La persistencia del racismo
Por Lucas Crisafulli para La tinta
El racismo en América Latina adquiere tintes distintos según los países en el que se produce. Decimos racismo para referirnos a un sistema de dominación basado en la pertenencia ética de las personas, adscribiéndole características morales o intelectuales, y estableciendo una escala de superioridad de los blancos por sobre los no blancos. El racismo ha sido el discurso legitimador de prácticas que han implicado verdadera dominación.
¿Por qué el hombre blanco, después de la revolución francesa y su tan cartesiana Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, seguía siendo dueño de personas negras, al que los estatutos jurídicos como el Code Noir lo reconocían como cosas muebles? ¿Cómo es posible que las balas policiales en Brasil prefieran a los negros sobre los blancos? ¿Por qué la represión del gobierno golpista boliviano elige a indígenas para asesinar? ¿Por qué la selectividad del sistema penal para encarcelar se las agarra con los morochos? ¿Por qué, en Estados Unidos, los negros no accedían a la educación universitaria? ¿Por qué existió una organización como el Ku klux Klan que se dedicaba a perseguir y matar negros?
Por lo menos desde hace quinientos años, existe un relato que establece que los blancos son mejores o superiores a los negros y esa creencia tan enraizada en las identidades colectivas ha producido prácticas de segregación y dominación hacia todos aquellos no blancos. Detrás de ese discurso ideológico, se encuentra el interés económico: la esclavitud le sirvió a las potencias coloniales que vieron cómo crecían sus fortunas con el sudor negro. En última instancia, el racista más recalcitrante no pretende aniquilar al no blanco o, por lo menos, no pretende aniquilarlos a todos, sino pagarle menos o simplemente no pagarle, como hacían los esclavistas.
El personaje de Diego Capusotto, Micky Vainilla, lo resume con una claridad brutal: “La noche brilla en la disco / bailando te pego un mordisco / pero hay algo que me hace el bocho / tengo al lado bailando a un morocho / yo nunca hago diferencia / pero el morocho me molesta / un morocho no es extraño / si en la disco es el que limpia el baño / oh, si el morocho es empleado todo bien”. En otras palabras, si el morocho es el que realiza el peor trabajo, no es necesario despreciarlo o despreciarlo, pero, al mismo tiempo, necesitarlo. Es la dialéctica del amo y del esclavo de Hegel, pero recargada.
Existe una historia en América Latina que bien podría ser resumida al decir del gran Osvaldo Bayer como la historia de la crueldad o la historia de la violencia. No cualquier violencia, sino la violencia contra el no blanco, es decir, contra el negro, el indígena, el mestizo, el morocho.
Como decíamos, el racismo va virando al sujeto de desprecio y dominación según el país. En Bolivia y Ecuador, el sujeto de desprecio racista es el indígena al que peyorativamente se lo sigue denominando indio. Los tweets de la autoproclamada presidente de Bolivia Jeanine Añez son todo un material para rastrear el racismo antiindigenista de la oligarquía boliviana. «Aferrado al poder el pobre indio'», dice Añez refiriéndose al, por entonces, presidente Evo Morales. “Sueño con una Bolivia libre de ritos satánicos, la ciudad no es para los indios. Que se vayan al altiplano o al Chaco”, espeta en otra espantosa publicación del pajarito.
En Brasil, el sujeto de desprecio racista es el negro. Bolsonaro expresó, en 2017, que «el afrodescendiente más flaco allá pesaba siete arrobas (antigua unidad de medida). No hacen nada. Creo que ni para procrear sirven más». Al referirse en otra oportunidad a la población afrobrasilera, dijo: «No hacen nada. Más de mil millones de dólares al año estamos gastando en ellos».
En Argentina, la palabra negro sigue siendo objeto de lo abyecto, pero adquiere otras características. Se suele decir que no se discrimina al negro de piel, sino al negro de alma o, más brutalmente aún, al negro de mierda. Se lo dice como una forma de excusarse y creerse menos racista. Ese negro de alma en Argentina tiene tres características: pobre, morocho y portador de una determinada socioestética asociada al cuarteto en Córdoba o la cumbia en Buenos Aires. Eso implica que habla, se viste, se corta el pelo y hasta camina de una determinada manera que es fuertemente despreciada por los racistas.
Lo que en Bolivia es el indio, en Brasil el negro y en Argentina el negro de alma, pero, en estos tres países –y, por eso, podemos seguir utilizando la categoría de racismo–, el sujeto de desprecio y dominación es siempre no blanco.
El racismo siempre fue una característica de la derecha latinoamericana. Basta recordar la expresión “aluvión zoológico” lanzada por el diputado radical Ernesto Sanmartino para referirse a los militantes que el 17 de octubre de 1945 tomaron la Plaza de Mayo para exigir la libertad de Juan Domingo Perón o la expresión «cabecita negra» con la que siempre se menospreció a los peronistas. Lo que hay de nuevo en la derecha latinoamericana es que ahora hace alarde del racismo y logra votos en torno a esa prédica racista. Lo nuevo de esta derecha latinoamericana es que ya no debe ocultar más su racismo para suscitar simpatía y obtener votos. Se han movido los parámetros de lo políticamente correcto.
Si bien el racismo es una característica de la oligarquía latinoamericana, no significa que todos los racistas pertenezcan a esta clase. Es más, ni siquiera todos los racistas son blancos, porque la categoría de la discriminación funciona como una brasa ardiente en la que el sujeto discriminado muchas veces pasa el tizón ardiente a otro sujeto y ejerce así discriminación, configurando lo que podemos denominar como una cadena de racismo.
Siempre explico esto con una historia de una alumna que todas las clases, cuando opinaba, hablaba de “los negros”. Que los negros esto, que los negros aquellos, que el problema de la inseguridad es por los negros, que el problema en los hospitales públicos es porque está lleno de negros. Casi con resignación, daba textos para poder problematizar esa manía no solo de utilizar la palabra negro como insulto, sino como responsables de todos los males sociales. Los textos por sí solos no fueron suficientes, pero el acontecimiento que le tocó vivir a mi alumna tampoco hubiera sido significativo sin esas lecturas. Resulta que, una vez, fue a bailar a la zona norte y rica de la ciudad, y el patovica de la puerta le prohibió el ingreso diciéndole: “Las negras acá no entran”. Solo ahí mi alumna, y luego de varias clases en las que problematizábamos la discriminación, pudo advertir que, así como los negros de sus frases, ella era la negra para otros. Por suerte, pudo romper la cadena racista y no intentó sacarse la vergüenza del insulto insultando a otros “más negros” que ella. Por suerte, pudo advertir que su práctica y discurso era parte de una cadena que la tenía a ella misma como víctima y logró relatármelo con cierta vergüenza.
Es como que el mestizo, cuando insulta, domina, discrimina o asesina a otro que es un poco más oscuro, intenta sacarse melanina. No lo hace más blanco despreciar a sus pares un tono más oscuro, pero parece que le produce cierto placer ejercer la dominación aunque más no fuera de manera discursiva.
Parafraseando al maestro Paulo Freire, cuando la educación no es liberadora, el sueño de todo no blanco oprimido es ser el no blanco opresor contra los otros apenas un tono más oscuro. La emancipación verdadera se producirá no solo cuando se tenga conciencia de clase, sino también conciencia de pertenencia ética. Nos ahorraríamos muchas Jeanine Añez, que tiene de aria lo que yo de nórdico.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta.