La esposa joven, una atmósfera gótica
Por Manuel Allasino para La tinta
La esposa joven es una novela de Alessandro Baricco, publicada en el año 2016. Una familia aguarda con ansias el retorno del hijo que ha partido en misión de negocios a Inglaterra en busca de nuevas armas que les permitan perpetuar su fortuna; en medio de esa espera, su prometida de dieciocho años, la esposa joven, regresa de la Argentina para cumplir con la promesa de reunirse y por fin casarse. Pero hay un pequeño problema: nadie sabe con exactitud cuándo va a volver el hijo, ni si lo hará.
Se inicia así una prolongada espera en una villa italiana, a principios del Siglo XX, en la que la joven tendrá tiempo suficiente de ir conociendo a todos los integrantes de la familia. Al padre, un hombre empeñado en mantener en orden un mundo con tendencia al caos, a la madre, cuya exuberante belleza está en el origen de no pocas locuras y bancarrotas, a la hija, que mantiene en secreto su propia espera, pese a una discapacidad que aumenta su voluntad de gozar de la existencia; y al tío, sumido en un sueño del que sólo despierta ocasionalmente para actividades cotidianas. Todo eso sucede bajo la atenta mirada de Modesto, el mayordomo de la familia, quien es capaz, con sus golpes de tos, de asesorar a la esposa joven para que pueda moverse en ese excéntrico mundo.
Alessandro Baricco, creador de un best seller permanente como Seda, en La Esposa joven nos sumerge en una atmósfera gótica de la que es difícil salir.
“En particular, esa mañana, el tema era la utilidad de los baños en la playa, sobre los que Monseñor, mientras se metía a paletadas nata montada en la boca, albergaba sus reservas. Intuía en ello una incógnita moral evidente, sin atreverse, no obstante, a definirla con exactitud. El Padre, hombre de buen carácter y, en caso necesario, feroz, estaba ayudándolo a enfocar el asunto. –Si es tan amable, Monseñor, recuérdeme dónde se habla de ello, concretamente, en el Evangelio. A la respuesta, evasiva, sirvió como contrapeso el timbre de la entrada, al que todo el mundo prestó una mesurada atención, tratándose obviamente de la enésima visita. Se ocupaba de ello Modesto, quien abrió como siempre y se encontró delante de la Esposa joven. No era esperada para ese día, o tal vez sí, pero se habían olvidado. Soy la Esposa joven, dijo. Usted, anotó Modesto. Luego miró a su alrededor, sorprendido, porque no era razonable que hubiera llegado sola, y en cambio no se veía a nadie hasta donde alcanzaba la vista. Me han dejado al final del paseo, dije, tenía ganas de contar mis pasos en paz. Y dejé mi maleta en el suelo. Tenía, tal y como se había acordado, dieciocho años. La verdad es que yo no tendría ninguna reserva en mostrarme desnuda en la playa –estaba indicando la Madre mientras tanto-, dado que siempre he tenido cierta inclinación por la montaña (muchos de sus silogismos era realmente inescrutables). Podría citar por lo menos una docena de personas, proseguía, a las que he visto desnudas, y no hablo de niños o de viejos moribundos, hacia quienes siento cierta comprensión de fondo, aunque… Se interrumpió cuando la Esposa joven entró en la sala y lo hizo no tanto porque la Esposa joven hubiera entrado en la sala, sino porque había sido introducida en la misma por una alarmante tos de Modesto. Tal vez ya he dicho antes que, en sus cincuenta y nueve años de servicio, el anciano había puesto a punto un sistema comunicativo laríngeo que toda la familia había aprendido a descifrar igual que si fuera una escritura cuneiforme. Sin tener que recurrir a la violencia de las palabras, una tos –o, en contadas ocasiones, dos, en las formas más articuladas –acompañaba sus gestos como un sufijo que aclaraba el significado de los mismos. En la mesa, por poner un ejemplo, no servía ni un solo plato sin acompañarlo con una aclaración de la epiglotis, a la que confiaba su personalísima opinión. En esa circunstancia específica, introdujo a la Esposa joven con un siseo apenas esbozado, lejano. Indicaba, todo el mundo lo sabía, un nivel muy alto de vigilancia, y ésta es la razón por la que la Madre se interrumpió, cosa que no solía hacer, ya que anunciarle un invitado, en una situación normal, no era diferente a servirle agua en su vaso, ya se la bebería luego con calma. Se interrumpió, por tanto, volviéndose hacia la recién llegada. Reparó en la edad inmadura de ella y con un automatismo de clase dijo -¡Cariño!