Las malas, un manifiesto explosivo
Por Manuel Allasino para La tinta
Las malas es la primera novela de la actriz, escritora, cantante y poeta Camila Sosa Villada, publicada en marzo de este año. Es una autobiografía que incorpora elementos de la literatura fantástica para contar la vida de un grupo de travestis que transita sus días y noches en el parque Sarmiento de Córdoba; y en una casa comunitaria que funciona como refugio del mundo.
Editada y prologada por Juan Forn, Las malas es una novela deslumbrante y vertiginosa que trata sobre la fiesta y la furia de ser travesti.
“La casona rosa, del rosa más travesti del mundo (en cada ventana hay plantas que se enredan con otras plantas, plantas fértiles que dan flores como frutos, donde las abejas danzan), se ha vuelto silenciosa de repente, para no asustar al niño. La Tía Encarna desnuda su pecho ensiliconado y lleva al bebé hacia él. El niño olfatea la teta dura y gigante y se prende con tranquilidad. No podrá extraer de ese pezón ni una sola gota de leche, pero la mujer travesti que lo lleva en brazos finge amamantarlo y le canta una canción de cuna. Nadie en este mundo ha dormido nunca realmente si una travesti no le ha cantado una canción de cuna. María, una sordomuda muy joven y un tanto enclenque, pasa a mi lado como un súcubo y abre la puerta de Encarna sin preguntar, pero con muchísima delicadeza, y se encuentra con aquel cuadro. La Tía Encarna amamantando con su pecho relleno de aceite de avión a un recién nacido. La Tía Encarna está como a diez centímetros del suelo de la paz que siente en todo el cuerpo en aquel momento, con ese niño que drena el dolor histórico que lo habita. El secreto mejor guardado de las nodrizas, el placer y el dolor de ser drenadas por un cachorro. Una dolorosa inyección de paz. La Tía Encarna tiene los ojos derribados hacia atrás, un éxtasis absoluto. Susurra, bañada en lágrimas que resbalan por sus tetas y caen sobre la ropa del niño. Con los dedos unidos en montoncito, María le pregunta qué hace. Encarna contesta que no sabe qué es lo que está haciendo, que el niño se le ha prendido a la teta y ella no tuvo el coraje para quitársela de la boca. María, la Muda, se cruza los dedos sobre el pecho, le da a entender que no puede amamantar, que no tiene leche. -No importa -responde La Tía Encarna-. Es un gesto nada más -le dice. María niega con la cabeza, reprobando, y con la misma delicadeza cierra la puerta de la habitación. En la oscuridad se golpea los dedos del pie con la pata de una mesa y se tapa la boca para no gritar. Los ojos se le llenan de lágrimas. Al verme en el sillón, me señala el cuarto de La Tía y con el mismo dedo se dibuja círculos en la sien, para decirme que Encarna se ha vuelto loca. Un gesto nada más. El gesto de una hembra que obedece a su cuerpo, y así el niño queda unido a esa mujer, como Rómulo y Remo a Luperca”.
Camila Sosa Villada es uno de los tesoros más preciados que tenemos en nuestra Córdoba. Dueña de un talento que asombra, hace arte para sublimar. En Las malas, Camila realiza un crudo relato de su infancia en una casa en donde la violencia de su padre es una respuesta cotidiana. La adolescencia llega con el rito de iniciación como travesti. Con ello, va a descubrir un mundo de dolencias, alcohol, drogas y pequeños infiernos, pero, también, un universo de gran compañerismo de otras travestis que buscan la salida en el laberinto de una vida más verdadera.
“Laura era el nombre de aquella chica embarazada que nos acompañaba en nuestras noches de rondas prohibidas. La única que había nacido con una flor carnívora entre las piernas, no como nosotras que teníamos un animal dormido bien guardado en la bombacha, o una vagina abierta a bisturí limpio. Laura ya estaba embarazada cuando yo llegué al Parque. Un embarazo de cinco meses, bien llevado, que era doble en realidad y sobre el que reinaba la incógnita porque ella había decidido no saber el sexo ni la condición de hermandad de los dos niños que llevaba en el vientre. La primera noche que la vi traía el pelo suelto y largo hasta la cintura, teñido desprolijamente, y se lo notaba cepillado una y otra vez para lograr un lacio electrizado que lo arruinaba todo. Pero eso no era lo hermoso del asunto. La belleza estaba en que Laura adornaba esa melena larga y reseca con yuyos y hojas de su improvisado lugar de trabajo: los sitios oscuros del Parque donde se dedicaba a la fornicación anárquica al aire libre. Le bastaba echarse de espaldas y procedía a los húmedos intercambios con los miles de hombres que la buscaban. Incluso en su estado de gravidez contaba con la supremacía de su vagina por encima de nosotras. Llegaba y se iba del Parque en bicicleta, y le gustaba trabajar temprano, nunca más allá de las tres de la mañana. <<Seguimos siendo pobres>>, decía, mientras guardaba entre sus tetas la recaudación de la jornada. Aseguraba que el embarazo la había salvado, que antes llevaba una vida de la que mejor no acordarse. Había estado presa casi dos años por narcotráfico. En la cárcel se tatuó en el antebrazo izquierdo, ella misma, las palabras Maldita