Menem lo hizo
Por Fernando Rosso para Contrahegemonía
Sombra terrible de Norma Plá, voy a evocarte para que le expliques el menemismo a las nuevas generaciones con tus palabras precisas y tu sonrisa imperfecta.
En estos días, volvió a hacerse viral un fragmento de la participación televisiva de la “jubilada más famosa el país” en abril de 1994 en Polémica en el Bar. El programa ya era una versión bastante desmejorada del aquel que alguna vez supo sentar en su mesa a buenos humoristas del país en los años dorados de la década del 80. Ahora, lo conducía Gerardo Sofovich, acompañado por Luis Beldi –el “Majul” de Menem–, Hugo Gambini y otros oficialistas. En unos pocos minutos, Norma da una clase sobre el Estado, el origen de la violencia, la desigualdad, la dignidad cívica, el derecho sagrado a la rebelión y el respeto a los mayores.
Interpelado por esa mujer, Sofovich responde con una muestra de la esencia menemista: ensaya un discurso meritocrático sobre su éxito personal que escondía sus estrechos vínculos con el poder y el desfalco estatal. El “Ruso” fue el vaciador del viejo ATC, en una gestión como interventor del canal público que dejó una deuda cercana a los 70 millones de dólares y por la que terminó procesado por “administración fraudulenta”. El neoliberalismo en general y el menemista en particular, no implicaron una “ausencia del Estado”, sino un Estado orientado hacia determinados fines. Fue una escena que sintetizó aquellos años: una banda de sin-vergüenzas (en el sentido literal: carentes de vergüenza, propia o ajena) y con berretín de humoristas exigía explicaciones a una mujer pobre que había sido expulsada de su hogar hacia la calle para pelear por sus derechos. Es saludable que el fantasma de Norma Plá recorra cada tanto a esta Argentina y sacuda su memoria selectiva.
Les dejo este video de Norma Plá atendiendo boludos para que les transmita la misma paz que a mí.
Buenas noches. pic.twitter.com/AsXDVayf2X
— Lautaro FyM (@Lautafym) June 24, 2020
Sucede muy a menudo que se rescata de la historia a revolucionarios de otros tiempos para reinstalarlos en la contracultura inofensiva del presente como parte del decorado folklórico o de la rebeldía permitida. Pasó con el “Che” que fue rehabilitado para estamparse en los pechos de varias generaciones posteriores a la derrota, pero cuando ya nadie va a escuchar tu remera.
A veces también acontece algo similar con las figuras del “otro lado”, dirigentes políticos o jefes de Estado que fueron juzgados duramente en sus momentos de auge y caída, pero luego fueron readmitidos por la historia oficial con sus lados B prolijamente ocultos.
Hace un tiempo, aconteció con don Raúl Ricardo Alfonsín, el “padre de la democracia”, el impulsor del Juicio a las Juntas, el batallador discursivo contra la oligarquía en la Rural, el “gorila” perdonable. Para este rescate con gloria, era necesario olvidar la capitulación vergonzante ante los carapintadas (el Punto Final y la Obediencia Debida), la represión ilegal en La Tablada (cuando todo el mundo ya se había rendido) que incluyó torturas, desaparecidos y un paseo del presidente que casi pisotea cadáveres humeantes roseados de fósforo blanco o la hiperinflación que nos llevó al colapso. La caja PAN (Programa Alimentario Nacional) para algunos está en disputa con sus relucientes terceras marcas de dos kilos de harina, leche en polvo, dos kilos de azúcar, dos litros de aceite, tres kilos de fideos, dos kilos de arroz, lentejas, porotos y el famoso cornedbeef, la “carne” a la que cariñosamente habíamos rebautizado como cornevé. Está en disputa porque para algunos fue el primer gran plan social del nuevo país irremediablemente partido y para otros, el flamante certificado oficial para la condena a la pobreza permanente de toda una fracción de lo que alguna vez había sido la clase obrera argentina.
Algo de eso pasa con Menem, se rescata lo pintoresco y se olvida lo inenarrable. Pícaro y dueño de un carisma inconfundible, Menem fue muchas cosas: un privatizador serial; un comerciante impune con las riquezas de su país; un cipayo único en la región: no dejó nada por entregar; un espléndido vendedor de vino viejo en odres nuevos con color local. Pero si el peronismo histórico fue la entrada sui generis de la clase obrera a la vida pública, su reconocimiento “ciudadano” por la vía de la obturación de su autonomía, el menemismo dinamitó ese vínculo, coronando una obra que comenzó en la dictadura y allanaron los renovadores que triunfaron por el lado equivocado. Debería ocupar el lugar de hecho maldito del país peronista, no sólo porque cambió radicalmente la relación con el movimiento obrero (ese sobredimensionamiento del que habló Juan Carlos Torre), sino porque con su programa de neoliberalismo radical fue el responsable de la dualización de la clase trabajadora, cooptando a los dirigentes, rompió a la “columna vertebral”. Todo en un clima de fiesta, consumo, restauración y pizza con champagne.