- Nadie tenía ni la menor idea de quién era. Luego debió de abrirse una rendija en su mente tradicionalmente desordenada, porque preguntó. -¿En qué mes estamos?- Alguien respondió Mayo, el Farmacéutico, probablemente, a quien el champán hacía insólitamente preciso. Entonces la Madre volvió a repetir ¡Cariño!, pero esta vez consciente de lo que estaba diciendo. Es increíble lo rápido que ha llegado mayo este año, estaba pensando. La Esposa joven amagó una reverencia. Se habían olvidado, eso era todo. Todas las cosas estaban acordadas, pero desde hacía tanto tiempo que luego se había perdido una memoria exacta. No debía deducirse de ello que hubieran cambiado de idea: eso, en todo caso, habría sido demasiado cansado. Una vez decidido algo, en esa casa no se cambiaba nunca, por razones obvias de economía de las emociones. Simplemente, el tiempo había pasado con una velocidad tal que no sintieron la necesidad de llevar la cuenta del mismo, y ahora la Esposa joven estaba allí, probablemente para llevar a cabo lo que había sido acordado hacía tiempo, con la aprobación oficial de todo el mundo: casarse con el Hijo. Resultaba fastidioso admitir que, ateniéndose a los hechos, el Hijo no estaba allí”.
La Esposa joven de Alessandro Baricco es una novela que debe leerse en varios registros simultáneos: el cuento de hadas, la fábula libertina (con moralejas varias), la alegoría homérica (el Hijo en su viaje iniciático) y, finalmente, una sutil combinación entre la descripción de un espacio sin tiempos, y el erotismo más cristalino y desprejuiciado.
“Luego, cuando ya retiraban las primeras botellas vacías de champán, la conversación tuvo un instante de suspensión colectiva, casi mágica, y en ese silencio la Esposa joven preguntó de una bonita manera si podía hacer una pregunta. Pues claro que sí, cariño. ¿El Hijo no está aquí?¿El Hijo soltó la Madre a fin de darle tiempo al Tío para salir de su otro lugar y echar una mano, pero dado que no sucedía nada, ¡Ah, el Hijo, claro!, prosiguió, el Hijo, obviamente, mi Hijo, por supuesto, es una buena pregunta. Luego se volvió hacia el Padre. ¿Querido? En Inglaterra, dijo el Padre con absoluta serenidad. ¿Tiene usted idea de lo que es Inglaterra, señorita? Creo que sí. Eso es. El Hijo está en Inglaterra. Aunque de forma provisional, por descontado. ¿Quiere decir que va a volver? Sin duda alguna, en cuanto lo llamemos. ¿Y van a llamarlo? Ciertamente es algo que tendríamos que hacer lo antes posible. Hoy mismo, delimitó la Madre, empleando una sonrisa que guardaba para las grandes ocasiones. Así, por la tarde – y no antes de finalizar la liturgia del desayuno -el Padre se sentó en su escritorio y aceptó tomar nota de lo que había sucedido. Lo hacía, por lo general, con cierto retraso –me refiero a tomar nota de los hechos de la vida, y en particular de los que suponían cierto desorden -, pero no quisiera yo que esto se interpretara como una forma de entorpecida ineficiencia. Era, en realidad, una lúcida cautela de orden médico. Como todo el mundo sabía, el Padre había nacido con eso que a él le gustaba definir como ‘una inexactitud del corazón’, expresión que no debe ser situada en un contexto sentimental: algo irreparable se había astillado en su músculo cardíaco, cuando aún era un hipótesis en construcción en el seno de su madre, de manera que nació con una corazón de cristal, al que primero los médicos y luego, a continuación, él mismo se habían resignado. No tenía cura, salvo una aproximación prudente, y ralentizada, al mundo. Según los manuales, un sobresalto particular, o un desasosiego sin preparación, se lo llevarían por delante en el mismo instante. El Padre, de todas formas, sabía por experiencia que no había que tomarlo al pie de la letra. Comprendió que estaba de prestado en la vida, y de ello había derivado un hábito de la cautela, una inclinación hacia el orden y la confusa certeza de habitar un destino especial. A esto hay que remitir su buen carácter natural y su ocasional fiereza. Deseo añadir que no le tenía miedo a la muerte: tenía con ella el grado suficiente de confianza, si no de intimidad, como