una versión que a mí me gusta pensar que se ajusta más a una posible versión definitiva (si acaso algo así fuera posible, si acaso algo así fuera deseable). Y es la que sigue: María Escudero es una profesora de teatro de provincia, que es arrastrada por sus alumnos como seducida por los indios. Son sus alumnos quienes la convierten: quienes la convencen de hacer otro teatro, de acercarse al PRT, de tomar la universidad.
María asiste al Cordobazo, sí. Y en las clases comienza a trabajar más improvisación y menos Molière, sí. Es cierto que comienza a construir sketches de crítica social, también. Pero es la energía de sus alumnos la que la arrastra, y no al revés. María Escudero, lejos de una maestra, es una discípula extraordinaria: lejos de ser una líder, es una generala pasada al otro lado de las trincheras.
La terminan expulsando de la UNC no por razones políticas (que no faltaban) sino por abrirle un sumario a partir de ella amenazar con golpear a un alumno reaccionario. Una versión más punk, más incorrecta, menos paqueta: una mujer de 45 años amenazando con cagar a trompadas a un tilingo, que le buchoneaba a Bulgheroni (director académico) lo que se cocinaba en las asambleas de alumnos (que ella no lideraba, azuzaba, y en torno a quien giraban). De alguna manera emparenta más a María con las pescaderas que acuchillaron la cama de Luis XVI.
María Escudero no fue una víctima de la dictadura. Fue una burguesa convertida en salvaje. Adjetivo que visto en perspectiva, mientras la escribo, ahora que lo pienso, la resignifica por completo. La vuelve una adelantada. La vuelve superior: en el desafío, terrible, de explotar para multiplicarse. Para devenir colectivo. María Escudero o el arte de la escucha.
Después (año ’73), la UNC, con una dirección más progre, le propondrá regresar como profesora, posibilidad que ella rechazará de cuajo. Porque como la cautiva inglesa de Borges, María Escudero también estaba enamorada de la poligamia: de los cuerpos insurrectos. Y estaba dispuesta a dejarlo todo para conquistarlo todo, en el reino de la fantasía hecha músculo.
Y eso es teatro.
O no es nada.
*Por Josefina Hibakusha para La tinta.