Un paseo por Bagdad
La capital de Irak sobrevive en medio de los resabios de una guerra de nunca acabar y los embates de la pandemia de la pobreza.
Por Nabil Saleh para Jadaliyya
No hace mucho tiempo, en una tarde soleada, aproveché el levantamiento parcial del toque de queda impuesto para limitar la propagación del coronavirus, y decidí encaminarme hacia el centro de Bagdad, donde puedo disfrutar dando largos paseos por sus adoloridas calles.
Por el camino, pasé por delante de muchas puertas cerradas de casas abandonadas en los elegantes barrios occidentales de la ciudad. En lugar de palmeras, zizyphus y naranjos sevillanos, se alzan ahora casas espantosas, y los jardines, en otro tiempo una delicia, donde los niños de las familias ahora desarraigadas reían, lloraban o perseguían una pelota de fútbol en tardes ya lejanas, han desaparecido.
Niños agotados estaban sentados al borde de las aceras con la cabeza colgando entre las piernas, o parados a la sombra de grandes retratos que homenajeaban a milicianos “martirizados”. Parecen hablar consigo mismos, se pelean entre ellos y se ganan la vida vendiendo en la calle paquetes de pañuelos, agua embotellada o chicle.
Casi todas las intersecciones y puestos de control de seguridad en Bagdad están marcados por un tropel de niñas flacuchas, mujeres con dispares abayas negras y niños desesperados que limpian los parabrisas de los automóviles por lo que les paguen sus conductores, si es que se molestan en hacerlo.
Hay banderas funerarias negras clavadas en los muros de Bagdad, algunas de sus bombardeadas pasarelas parecen haber sido amputadas, y un paso elevado dinamitado se exhibe destripado con varillas retorcidas que sobresalen como dedos tullidos. Así sucede en el oeste de Bagdad, donde las destrozadas señales de tráfico a causa de la metralla no solo indican direcciones, sino que hablan de años de guerra y violencia armada.
Sin embargo, es en el centro de la ciudad donde las consecuencias de la guerra y la corrupción se hacen evidentes en los muros y en los rostros de sus seres humanos.
No es frecuente que vaya y estacione en la plaza al-Nasr. Una sensación de inquietante anticipación me sigue invadiendo aun cuando estoy cerca, al igual que me sucede cuando paso por cualquiera de los muchos puntos de control congestionados de la ciudad. Durante los años que siguieron a la invasión estadounidense, estallaron tantos coches bomba en la plaza y calles laterales cercanas… que mataban y herían a muchos civiles en cada ocasión.
Caminé a pie desde la plaza al-Nasr, tan hermosa en otro tiempo y que solo contiene ahora casas derruidas -recientemente convertidas en depósitos o talleres-, en el vecindario de al-Battawiyyin, hacia la calle Abu Nawas.
Durante unos momentos vi a través de los descuidados jardines las aguas resplandecientes del Tigris, doradas por los rayos del sol primaveral. Fluía pausadamente, con indiferencia, ante la miseria que inundaba ambos lados de la ciudad que corta por la mitad: al-Karj y al-Rusafah.
Todavía disfruto de largos paseos solitarios por Abu Nawas. Los desechos plásticos que ocupan la orilla oriental del Tigris me irritan sobremanera. Pero no tanto como los políticos corruptos que ocupan lujosos palacios en la célebre Zona Verde, en la otra orilla confiscada del Tigris.
Mustafa al-Kadhimi, ex jefe del servicio de inteligencia del país, tomó recientemente el mando como primer ministro y ahora ocupa uno de esos palacios.
Mis ojos huyeron rápidamente del Tigris y mis pies me llevaron hacia el norte, hasta la calle al-Rashid. Pasé por delante de los grafitis que los manifestantes pintaron en los muelles del puente al-Jumhuriyah, que une la plaza al-Tahrir con el lugar donde se encuentra la Zona Verde. Esos grafitis representaban la difícil situación y los sacrificios de quienes se atrevieron a creer que todavía era posible un Irak mejor.
