Desierto Sonoro, un mundo demasiado injusto
Por Manuel Allasino para La tinta
Desierto Sonoro es una novela de la escritora Valeria Luiselli, publicada en el año 2019. Es una historia elástica y original, en donde un auto cruza las rutas de Estados Unidos rumbo a Arizona. Dentro del mismo, hay una familia ensamblada: madre mexicana, padre estadounidense, el hijo de él, la hija de ella. El matrimonio ya casi no se habla, poco queda de lo que alguna vez los unió fuertemente. Ambos son documentalistas sonoros, él persigue el espíritu de los apaches, los antiguos habitantes del sur estadounidense, y ella busca indagar en la dolorosa realidad de los miles de “niños perdidos” que atraviesan la frontera con México sin familiares que los protejan.
Mientras recorren un paisaje cada vez más desértico, y se suceden las noticias en la radio y se cuentan historias entre canciones, chistes y anécdotas de viajes, un relato nuevo se va tejiendo: el que los niños sentados en el asiento de atrás necesitarán fabricar para darle sentido a un mundo demasiado injusto.
“Mi marido y yo nos conocimos hace cuatro años, mientras grabábamos audio para un paisaje sonoro. Éramos parte de un equipo más amplio, que trabajaba para el Centro de Ciencia Urbana y Progreso de la Universidad de Nueva York. El objetivo del proyecto era registrar y catalogar los sonidos emblemáticos o distintivos de la ciudad: el rechinido del metro al detenerse, la música en los pasillos subterráneos de la estación de la calle 42, los pastores predicando en Harlem, el rumor de voces y murmullos en la bolsa de valores de Wall Street. Pero también había que compendiar y clasificar todos los sonidos que produce la ciudad y que, en general, pasan inadvertidos, como mero ruido de fondo: cajas registradoras abriéndose y cerrándose en los delis de las esquinas, un guion ensayado en un teatro vacío, las corrientes submarinas del río Hudson, los graznidos de los gansos canadienses que cagan desde lo alto, en pleno vuelo, mientras sobrevuelan el parque Van Cortland, los columpios que se balancean en las áreas de juego de Astoria, las manos de una vieja coreana afilando uñas adineradas en el Upper West Side, las flamas de un incendio deshojando un edificio del Bronx, un peatón propinándole un rosario de madafakas a otro. En el equipo había periodistas, artistas sonoros, geógrafos, urbanistas, escritores, historiadores, acustemólogos, antropólogos, músicos e incluso batimetristas, con sus ecosondas multihaces, que sumergían en los cuerpos de agua que rodean la ciudad para medir la profundidad y los contornos de los lechos fluviales. Todos, en pareja o en pequeños grupos, medíamos y registrábamos longitudes de onda por toda la ciudad, como si buscáramos documentar los jadeos de una bestia gigante. A él y a mí nos pusieron a trabajar en pareja y nos asignaron la tarea de grabar, durante un periodo de cuatro años, todos los idiomas hablados en la ciudad. La descripción de nuestras responsabilidades especificaba: <realizar un muestreo de la metrópolis con la mayor diversidad lingüística del mundo, y mapear la totalidad de los idiomas hablados por sus adultos e infantes>. Resultó que hacíamos bien nuestra tarea. Y que hacíamos buen equipo, incluso demasiado bueno. Trabajábamos más horas y con más entrega de la que se requería, quizá para tener una excusa para vernos más seguido. Entonces, tal vez de manera un poco predecible, después de solo unos meses trabajando juntos nos enamoramos -de cabeza, como una piedra que se enamora de un pájaro y ya no sabe dónde empieza la piedra y dónde termina el pájaro. Cuando llegó el verano decidimos mudarnos a vivir juntos, cada uno aportando un hijo a la ecuación. Nos volvimos una tribu. La niña no se acuerda de nada de ese periodo, por supuesto. El niño recuerda que yo siempre traía puesto un suéter de lana azul, largo hasta las rodillas, al que le faltaban algunos botones, y que a veces, cuando se quedaban dormidos, me lo quitaba y los tapaba a los dos con él, y olía a tabaco y picaba un poco. La mudanza fue una decisión impulsiva, tan confusa, urgente y hermosa como se sienten las coas cuando no estás pensando en sus consecuencias. Luego, vinieron las consecuencias. Conocimos a nuestras respectivas familias extendidas, nos casamos por la ley civil, y empezamos a pagar impuestos de sociedad conyugal. Nos volvimos una familia”.