para saber con certeza que la sentiría llegar a tiempo para hacer buen uso de ella. Así que, ese día, no se dio una prisa particular en tomar nota de la llegada de la Esposa joven. En cualquier caso, una vez liquidados los deberes de costumbre, no rehuyó la tarea que le aguardaba: se inclinó sobre el escritorio y sin titubeos redactó el texto del telegrama, concibiéndolo con respeto a elementales exigencias de economía y con el propósito de alcanzar la irrefutable claridad que se hacía necesaria. Contenía estas palabras: Regresada Esposa joven. Apresurarse. La Madre, por su parte, decidió que no había ni siquiera que discutir: no teniendo un hogar propio y, en cierto sentido, tampoco una familia en tanto en cuanto todas sus posesiones y parientes se habían trasladado a Sudamérica, la Esposa joven se quedaría esperando allí en su casa. Dado que Monseñor no pareció presentar ninguna objeción moral, dada la ausencia del Hijo bajo el techo familiar, se le pidió a Modesto que preparara la habitación de invitados, de la que todos, por otra parte, bien poco sabían, puesto que nunca invitaban a nadie. Estaban moderadamente seguros de que existía de todos modos. La última vez estaba ahí. No será necesaria ninguna habitación de invitados, ella dormirá conmigo, dijo la Hija tranquilamente. Lo dijo sentada, y cuando estaba así su belleza era de las que no admitían objeciones. Eso si es de su agrado, naturalmente, añadió la Hija. Lo es, dijo la Esposa joven”.
El ámbito familiar en el que desembarca la Esposa joven no se parece a ninguno: se trata de una casa en la que apenas pueden dormir, dado que todos temen a la noche y a la oscuridad. En ese espacio, cada ritual es de una solemnidad insondable, como la prohibición tácita de poseer libros o los desayunos a los que todos acuden sin asearse, casi como si huyeran de una pesadilla, y a los que asisten decenas de extraños. La Familia, salvo Modesto, el mayordomo, ha dejado su nombre propio en el camino y ahora sólo responde al mote de Padre, Madre, Hija, Tío, Esposa joven. Alessandro Baricco juega con todas esas categorías tan contundentes como ambiguas, y en ello reside el secreto de la novela.
“Fingieron que no se daban cuenta de nada, pero la verdad es que las entregas comenzaron a espaciarse, dejando días sin nombre, de acuerdo con ritmos que parecían tener poco de racional y, por tanto, algo incoherente con la mentalidad del Hijo, tal y como la habían conocido. Llegó un arpa irlandesa, y al día siguiente dos manteles bordados. Sin embargo, luego nada, durante dos días. Sacos de semillas, un miércoles, y nada hasta el domingo. Una cortina amarilla, tres raquetas de tenis, pero en medio cuatro días sin nada. Cuando pasó una semana entera sin que ni un solo retoque postal llegara a medir el tiempo de la espera, Modesto se decidió a solicitar, de manera respetuosa, una entrevista con el Padre. Se había preparado cuidadosamente la frase de exordio. Estaba en sintonía con las arraigadas inclinaciones de la Familia, históricamente ajenas a toda clase de pesimismo. Señor, habrá constatado sin duda cierta ralentización de las entregas en los últimos tiempos. Me preguntaba si no sería el caso de deducir de ello la inminente llegada del Hijo. El Padre lo miró silencioso. Venía de pensamientos lejanos, pero anotó en algún borde periférico de su mente la belleza de la fidelidad a un estilo, a menudo más visible en los sirvientes que en los señores. La certificó con una imperceptible sonrisa. Pero como seguía guardando silencio, Modesto prosiguió. He tenido la oportunidad de constatar, por otra parte, que el último telegrama matutino se remonta a hace veintidós días, dijo. El Padre también lo había constatado. No sería capaz de remontarse al día exacto, pero sabía que a partir de un determinado momento el Hijo había dejado de tranquilizar a la Familia sobre el resultado de sus noches. Asintió con la cabeza. Sin embargo, permaneció en silencio. En la severa interpretación que daba a su profesión, Modesto consideraba que el silencio en compañía de un señor era una práctica excesivamente íntima y, por lo tanto, la evitaba de forma sistemática, recurriendo a un par de operaciones elementales: pedir permiso para retirarse o continuar hablando. Por lo general, prefería