Las intermitencias de la muerte, lo efímero y lo eterno 

Las intermitencias de la muerte, lo efímero y lo eterno 
26 agosto, 2020 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Las intermitencias de la muerte es una novela del escritor José Saramago publicada en el año 2005. En un país anónimo y en una fecha desconocida, se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. Inicialmente, las personas celebran su victoria sobre la muerte. Mientras tanto, las autoridades religiosas, los filósofos y los eruditos tratan de descubrir, sin éxito, qué es lo que sucede. Ante esta situación, la de una vejez eterna, se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los “acuerdos de caballeros” explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias; los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver.

En esta novela, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del ser humano ante la impostergable finitud de la existencia. Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: “Al día siguiente no murió nadie”.  

intermitencias-muerte-saramago-1“Al día siguiente no murió nadie. El hecho, por absolutamente contrario a las normas de la vida, causó en los espíritus una perturbación enorme, efecto a todas luces justificado, basta recordar que no existe noticia en los cuarenta volúmenes de la historia universal, ni siquiera un caso para muestra, de que alguna vez haya ocurrido un fenómeno semejante, que pasara un día completo, con todas sus pródigas veinticuatro horas, contadas entre diurnas y nocturnas, matutinas y vespertinas, sin que se produjera un fallecimiento por enfermedad, una caída mortal, un suicidio conducido hasta el final, nada de nada, como la palabra nada. Ni siquiera uno de esos accidentes de automóvil tan frecuentes en ocasiones festivas, cuando la alegre irresponsabilidad o el exceso de alcohol se desafían mutuamente en las carreteras para decidir quién va a llegar a la muerte en primer lugar. El fin de año no había dejado tras de sí el habitual y calamitoso reguero de óbitos, como si la vieja átropos de regaño amenazador hubiese decidido envainar la tijera durante un día. Sangre, sin embargo, hubo, y no poca. Desorientados, confusos, horrorizados, dominando a duras penas las náuseas, los bomberos extraían de la amalgama de destrozos míseros cuerpos humanos que, de acuerdo con la lógica matemática de las colisiones, deberían estar muertos y bien muertos, pero que, pese a la gravedad de las heridas y de los traumatismos sufridos, se mantenían vivos y así eran transportados a los hospitales, bajo el sonido dilacerante de las sirenas de las ambulancias. Ninguna de esas personas moriría en el camino y todas iban a desmentir los más pesimistas pronósticos médicos, Este pobre diablo no tiene remedio posible, no merece la pena perder tiempo operándolo, le decía el cirujano a la enfermera mientras ésta le ajustaba la mascarilla a la cara. Realmente, quizá no hubiera salvación para el desdichado el día anterior, pero lo que quedaba claro era que la víctima se negaba a morir en éste. Y lo que sucedía aquí, sucedía en todo el país. Hasta la medianoche en punto del último día del año aún hubo gente que aceptó morir en el más fiel acatamiento de las reglas, tanto las que se refieren al fondo de la cuestión, es decir, se acabó la vida, como las que se atienen a las múltiples formas en que éste, el dicho fondo de la cuestión, con mayor o menor pompa y solemnidad, suele revestirse cuando llega el momento fatal. Un caso sobre todos interesante, obviamente por tratarse de quien se trata, es el de la ancianísima y venerada reina madre. A las veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos de aquel treinta y uno de diciembre nadie sería tan ingenuo para apostar el palo de una cerilla quemada por la vida de la real señora. Perdida cualquier esperanza, rendidos los médicos ante la implacable evidencia, la familia real, jerárquicamente dispuesta alrededor del lecho, esperaba con resignación el último suspiro de la matriarca, tal vez unas palabras, una última sentencia edificante para la formación moral de los amados príncipes sus nietos, tal vez una bella y redonda frase dirigida a la siempre ingrata retentiva de los súbditos futuros. Y después, como si el tiempo se hubiera parado, no sucedió nada.  La reina madre no mejoró ni empeoró, se quedó como suspendida, balanceándose el frágil cuerpo en el borde de la vida, amenazando a cada instante con caer hacia el otro lado, pero atada a éste por un tenue hilo que la muerte, sólo podía ser ella, no se sabe por qué extraño capricho, seguía sosteniendo.  Ya estamos en el día siguiente, y en él, como se informó nada más empezar este relato, nadie iba a morir”.

Al comienzo, la euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo se haya parado. El destino de los humanos es una vejez eterna. Es allí, cuando ofreciendo una solución para deshacerse de las personas al borde del fallecimiento que no pueden finalizar su ciclo vital, surge un grupo conocido como la maphia (usando la «ph» para evitar confusión con la Mafia), el cual lleva a los moribundos al otro lado de la frontera del país, en donde mueren instantáneamente ya que la muerte continúa trabajando en el resto del mundo. 