Los desplazamientos, voluntarios o involuntarios, son los que, de forma paralela y perpendicular, atraviesan el enorme entramado de esta historia. Desierto Sonoro de Valeria Luiselli tiene 475 páginas y es una novela rutera: todo transcurre en el viaje.
La familia realiza paradas en moteles temáticos de Elvis, hosterías que parecen embrujadas, bares y restaurantes donde los miran de costado, explorando y analizando todo el ancho y desangelado paisaje del suroeste de los Estados Unidos.
Se dirigen a la frontera con México donde está produciéndose un fenómeno grave. Miles de niños llegan diariamente solos, huyendo de diversas situaciones de violencia en sus países de origen e intentan entrar furtivamente en Estados Unidos donde son apresados en centros de detención y, en la mayoría de los casos, deportados. La mujer de esta familia, que, a su vez, es la narradora, indaga en esa realidad cruel y manipulada por los grandes medios, para darle otra visibilidad y que la sociedad pueda ser más empática con esas situaciones.
“Pasamos muchas noches difíciles, después de dormir a los niños, discutiendo la logística en torno al plan de mi esposo de instalarse de manera más o menos permanente en el suroeste. Muchas noches en vela negociando, peleando, cogiendo, renegociando, inventando soluciones. Pasé horas enteras tratando de entender o al menos aceptar su proyecto, y muchas horas más tratando de encontrar argumentos para disuadirlo. Una noche le aventé un foco fundido, un rollo de papel de baño y una ristra de insultos más bien blandos. Pero pasaron los días y comenzaron los preparativos para el viaje. Mi esposo compró varios artículos por internet: una hielera, una tienda de campaña, y diversos artilugios más que jamás habíamos necesitado. Yo me puse a compara mapas de Estados Unidos. Uno muy grande de todo el país y otros de los estados del sur que probablemente atravesaríamos. Me dediqué a estudiar las rutas, todas las noches, hasta bien entrada la madrugada. Y, conforme el viaje se fue haciendo más y más concreto, intenté reconciliarme con la idea de que mi única opción era aceptar una decisión tomada, y luego poco a poco ir añadiendo mis propias cláusulas al contrato, procurando no hacer un desglose de nuestra vida en común como si fuéramos candidatos a una deducción fiscal, a una especie de cómputo moral de pérdidas, créditos y activos gravables. Hice todo lo posible, en otras palabras, para no convertirme en alguien por quien pudiera llegar a sentir desprecio en el futuro. Pensé que podría aprovechar la nueva situación para reinventarme laboralmente y reconstruirme. Me dije otras cosas por el estilo, cosas que solo se toman en serio cuando alguien se está desmoronando y ha perdido por completo el sentido del humor. De manera más razonable, reflexionando al respecto en mis momentos más lúcidos, me convencí de que nuestro distanciamiento profesional no implicaba necesariamente una fisura más honda en la relación. Emprender proyectos por separado no tenía por qué llevarnos a la disolución de nuestro mundo compartido. Podíamos ir en coche hasta la frontera tan pronto como los niños terminaran el año escolar, y cada uno trabajaría en su respectivo proyecto. No estaba segura de cómo iba a lograrlo, pero pensé que podría empezar a investigar, ir creando poco a poco un archivo, y ampliar mi enfoque sobre la crisis de migración infantil, desde las cortes de inmigración de Nueva York, donde había centrado mi atención hasta el momento, hacia cualquiera de sus nodos en las regiones fronterizas del sur. Era un desarrollo natural de la propia línea de investigación, desde luego. Pero también era un modo de hacer que nuestros proyectos, diferentes entre sí, resultaran compatibles. Al menos por el momento. Lo suficientemente compatibles, en cualquier caso, como para emprender un viaje familiar y lanzarnos por las carreteras de este enorme país, hacia algún lugar del suroeste. Después de eso ya veríamos”.
La novela de Valeria Luiselli ya provoca desde su título, Desierto Sonoro. Nos causa confusión, porque nos lleva de manera automática a imaginarnos un mundo sin sonidos y, en realidad, es un guiño, porque los desiertos son muchos y no todos geográficos, y la vida está repleta de silencios, y también de sonidos y desiertos.