Si algo se debe reconocer es que no estuvo solo en semejante empresa. El balance que hace Felipe Solá, para tomar un ejemplo, funcionario temprano del menemismo, es muy peculiar. En su libro Peronismo, pampa y peligro, dice algo así como que el menemismo se le pasó casi sin darse cuenta. Ocupado en su función de secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca, no le prestó la suficiente atención a la destrucción del país. Tan concentrado en lo particular, se le pasó lo general. La actitud política es cuestionable y la “excusa”, discutible, aunque no se reinventó una historia de antimenemismo que venía desde Cemento y pintó a muchos que cayeron en la irresistible tentación de esa odisea noventista.
Puesta a bucear en el pasado de la expresidenta Cristina Fernández, la actual secretaria Legal y Técnica de Alberto Fernández, Vilma Ibarra, recuerda en su Cristina contra Cristina este inquietante discurso en la Convención Nacional Constituyente de 1994: «Cuando recibimos el gobierno en 1989 -explicaba la actual vicepresidenta-, éramos un país fragmentado, al borde de la disolución social, sin moneda y con un Estado sobredimensionado que, como un Dios griego, se comía a sus propios hijos. Entonces, hubo que abordar una tarea muy difícil: reformular el Estado, reformarlo; reconstruir la economía; retornar a la credibilidad de los agentes económicos en cuanto a que era posible una Argentina diferente. Se hizo con mucho sacrificio, pero se logró incorporar definitivamente pautas de comportamiento en los argentinos». Eran los años en los que el Estado era esa “estructura elefantiásica” como aseveró en alguna sesión del Senado ya en el tardío agosto de 1996. Altritempi.
En la última trinchera de defensa de algunas de las luces de la noche menemista, no pocos recurren a un argumento: con todo lo cuestionable que puede ser, Menem le dio el tiro de gracia al “partido militar”. Es cierto en la superficie, más discutible en la esencia: en realidad, con Menem al frente del Estado aplicando “democráticamente” el programa por el que los poderes fácticos habían golpeado la puerta de los cuarteles en toda la historia argentina, el “partido militar” se había vuelto innecesario y, por lo tanto, irreal. Leña a los que sacaban los pies de ese plato; indultos, abrazo, medalla y beso con el Almirante Rojas.
Están aquellos que justifican todo en el espíritu de época y, desde el punto de vista económico, había más menemistas de los que hoy estarían dispuestos a reconocerlo. El antimenemismo en la política tradicional, incluso en sus expresiones más locuaces, era más estético que programático, más un sermón moral que una crítica de la economía política. Entre uno de sus fogoneros más estridentes estuvo Carlos “Chacho” Álvarez que fue tan partidario de “las manos limpias” como de la convertibilidad y la “modernización” neoliberal. El paradigma económico no era objeto de crítica (es más, era inobjetable), el problema radicaba en los negociados que aceitaban su funcionamiento. No se ponía el acento en el contenido, sino en la forma. Lo secundario le había ganado la batalla cultural a lo principal. A esto, aportaron diarios como Página 12 o algunas secciones de La Nación, florecían en las editoriales títulos como Robo para la corona (Horacio Verbitsky), La corrupción (Mariano Grondona) o Todo tiene precio (Capalbo y Pandolfo) y se indignaban en la TV, los conductores de Telenoche Investiga (Clarín) o Día D (Jorge Lanata) por las denuncias de coimas, sobreprecios, contratos irregulares o empresas fantasmas. Algo de eso moldeó las coordenadas ideológicas y las ambivalencias de nuestro 2001.
¿Dejó algo positivo el menemismo? Sartre dijo alguna vez que “nunca hemos sido tan libres como bajo la ocupación alemana. Dado que estábamos acosados, cada uno de nuestros gestos tenía el peso de un compromiso”.
En la cultura rock previo a la estatización y la estadolatría, y anticipándose a la década perdida en aquel glorioso 1991, el Fidel Nadal pre-International love creía que en el chupadero del gobierno sentíamos frío y que no hay salvación para el pueblo sumiso; Iorio anticipaba la centralidad de los camioneros, mientras el policía y el ladrón bautizaban sonriendo al gil trabajador; con Divididos pasábamos a los tiempos de acariciando lo áspero, mientras que, para el Indio, esta Nueva Roma te cura o te mata.
Cuando se logró asumir al enemigo, si Duhalde decía cosas como las que hoy agita Sergio Berni y las quería aplicar, nadie andaba calculando cuan “funcional” eran esos grados de autoritarismo policial para la estrategia progresista: andate a dormir vos; se reclamaba en voz alta por el nombre de todos los muertos que llegaban desde las revueltas provinciales sin medir en qué coalición se los podía ocultar y era muy difícil que alguien se atreviera ni siquiera a sugerir que había un “nuevo” Fondo Monetario Internacional que jugaba para los buenos.
En ese estricto sentido –parafraseando a Sartre y abusando de la melancolía–, nunca fuimos tan libres como durante la ocupación menemista.
* Por Fernando Rosso para Contrahegemonía