“No todo es fiesta, porque, al lado de unos cuantos que ríen, siempre habrá otros que lloren, y a veces, como en el presente caso, por las mismas razones. Importantes sectores profesionales, seriamente preocupados por la situación, ya comenzaron a trasmitir la expresión de su descontento ante quien procediera.  Como era de esperar, las primeras y formales reclamaciones llegaron de las empresas del negocio funerario.  Brutalmente desprovistos de su materia prima, los propietarios comenzaron haciendo el gesto clásico de llevarse la mano a la cabeza, gimiendo en plañidero coro, Y ahora, qué será de nosotros, pero luego, ante la perspectiva de una catastrófica quiebra que a nadie del gremio funéreo salvaría, convocaron a una asamblea general del sector, a cuyo término, tras acaloradas discusiones, todas ellas improductivas porque todas, sin excepción, se daban de bruces contra el muro indestructible de la falta de colaboración de la muerte, esa a que se habían habituado, de padres a hijos, como algo que por naturaleza les era debido, aprobaron un documento para someterlo a la consideración del gobierno de la nación, documento que adoptaba la única propuesta constructiva, constructiva, sí, aunque también hilarante, que fue presentada a debate, Se van a reír de nosotros, avisó el presidente de mesa, pero reconozco que no tenemos otra salida, o esto, o será la ruina del sector. Informaba el documento de que, reunidos en asamblea general extraordinaria para examinar la gravísima crisis en que se estaba debatiendo con motivo de la falta de abastecimiento en todo el país, los representantes de las agencias funerarias, después de intenso y participativo análisis, durante el cual siempre había imperado el respeto por los supremos intereses de la nación, llegaron a la conclusión de que todavía era posible evitar dramáticas consecuencias de lo que sin duda iba a pasar a la historia como la peor calamidad colectiva que nos cayó encima desde la fundación de la nacionalidad, o sea, que el gobierno decida declarar obligatorios los entierros o la incineración de todos los animales domésticos que fenezcan de muerte natural o por accidente, y que tal entierro o incineración, regulados y aprobados, sean obligatoriamente realizados por la industria funeraria, teniendo en cuenta los méritos prestados en el pasado como auténtico servicio público que ha sido, en el sentido más profundo de la expresión, generaciones tras generaciones. El documento proseguía, Solicitamos también la mejor atención del gobierno para con el hecho de que la indispensable reconversión de la industria no será viable sin abultadas inversiones, ya que no es lo mismo sepultar un ser humano que llevar hasta su última morada a un gato o un canario, y por qué no decir un elefante de circo o un cocodrilo de bañera, siendo por tanto necesario reformular de arriba abajo nuestro know how tradicional, sirviendo de providencial apoyo a esta indispensable actualización la experiencia ya adquirida desde la oficialización de los cementerios de animales, o sea, lo que hasta ahora no había pasado de intervención marginal de nuestra industria, aunque, no lo negamos, bastante lucrativa, pasará a ser actividad exclusiva, evitando así, en la medida de lo posible, el despido de centenares si no millares de abnegados y valerosos trabajadores que durante todos los días de su vida se han enfrentado valerosamente a la imagen terrible de la muerte y a quienes la misma muerte ahora les da de forma inmerecida la espalda, Expuesto lo que, señor primer ministros, rogamos, con vista a la merecida protección de una profesión a lo largo de milenios clasificada de utilidad pública, se digne considerar, no solamente la urgencia de una decisión favorable, sino  también, en paralelo, la apertura de una línea de créditos bonificados, o mejor, y eso sería oro sobre azul, o dorado sobre negro, que son nuestros colores, por no decir de la más elemental justicia, la concesión de préstamos a fondo perdido que ayuden a viabilizar la rápida revitalización de un sector cuya supervivencia se encuentra amenazada por primera vez en la historia, y desde mucho antes de ella, en todas las épocas de la prehistoria, pues nunca a un cadáver humano debe de haberle faltado quien, más pronto o más tarde, acudiese a enterrarlo, aunque no fuera nada más que la generosa tierra abriéndose. Respetuosamente, solicitamos de V. E que atienda nuestra solicitud”.

Ante la ausencia de muertes, la iglesia es uno de los sectores con mayor preocupación, y no precisamente por la celebración de una eterna vida terrenal. “Sin muerte, óigame bien, señor primer ministro, sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay iglesia”. Admitir la inmortalidad del cuerpo como voluntad de dios significaba la única muerte posible: la de dios.