Con una prosa ágil, Luiselli nos convida una historia que nos muestra dos proyectos de vida que, en un momento, coquetearon con ser uno y, a su vez, nos revela los distintos miedos que tenemos como sociedad.
“Destellos de alumino y neón blanco, los postes de luz sembrados a orillas de la carretera. Vamos tendidos, somos el único coche. El sol se asoma a nuestras espaldas, emerge de la de asfalto en el extremo este de la Autopista 50. Manejamos en dirección este, por Arkansas, y las rejas de los ranchos se extienden hacia adelante y hacia atrás, más allá de donde la vista alcanza. Detrás de las rejas, en esos ranchos, hay, quizás, personas leyendo, durmiendo, cogiendo, llorando, viendo televisión. Personas viendo las noticias o relality shows, vigilando, cuidando quizás –al hijo enfermo, la madre moribunda, la vaca pariendo, los huevos abriéndose-. Miro a través del cristal de la ventana, y me pregunto quiénes son, de qué hablan, qué pensamientos los atormentan. Mi teléfono suena cuando vamos atravesando un campo de soya. Es Manuela, que me llama por fin. La última vez que hablé con ella fue hace casi tres semanas, creo, justo antes de que saliéramos de la ciudad. No tiene buenas noticias. El juez falló en contra de la petición de asilo que el abogado había interpuesto por sus hijas. A raíz de eso, el abogado abandonó el caso. A Manuela le dijeron que ambas niñas serían transferidas desde el centro de detención donde habían estado esperando, en Nuevo México, hasta otro centro en Arizona, desde donde serían deportadas. Pero justo el día en que debían ser transferidas, desaparecieron ¿Cómo que desaparecieron?, le pregunto. El oficial de migración que la llamó para darle la noticia le dijo que habían puesto a las niñas en un avión con destino a Ciudad de México. Pero las niñas nunca llegaron. El hermano de Manuela había viajado de Oaxaca a la capital y las había esperado en el aeropuerto durante cuatro horas, pero no las había visto salir por la puerta de llegadas. No entiendo, le digo. ¿Dónde están las niñas ahora? Ella me dice que no lo sabe, que todas las personas con las que ha hablado le dicen que sus hijas siguen, probablemente, en el centro de detención. Todo el mundo le dice que espere, que sea paciente. Pero ella piensa que sus hijas no están en ningún centro de detención. Dice que está segura de que se escaparon, que quizás alguien en el centro de detención, una persona amigable, les ayudó a escapar, y que posiblemente ambas vean, en ese momento, rumbo adonde está ella. ¿Por qué crees eso?, le pregunto, con la sospecha de que quizás está perdiendo sentido de realidad. Porque conozco a mi sangre, responde. Me dice que está esperando a que alguien la llame con noticias. Después de todo, las niñas deben tener todavía sus vestidos, o sea que tienen también su número de teléfono. Yo no interrogo más al respecto, pero sí le pregunto: ¿Qué vas hacer ahora? Buscarlas. ¿Y cómo puedo ayudarte? Tras una breve pausa, me dice: no puedes, no por ahora. Pero si llegas a Nuevo México o a Arizona, me ayudas a buscarlas”.
Desierto Sonoro de Valeria Luselli es una novela con distintos niveles de lectura, sugerente y elástica, que atrapa desde la primera página. Luiselli entrega un libro que rompe moldes y que dialoga con grandes escritoras y escritores, como Solnit, Rulo o Kerouac. Es una obra que denuncia las injusticias del mundo contemporáneo.
Sobre la autora
Valeria Luiselli nació en 1983 en Ciudad de México y creció en Corea del Sur, Sudáfrica e India. Ha publicado las novelas Los ingrávidos (2011) y La historia de mis dientes (2013), y los libros de ensayo Papeles falsos (2010) y Los niños perdidos (2016). Sus obras, traducidas a más de veinte idiomas, han obtenido en dos ocasiones el Los Angeles Times Book Prize y una vez el American Book Award, además de haber sido dos veces finalistas del National Book Critics Circle Award. Ha colaborado en medios como The New York Times, Granta, The Guardian y El País. En la actualidad, reside en Nueva York. Aclamada unánimemente por la crítica, Desierto sonoro fue escrita en inglés y publicada en 2019 con el título Lost Children Archive.
*Por Manuel Allasino para La tinta.