A 70 años de la revolución que inauguró el siglo XXI

A 70 años de la revolución que inauguró el siglo XXI
1 octubre, 2019 por Gonzalo Fiore Viani

La revolución china conmovió al mundo. Para este nuevo aniversario de ese proceso político y cultural, el gigante asiático alcanzó transformaciones inauditas.

Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta

El historiador británico Eric Hobsbawm escribió de manera celebre que el siglo XX fue un siglo corto, ya que comenzó en octubre de 1917 y terminó en diciembre de 1991, con la revolución rusa y con el final de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), respectivamente. El 1 de octubre de 1949, sin embargo, comenzó a producirse un terremoto político de características tan grandes y que son muy complicadas de dimensionar aún hoy: la proclamación de la República Popular China. Con sus luces y sombras, haciendo paralelismos con lo que decía Hobsbawm sobre la revolución de los bolcheviques, podríamos decir que este proceso dio inicio a gran parte del siglo XXI. Mucho más difícil de analizar, ya que para ello es necesario comprender, cuanto menos y de manera mínima, la idiosincrasia china en particular. La revolución liderada por Mao Tse Tung sentó las bases para que el gigante asiático se haya convertido en la actualidad en la primera potencia económica del planeta, pugnando con Estados Unidos por el liderazgo mundial.

En los años de la Guerra Fría, las relaciones entre los dos gigantes comunistas más importantes del mundo fueron poco menos que conflictivas. Durante los tiempos de Mao y Stalin, las primeras disputas se produjeron principalmente debido a que el Partido Comunista chino prefería una política más beligerante hacia las potencias occidentales capitalistas, mientras que los soviéticos, que venían de la coalición aliada en la Segunda Guerra Mundial, se inclinaban por una “coexistencia pacífica”. Esto resulta tan curioso como paradójico, ya que un par de décadas más adelante, durante la década de 1970, la China de Mao fue la primera en restablecer relaciones diplomáticas con el Estados Unidos de Richard Nixon.

En lo que fue una movida geopolítica magistral de su asesor de seguridad nacional Henry Kissinger, el gobierno norteamericano aprovechó la frialdad de las relaciones chino-soviéticas para acercarse al gigante comunista, contrarrestando aún más a la URSS. China se vio beneficiada con esto a largo plazo, ya que, de esta manera, comenzó un proceso de apertura comercial y un crecimiento económico que, con el paso de las décadas, se volvería imparable en los mercados occidentales.

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La revolución tuvo sus momentos más que traumáticos: el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, durante los años de Mao. Con el objetivo de industrializar la economía china, principalmente dependiente de la agricultura y el sector primario, el Gran Timonel implementó entre 1958 y 1961 un plan de rápida industrialización que terminó con la cifra de entre diez y veinte millones de seres humanos muertos por inanición. La política posterior de revisionismo del Partido Comunista chino, tras el ascenso al poder de Deng Xiaoping, considera este período de la historia como una catástrofe. Sin embargo, quienes defienden las políticas maoístas sostienen que, si bien hubo grandes pérdidas humanas, en este periodo, puede encontrarse el germen de la China potencia industrial de hoy.


La Revolución Cultural, por otro lado, fue extremadamente traumática para los ciudadanos chinos de a pie, pero, especialmente, para los cuadros medios y altos del Partido Comunista. Acusados de “desviacionismo” y “capitalismo”, fueron perseguidos miles de universitarios, profesionales, militantes comunistas e intelectuales que no respondían directamente al liderazgo de Mao. La Revolución Cultural, que se extendió desde 1966 a 1976, fue vista con grandes simpatías en la izquierda occidental, donde el maoísmo tenía una particular influencia en 1970. El francés Jean Luc Goddard, incluso, dirigió una película inspirada en la estética maoísta, que contribuyó a desplegar una imagen romántica en Occidente de este proceso, llamada La chinoise (La china), estrenada en 1967.


Dirigentes políticos como el ex presidente de la República Popular, Liu Shaoqui, o, incluso, el máximo líder chino tras la muerte de Mao, Deng Xiaoping, fueron sujetos de persecución durante la Revolución Cultural. Shaoqui murió en 1969 debido a los malos tratos recibidos en la cárcel; sin embargo, su muerte recién fue comunicada a los familiares en 1972 y fue conocida por el resto del país en 1979, durante el liderazgo de Xiaoping, quien le proporcionó un funeral con los honores de un Jefe de Estado y rehabilitó su imagen para la posteridad.

Xiaoping había sido uno de los líderes más importantes del Partido Comunista durante los años previos a la Revolución Cultural. Había estudiado en Francia y en la URSS, y había participado de los primeros años de la revolución. No obstante, tras caer en desgracia durante la Revolución Cultural, tuvo que esperar hasta la muerte de Mao, en 1976, para ascender al poder supremo del país. Lo que finalmente lograría, ostentando el liderazgo máximo hasta su propia muerte en 1997, aunque nunca fuera formalmente presidente ni primer ministro. Durante su liderazgo, se produjeron las protestas en la Plaza de Tiananmen, en 1989, un hecho que aún se mantiene tabú en la China contemporánea.