El puente en el que las fuerzas de seguridad masacraron a innumerables manifestantes durante el levantamiento de octubre, está cerrado. Ya no hay manifestantes que se suban a los precarios andamios del restaurante turco cercano, en medio del fuerte estallido de granadas de aturdimiento. Tampoco hay sangre manando de las cabezas de jóvenes inocentes, retorciéndose de dolor sobre el asfalto¹.
Pero al pasar por el borde de la plaza Tahrir, todavía pude escuchar sus cánticos, ver sus rostros y las lágrimas brillando en la oscuridad, mientras lloraban a sus camaradas caídos, o eran transportados por tuk-tuks a las tiendas de campaña donde se prestaba atención médica.
El edificio del restaurante turco que se encuentra en el nudo donde la calle Abu Nawas se topa con la plaza Tahrir y la calle al-Rashid.
Al deambular a lo largo de las columnas centenarias de al-Rashid, pasé por delante de muros de hormigón y edificios cubiertos de hollín, un testimonio de la represión de las protestas de octubre. Había ancianos y niños trabajadores que empujaban o tiraban de carritos de mano antes de desaparecer por los zigzagueantes callejones de casas decadentes de Shanasheel, a lo largo de la calle principal. Hombres invisibles sin hogar retrocedían hasta rincones envueltos por la sombra de edificios vetustos, con balcones deteriorados que se proyectaban desde fachadas adornadas con frisos ornamentados, filigranas y detalles de follaje magistralmente grabados.
En el centro de Bagdad, las campanas de las iglesias ya no repican los domingos, los antiguos minaretes se inclinan hacia los lados, y muy pocos se detienen para contemplar la deslumbrante cúpula azul de la mezquita al-Hayder Jana. Niños descalzos juegan junto a los escalones de las puertas de casas de la era otomana, donde los pobres viven y mueren en silencio sin pena ni gloria.
Al pasar bajo el puente al-Sinak me encontré con un grupo de porteadores que cargaban cajas en un vehículo, junto al edificio de la central de Correos, Telégrafos y Teléfono, diseñado por el difunto arquitecto Rifat al-Chadirji, que resultó gravemente dañado durante la invasión de 2003². Esos porteadores forman parte de la gran cantidad de trabajadores del barrio de al-Rashid sin otra alternativa que transportar mercancías para ganarse la vida³.
Desde al-Sinak caminé hacia el norte, en dirección a ese barrio, hasta llegar finalmente a mi lugar favorito de la ciudad: el punto donde la antigua mezquita de Murjan se enfrenta a otra de las obras de al-Chadirji: la torre cilíndrica de Abud. Por desgracia, mis intentos de replicar la icónica fotografía de Latif al-Ani de los dos edificios resultaron baldíos. Las losas de hormigón erigidas para proteger el banco central adyacente confiscaron una parte de la calle.
¹Un edificio de 14 pisos construido a principios de la década de 1980 que albergó una vez un restaurante turco con vistas al Tigris. El edificio quedó muy maltrecho durante la invasión de 2003, y desde entonces está cerrado al público. Durante las protestas contra el gobierno de Nuri al-Maliki en 2011, las fuerzas de seguridad ocuparon el edificio y desde allí controlaron la brutal represión contra los manifestantes civiles.
²Los embajadores de los mismos países que atacaron Irak y se lo entregaron a políticos que descuidarían la herencia de Irak y proseguirían la destrucción de todos los seres humanos, la fauna y la flora del país, se apresuraron a rendir homenaje al arquitecto que falleció el mes pasado en Londres.
³Recientemente, las Naciones Unidas estimaron que la tasa de pobreza en Irak aumentará a aproximadamente un 40 por ciento en 2020.
*Por Nabil Saleh para Jadaliyya / Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández / Foto de portada: Nabil Saleh