José Saramago a través de las páginas describe una serie de eventos humanos inimaginables, en el que la sobrevivencia de los ciudadanos recrudece los costados más hostiles: las reglas del individualismo, la mercantilización y la competencia están a la orden del día. Así veremos (porque cuando uno lee los libros de Saramago no solo lee, sino que además ve) a la iglesia intentando evitar que su discurso sobre la resurrección quede obsoleto, a los encargados de los asilos y los hospitales desesperados ante el colapso de sus instalaciones, a los vendedores de seguros buscando qué asegurar, ahora que la vida no corre peligro de muerte, y a los políticos buscando explicar lo inexplicable, con sus gastadas técnicas dialécticas.

“Lo más interesante de la nueva situación  creada es que la justicia del país en que no se muere se encuentra desprovista de fundamentos para actuar jurídicamente contra los enterradores, suponiendo que de facto lo quisiera, y no porque se encuentre condicionada por el acuerdo de caballeros que el gobierno tuvo que suscribir con la maphia. No los puede acusar de homicidio porque técnicamente hablando, homicidio no es en realidad, y porque el censurable acto, que lo clasifique mejor quien de eso se vea capaz, se comete en países extranjeros, tampoco los puede incriminar por haber enterrado muertos, ya que el destino de éstos es ese mismo, y ya es de agradecer que alguien se haya decidido a encargarse de un trabajo penoso bajo cualquier título, tanto desde el punto de vista físico como desde el punto de vista anímico. Como mucho, se podría alegar que ningún médico certificó el óbito, que el entierro no cumplió las formas prescritas para una correcta inhumación y que, como si tal caso fuese inédito, la sepultura no está identificada, de modo que es bastante seguro que se perderá el lugar cuando caiga la primera lluvia fuerte y las plantas rompan tiernas y alegres del humus creador. Consideradas las dificultades y recelando hundirse en el tremendal de recursos en que, curtidos en la tramoya, los astutos abogados de la maphia la sumirían sin dolor ni piedad, la ley decidió esperar con paciencia hasta ver dónde pararían las modas. Era, sin sombra de duda, la actitud más prudente.  El país se encontraba agitado como nunca, el poder confuso, la autoridad diluida, los valores en acelerado proceso de inversión, la pérdida del sentido de respeto cívico se extiende por todos los sectores de la sociedad, probablemente ni dios sabe adónde nos lleva.  Corre el rumor de que la maphia está negociando otro acuerdo de caballeros con la industria funeraria para establecer una racionalización de esfuerzos y una distribución de tareas, lo que significa, en lenguaje de andar por casa, que una se encarga de abastecer de muertos, y las agencias funerarias contribuyen con medios y técnicas para enterrarlos. También se dice que la propuesta de la maphia fue acogida con los brazos abiertos por las agencias, ya cansadas de malgastar su saber milenario, su experiencia, su know how, sus coros de plañideras, en hacer funerales para perros, gatos y canarios, alguna vez una cacatúa, una tortuga catatónica, una ardilla domesticada, un lagarto de compañía que el dueño solía llevar sobre el sombrero. Nunca caímos tan bajo, decían. Ahora el futuro se les presentaba fuerte y risueño, las esperanzas florecían como parterres de jardín, hasta se podría decir, arriesgando la obvia paradoja, que para la industria de los entierros había despuntado finalmente una nueva vida”.

Las intermitencias de la muerte es una novela de José Saramago en la que la muerte es un personaje que va evolucionando a lo largo de las páginas. A través de una enorme creatividad, el escritor nos sumerge en un universo reflexivo que logra desenmascarar las contradicciones y las actitudes hipócritas de la sociedad moderna. 

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Sobre el autor

José Saramago (Azinhaga, 1922), Premio Nobel de Literatura, es uno de los escritores portugueses más conocidos y apreciados en el mundo entero. En el ámbito de la lengua española, a partir de la primera publicación de El año de la muerte de Ricardo Reis, en 1985, su trabajo literario merece la mejor acogida de los lectores y la crítica. Otros títulos importantes: Manuel de pintura y caligrafía, Casi un objeto, Historia del cerco de Lisboa, La balsa de piedra, Memorial del convento, El Evangelio según Jesucristo, Todos los nombres, Levantado del suelo, Ensayo sobre la ceguera, La caverna, El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez, Poesía completa y Cuadernos de Lanzarote I y II. Alfaguara publicó también el libro de viajes Viaje a Portugal y el relato breve El cuento de la isla desconocida. 

*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Alex Merritt. 

Palabras claves: José Saramago, literatura, Novelas para leer

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