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Deng Xiaoping es recordado como el que comenzó las reformas estructurales que permitieron a la República Popular China erigirse en el gigante económico que es en el siglo XXI. En sus inicios, estas políticas fueron criticadas por la ortodoxia comunista debido a su carácter aperturista en lo económico. Su ya histórica frase “No importa si el gato es blanco o negro, sino que cace ratones”, explica, en gran medida, la transformación de China de un régimen rural, mayormente primario, a un sistema económico vital, dinámico, con empresas privadas -donde el Estado interviene de manera directa-, y algunas de las empresas tecnológicas o de software más importantes del mundo como Huwawei o Ali Babá.


El “socialismo con características chinas” podría ser algo similar a una especie de capitalismo de Estado, donde el gobierno funciona no sólo de ordenador, sino también de motor de la actividad privada, en una retroalimentación constante con resultados probados y más que exitosos.


Deng implementó, a partir de 1978, las Zonas Económicas Especiales (ZES), donde regía un marco económico capitalista dentro del sistema comunista del país. Para 1980, ya eran ZES las regiones de Shenzhen, Zhunai, Shantou, Xiamen y Hainan. Mientras que, para 1984, se sumaron 15 ciudades costeras. A mediados de 1970, China contaba con una pobreza que superaba el 80 por ciento; entre 1980 y 2010, esta se redujo de manera impresionante al 10 por ciento: 500 millones de chinos salieron de la pobreza durante dicho período, incorporándose, de esta manera, al mercado laboral, de consumo y de turismo. El Producto Bruto Interno per cápita creció un 730 por ciento entre 1990 y 2014; en esos mismos años, el PBI mundial aumentó apenas un 63 por ciento. Mientras que, en 1990, el PBI chino era un 83 por ciento más bajo que el promedio mundial, para 2014, esto se redujo a tan sólo 13 por ciento debajo de la media. Lo que en dólares se traduciría en 12.600 frente a 14.400. En lo que respecta a la economía, las reformas implementadas por Den Xiaoping, y continuadas por sus sucesores, resultaron en un éxito de proporciones monumentales para el gigante asiático.

Actualmente, la República Popular China es el socio comercial más importante de numerosos países en América Latina. Sus empresas privadas son líderes en varios países centroamericanos, mientras que su inserción en América del Sur es cada vez mayor. China se ha convertido en el principal socio comercial de un gigante como Brasil. En octubre del año pasado, incluso, estableció relaciones diplomáticas con Panamá, República Dominicana y El Salvador. Mientras que Taiwán todavía lo hace con otros países de la región, como Guatemala, Honduras, Belice y Nicaragua. Debido a su política de “una sola China”, las autoridades de Pekín exigen, para establecer relaciones diplomáticas con China, que la otra parte deba romper primero, si los tiene, vínculos con Taiwán. Actualmente, China mantiene en Sudamérica relaciones con todos los países de la región, exceptuando Paraguay, que aún reconoce a Taiwán.

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En medio de la guerra comercial sostenida con Estados Unidos, especialmente durante la administración de Donald Trump, la China de Xi Jinping se ha convertido en un gran defensor en los foros internacionales de los tratados de libre comercio y de la eliminación de trabas arancelarias.

Xi Jinping fue otra de las víctimas que se cobró la Revolución Cultural. En 1968, Mao decretó que millones de jóvenes de vidas más o menos acomodadas se trasladaran a vivir al campo para aprender la dura vida de los campesinos. Muchos de ellos, imposibilitados de adaptarse a las circunstancias, murieron en el camino. Xi logró sobrevivir, viviendo en una cueva durante aquellos años. Su padre, alto dirigente del partido hasta ese entonces, había caído en desgracia. Posteriormente, fue rehabilitado y enviado a dirigir Guandong, la provincia vecina a Hong Kong. En aquellos años, Xi decidió mostrarse como un maoísta convencido, simpatizante de los Guardias Rojos. Actualmente, se ha convertido en el líder chino más importante desde Deng e, incluso, desde Mao. Su doctrina es la tercera, luego de la de los ya nombrados, en ingresar a la Constitución del Partido Comunista. Su imagen de hombre común, cercano al pueblo, que hace fila para comprar el pan o que conoce las necesidades de los suyos de primera mano, lo han convertido en el líder chino más popular y con más poder en décadas. No caben dudas de que ha demostrado ser el hombre indicado para consolidar una Revolución compleja, con infinidad de aristas, luces y sombras; una Revolución cuyas consecuencias han sido tan grandes que podría decirse que inauguró el Siglo XXI.

*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta

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