Egipto: El régimen quiere que caiga el pueblo
Desde hace varias semanas, en Egipto, se repiten las manifestaciones contra el actual régimen, al que acusan por la corrupción y los ajustes económicos.
Por Carolina Bracco para La tinta
“¿Dónde está mi dictador preferido?”, dicen que preguntó abiertamente Donald Trump a sus asesores hace unas semanas atrás en el lujoso Hotel du Palais, mientras esperaba al presidente egipcio Abdel Fatah al Sisi. La reunión entre los dos mandatarios tuvo lugar en el marco de la reunión del G7 en París, algunos días antes de que un nuevo escándalo se montara sobre la figura del egipcio. A comienzos de septiembre, Muhammad Ali, actor de poca monta y constructor al servicio del gobierno, comenzó a lanzar una serie de videos desde España denunciando al presidente de corrupción y pidiendo su renuncia. Específicamente, Ali, multimillonario de origen humilde, denunciaba que no le habían pagado por su trabajo como constructor de una serie de palacios opulentos para el mandatario, la primera dama y otros militares.
La denuncia pública, que se hizo viral de inmediato, causó la rabia de la población egipcia, a quien Sisi, durante años, convocó a sacrificarse por el progreso económico del país. Las medidas de austeridad implementadas por el gobierno incluyen altas tarifas por los servicios públicos, devaluación de la moneda, suba desmesurada de precios de los alimentos de la canasta básica y aplicación de medidas de ajuste orquestadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI).
En los videos, Ali llamaba a tomar las calles y pedir la renuncia del presidente, tal como sucedió en enero de 2011 en el marco de la “Primavera Árabe”. Claro que la situación es muy distinta a 2011, cuando miles de egipcios salieron a las calles en todo el país y lograron la renuncia del entonces presidente Husni Mubarak, en aquel recordado 11 de febrero. Si bien Mubarak fue también un dictador que se mantuvo 30 años en el poder a fuerza de opresión y represión, en la década anterior, se habían gestado una serie de movimientos sociales, políticos, estudiantiles, sindicales, que, finalmente, decantaron en las masivas movilizaciones que lo terminaron por derrocar. A pesar de contar con esta base social, el lema de la revolución “el pueblo quiere que caiga el régimen” -hermoso y esperanzador- no pudo hacer frente a la fortaleza de un sistema brutal, corrupto y con una fuerte espalda del exterior. Tan pronto el dictador estuvo fuera de la escena, la contrarrevolución se puso en marcha. En las primeras elecciones libres que se realizaron en el país, Muhammad Mursi, por el partido Libertad y Justicia de los Hermanos Musulmanes, se convirtió en el primer mandatario civil. Su gobierno, polémico y controversial como lo fue, duró tan sólo un año, hasta que los militares -con Sisi a la cabeza- le arrebataron el poder, masacraron a sus seguidores y lo pusieron en la cárcel, donde murió en sospechosas circunstancias el pasado 17 de junio.
Con estos siniestros antecedentes, llegó Abdel Fatah al Sisi al poder formalmente en 2014 y nadie puede decir que de allí en adelante no ha hecho mérito suficiente para ser el dictador preferido del Trump. A sus 60.000 prisioneros políticos acusados de “terrorismo”, en los últimos días, se le han sumado por lo menos 2.000, en medio de la campaña de arrestos más grande desde 2016, cuando se detuvo a cientos de manifestantes que protestaban contra el regalo de Sisi a la monarquía saudí: nada menos que dos islas egipcias.
En esta última campaña, que comenzó el 20 de septiembre, la mayoría de los arrestados son hombres jóvenes, pero también figuras políticas, líderes de partidos, activistas, periodistas, profesores universitarios e, incluso, se ha comenzado a arrestar a los abogados que asisten a los interrogatorios de los detenidos. Entre los cientos de casos, se encuentran el de Mahinour Massri, conocida activista por los derechos humanos, secuestrada cuando se acercó a un organismo oficial para tener información sobre los detenidos, así como Alaa Abdel Fatah, un activista que, tras cinco años de injusta detención, se le había otorgado la libertad condicional, secuestrado nuevamente hace unos días por las fuerzas de seguridad egipcias.
En este contexto de violencia y terror, salir a manifestarse o, incluso, caminar por la calle o compartir opiniones políticas es asumir un riesgo que puede costar la vida. A partir de la convocatoria a nuevas manifestaciones, las principales ciudades están sitiadas. Policías de civil paran a los jóvenes, revisan sus teléfonos y, si tienen algún contenido o contacto que consideran sospechoso, los detienen. El gobierno sostiene que las movilizaciones son impulsados por “el islam político” (los Hermanos Musulmanes) que quieren desestabilizar al país. Mientras tanto, la prensa y las celebridades adictas al gobierno convocan a manifestaciones a favor de Sisi, adonde arrastran a centenares de ciudadanos empobrecidos y asustados, como la recepción orquestada para el presidente en su llegada a El Cairo tras su asistir a la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York.
A pesar de contar con respaldo internacional, es evidente que Sisi ha perdido gran parte de su popularidad. Tanto las protestas pidiendo su renuncia -teniendo en cuenta lo peligroso de tal acción- como el hecho de que se lo esté denunciando desde su propio entorno, demuestran la debilidad de un régimen que se resquebraja por fuera y por dentro.
Numerosas campañas se han lanzado para denunciar la desaparición, tortura y secuestro de miles de personas en Egipto, víctimas de un régimen brutal que recuerda las épocas más oscuras de nuestro país. En aquel momento, el apoyo y la solidaridad internacional fueron fundamentales para visibilizar y denunciar las violaciones a los derechos humanos. Ante la complicidad de los multimedios y el silenciamiento de la sociedad civil, la única forma de derrotar el terror sigue siendo circular la información.
*Por Carolina Bracco para La tinta