La violencia policial y el racismo como epidemia
El crimen de George Floyd logró conmover a la opinión pública local. Pero hay una suerte de racismo, paradójicamente, cuando un crimen de odio racial y violencia policial ocurrido en EE.UU. nos conmueve, y no lo hace en igual medida un crimen ocurrido en nuestro propio país, como el asesinato de Luis Espinoza.
Por Verónica Michelle Cabido y Gonzalo Fiore Viani para La tinta
“La peligrosidad del sistema penal se reparte
según la vulnerabilidad de las personas,
como si se tratase de una epidemia”.
(2007, Eugenio Zaffaroni)
George Floyd, ciudadano afroamericano de Estados Unidos, fue asesinado en manos de la Policía el pasado 25 de mayo en Minneapolis, Minnesota. La empleada del negocio al que George había ido a comprar comida creyó que quería estafarla con un billete falso de 20 dólares y llamó a la policía. Fue el oficial Derek Chauvin, junto a una dotación policial, quienes detuvieron a Floyd y lo esposaron contra el suelo, golpeándolo y asfixiándolo con la rodilla hasta provocarle la muerte. Todo quedó registrado en las filmaciones de los testigos. La imagen del policía blanco presionando el cuello de un ciudadano negro estadounidense que pedía por favor que lo dejen respirar recorrió el mundo. Las protestas fueron masivas y se replicaron en decenas de ciudades de Estados Unidos.
Rápidamente, la noticia del crimen y las manifestaciones que le sucedieron lograron conmover a la opinión pública local. Pero lo que pasó en Minneapolis bien podría haber sucedido en Córdoba, en Buenos Aires o en cualquier punto del país. Por ello, no hay razón para que el racismo y la violencia institucional en Estados Unidos despierten nuestra indignación y no lo hagan, del mismo modo, el racismo y la violencia institucional que suceden en nuestras calles.
La semana pasada, fue hallado el cuerpo de Luis Espinoza, quien había sido visto por última vez el 15 de mayo, cuando él y su hermano fueron interceptados por policías de Tucumán con la excusa de hacer cumplir la cuarentena. Ambos hermanos fueron detenidos y golpeados. Posteriormente, Luis estuvo desaparecido hasta que su cuerpo fue hallado una semana después. Los datos que se conocieron en primera instancia y el testimonio de su hermano indicaban que la desaparición y muerte de Luis había sido producto del accionar policial. El viernes, se realizaron pericias que demostraron que el arma que disparó y culminó con la vida Luis fue la pistola reglamentaria del policía José Morales. Sin embargo, la conmoción de la opinión pública fue prácticamente nula. Y la cobertura de los medios fue muy limitada, sobre todo, a comparación con el espacio que dedicaron ante el asesinato de George Floyd.
En el caso del tucumano, en un principio, la Policía ni siquiera investigó su desaparición como un crimen, hasta que la presión de la familia se hizo insostenible. Luis Espinoza es uno más de tantos argentinos que, cada año, son víctimas del uso letal de la fuerza. Según datos del archivo de la CORREPI, en 2017, el gobierno de Mauricio Macri superó la barrera de un muerto cada 24 horas en manos del aparato represivo y siguió creciendo hasta llegar, concluida su gestión en 2019, a una muerte cada 19 horas. El saldo de esa administración es de 1.833 asesinados por las fuerzas de seguridad en 1.435 días de gobierno.
En la denominada criminalización secundaria, que el ex juez Eugenio Zaffaroni define como la acción punitiva ejercida sobre personas concretas, cuando las agencias policiales detectan a una persona y le atribuyen la realización de cierto acto criminalizado primariamente, es en donde opera mayormente el racismo. En Estados Unidos, el porcentaje de hispanos y afroamericanos en las cárceles es mayor al de su proporción en la población del país. Mientras los afroamericanos y los hispanos representan el 32 por ciento del total de habitantes del país, significan el 56 por ciento de su población carcelaria. A su vez, el número de afroamericanos en prisión supera en 600.000 a aquellos que se encuentran enrolados en la educación superior.
En Argentina, los sectores que más sufren la violencia policial son los que pertenecen a la clase trabajadora más empobrecida, en su mayoría, jóvenes. Según la Procuración Penitenciaria de la Nación, el 67 por ciento de la población carcelaria argentina solo cursó estudios hasta la primaria, el 39 por ciento trabajaba de manera precaria y el 43 por ciento estaba desempleado al momento de su detención. El racismo que se expresa en el accionar policial no está desvinculado del racismo que atraviesa nuestro sistema social en su totalidad. Del mismo modo que una epidemia, la peligrosidad del sistema penal ataca con más fuerza y con consecuencias letales a quienes se encuentran dentro de la población vulnerable.
En la selección del delincuente que realizan las agencias policiales, juegan como factor decisivo las circunstancias de raza y clase, combinadas con el género y la pertenencia étnica. Eso explica, en parte, las cifras mencionadas respecto de la población penitenciaria. En la selección que hacemos respecto de qué muertes nos conmueven, también.
Hay una suerte de racismo, paradójicamente, cuando un crimen de odio racial y violencia policial ocurrido en Estados Unidos nos conmueve, y no lo hace en igual medida un crimen ocurrido en nuestro propio país. La selectividad del poder punitivo y la selectividad de nuestra indignación comparten el mismo trasfondo racista. El racismo, que se traduce en una jerarquización de seres humanos, se expresa en la absoluta indiferencia, cuando no aprobación, que despiertan las muertes locales en manos del accionar de las fuerzas de seguridad de nuestra región.
Basta con recordar cómo se institucionalizó el gatillo fácil desde el gobierno de Macri con la legitimación de la “Doctrina Chocobar”. Esa selectividad del poder punitivo necesita de un Estado como legitimador principal que baje su aprobación al resto de la sociedad.
En los Estados Unidos de Donald Trump, la violencia racista también se encuentra legitimada desde el Estado. Desde 2012 a esta fecha, fueron noticia los casos de Tamir Rice, Eric Harris, Walter Scott, Jonathan Ferrell, Sandra Bland, Samuel DuBose y Freddie Gray. Todos jóvenes negros asesinados a manos de la Policía o de fuerzas de seguridad privadas. Esto dio lugar al movimiento Black Lives Matter como foco de resistencia al accionar del racismo institucionalizado. Por primera vez en décadas, personajes como David Duke, ex líder de la organización racista criminal Ku Klux Klan, tiene llegada a los medios masivos de comunicación. Este tipo de discursos ha experimentado un particular resurgimiento en los últimos años.
El racismo y la selectividad penal que afectan a los Estados Unidos también existen en la Argentina. A veces, parece más cómoda la indignación con lo que sucede en otro país que con los problemas existentes a la vuelta de la esquina. Nuestra indignación es racista cuando sólo reacciona ante la muerte de un ciudadano negro estadounidense y no lo hace ante nuestros muertos en manos de la Policía o cualquier víctima de violencia institucional en contexto de encierro.
George Floyd y Luis Espinosa no tenían prácticamente ningún otro punto en común, excepto el de su pertenencia de clase y vulnerabilidad ante la selectividad de las fuerzas de seguridad. A los muertos, tanto en Argentina como en Estados Unidos, siempre terminan poniéndolos los pobres.
*Por Verónica Michelle Cabido y Gonzalo Fiore Viani para La tinta / Imagen de tapa: Christian Monterrosa | AP