la primera. Ese día se atrevió con la segunda. Así que, si usted me lo permite, me gustaría empezar a plantear los preparativos para la llegada, a la que me inclinaría a dedicarle toda mi atención, dado el cariño que siento por el Hijo y consideraba la alegría que el hecho de volver a verlo aportará a toda la casa. El Padre casi se conmovió. Conocía a ese hombre desde siempre, de manera que en ese momento era capaz de comprender a la perfección lo que estaba diciéndole realmente, en el revés de sus palabras, con una generosidad y una elegancia irreprochables. Le decía que algo se estaba torciendo con el Hijo y que él estaba allí para evitar por cualquier medio que fuera perturbada la regla que no le permitía a nadie rendirse al dolor en esas habitaciones. Probablemente también estaba recordándole que su devoción por el Hijo era tal que ninguna misión le parecería inadecuada si el objetivo era el de dulcificar su destino. Así que el Padre se quedó en silencio, tocado por la proximidad de ese hombre. Por su inteligencia, por su control. Estaba, precisamente esa tarde, midiendo su propia soledad y, al mirar a Modesto, se dio cuenta de que veía en él al único personaje, digno, que habitaba en esas horas el abierto paisaje de su desconcierto. Y, en efecto, en momentos como ésos suele ocurrir que, cuando estamos llamados a conllevar penas secretas, o no fácilmente formulables, sean personajes secundarios, de programática modestia, los que rompan de vez en cuando el aislamiento al que nos vemos constreñidos, con el resultado de vernos, como me sucedió a mí hace sólo unos días, concediendo a desconocidos la entrada ilógica en nuestro laberinto, con la ilusión infantil de poder obtener así una sugerencia, o un provecho, o simplemente un alivio pasajero. En mi caso, me avergüenza decirlo, se trataba del empleado de un supermercado que estaba colocando con meticulosa vigilancia unos congelados en el cajón correspondiente –aunque no sabría cómo llamarlo con exactitud- y lo hacía con las manos enrojecidas por el hielo. No sé, pensé que hacía algo semejante a lo que debería hacer yo, con respecto al cajón de mi alma, aunque no sabría cómo llamarlo con exactitud. Acabé diciéndoselo. Me satisfizo ver que no dejaba de trabajar mientras me decía que no estaba seguro de haberme entendido bien. Así que se lo expliqué mejor. Mi vida se ha roto en pedazos, dije, y no soy capaz de recolocar las piezas en su sitio. Tengo las manos cada vez más heladas, hace ya algún tiempo que no siento nada, le dije. Pensaría que estaba tratando con un loco y, de hecho, ésa fue la primera vez que pensé que incluso podía volverme loco; ocurrencia que el Doctor, totalmente, optaba por descartar, antes de que la emprendiera a relojazos contra él. El secreto es hacerlo todos los días, me dijo entonces el empleado del supermercado. Uno hace las cosas todos los días, así se convierte en algo fácil”.
La Esposa joven de Alesandro Baricco es una novela que oscila entre la ironía y la melancolía, acompañada de una poética perfecta que genera una lectura placentera. En doscientas páginas, Baricco, nos regala entre los hilos de la intriga, una reflexión sobre la escritura.
Sobre el autor
Alessandro Barrico (Turín, 1958), además de numerosos ensayos y artículos, es autor de las novelas Tierras de cristal (Premio Selezione Campiello y Prix Médicis Étranger), Océano mar (Premio Viareggio), Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn y Tres veces al amanecer, publicadas en Anagrama, al igual que la majestuosa reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo teatral Novecento y los ensayos de Next. Sobre la globalización y el mundo que viene y Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Baricco dirigió el programa de libros “Pickwick” para Rai Tre, que “invitó a los italianos a redescubrir el placer de la lectura” (Claudio Paglieri) y en 1994 fundó en Turín una escuela de “técnicas de escritura” llamada Holden (como homenaje a Salinger) que ha tenido, bajo su dirección, un éxito clamoroso. A partir de Seda, que se ha convertido en un longseller ininterrumpido, tanto en Italia como internacionalmente, se consagró como uno de los grandes escritores italianos de las nuevas generaciones.
*Por Manuel Allasino para La tinta.