Vida, decoradas con unas flores sencillas que se colaban por entre las letras. Laura conocía todos los vicios y todas las desventuras, había apuñalado al padre por la espalda cuando este despachaba a patadas en el rostro de su mamá (después lo arrastró hasta la vereda y lo dejó tirado ahí para que otro se hiciera cargo. Era tan joven como nosotras, no pasaba de los veintitrés. No sabía quién o quiénes eran los padres de esos dos hijos que llevaba dentro de sí, pero apenas supo que estaba embarazada se hizo el análisis para asegurarse de que no tenía HIV y decidió cambiar de vida. Se había propuesto ahorrar todo el dinero posible para que, cuando los niños nacieran, ella no tuviera que volver a la calle. No sólo se prostituía: en el canasto de su bicicleta traía comida para vender. A veces eran café y medialunas, a veces empanadas o porciones de pizza fría. Hubo noches de calor en que traía fruta, que mantenía fría con hielo y sal gruesa. Nos escribía notitas que escondía en nuestras carteras sin que lo notáramos, y cuando estábamos distraídas nos sorprendía con un manotazo directo a nuestros penes: ´A ver cómo está Camilita´, ´A ver cómo está Encarnita´, ´A ver cómo está Mariíta´, y zas, te apretaba el sexo con su manito de nada. Nosotras nos destornillábamos de la risa y agradecíamos su ternura brutal. Siempre era una fiesta ver llegar su bicicleta que sonaba como una caja llena de campanitas, su panza enorme que era como un augurio, su decisión de cambiarlo todo, su manera de demostrarnos que se podía prescindir de casi todo lo que nos habían dicho que era necesario”.
Cuando llegó a la capital cordobesa para estudiar en la universidad, Camila Sosa Villada fue una noche a espiar a las travestis del Parque Sarmiento y encontró su primer lugar de pertenencia en el mundo. En Las malas, su primera novela, Camila hace un retrato de ese grupo que la acompañó durante días y noches por los recovecos de la ciudad mediterránea.
“A los cuatro, a los seis, a los diez años, yo lloraba de miedo. Había aprendido a llorar en silencio. En mi casa y con un padre como el mío, estaba prohibido llorar. Se podía guardar silencio, descargar la rabia mientras se hachaba leña, golpearse con otros niños del barrio, pegarle puñetazos a las paredes, pero nunca llorar. Y mucho peor, llorar de miedo. De manera que aprendí a llorar en silencio, en el baño, en mi cuarto, o camino al colegio. Era el uso privado de eso que sólo estaba permitido hacer a las mujeres. Llorar. Me regocijaba en ese llanto, me permitía ser la protagonista de mi melodrama marica. ¿Cómo no llorar con un padre que bebía siempre más allá del límite? ¿Qué otra cosa podía hacer más que aprender a llorar? Su violencia después del alcohol me aterraba. La casa vacía también. La casa sin mi mamá, la posibilidad de que hubiera muerto por la calle sin que yo lo supiera. Mis papás se habían casado muy jóvenes. Tuvieron un noviazgo breve, que mi mamá recordaba con nostalgia porque en esos primeros meses él le parecía el hombre más atento y protector del mundo, recién separado, con dos hijos pequeños de su matrimonio anterior. Ella era huérfana de madre desde la adolescencia y no tenía padre. Había sido criada por sus abuelos en una casa donde tuvo que rebuscárselas como pudo, en una época en la que todo era injusto para las mujeres, especialmente para las mujeres huérfanas como mi mamá. La madre de mi mamá había muerto a causa de un aborto y el hombre que la obligó a abortar en aquellas condiciones vivió en la casa contigua a la de mi mamá hasta que ella se fue a vivir con mi papá y se convirtió en concubina. El miedo lo teñía todo en mi casa. No dependía del clima o de una circunstancia en particular: el miedo era el padre. No hubo policías ni clientes ni crueldades que me hicieran temer del modo en que temía a mi papá. En honor a la verdad, creo que él también sentía un miedo pavoroso por mí. Es posible que ahí se geste el llanto de las travestis: en el terror mutuo entre el padre y la travesti cachorra. La herida se abre al mundo y las travestis lloramos. Un día me desmayé en la calle, no supe por qué. Desde la adolescencia tenía desvanecimientos ocasionales. Esta vez me desperté con el brazo aterido, confusa y dolorida. Me había caídos sobre mierda de perro y nadie me había levantado; la gente esquivaba el cuerpo de la travesti sin atreverse a mirarla. Me puse de pie, untada en mierda, y caminé hasta mi casa con la certeza de que lo peor ya había pasado: el padre estaba lejos, el padre ya no incidía, no había motivo para tener miedo. La desidia de la gente ese día me ofreció una revelación: estaba sola, este cuerpo era mi responsabilidad. Ninguna distracción, ningún amor, ningún argumento, por irrefutable que fuese, podían quitarme la responsabilidad de mi cuerpo. Entonces me olvidé del miedo”.
Las malas de Camila Sosa Villada es una novela que nos atrapa e interpela desde la primera hasta la última página. Con su escritura, Camila nos invita a una visita guiada por su imaginación. A un viaje sin frenos. Susi Shock lo plantea con gran claridad en la contratapa: “Cuando escribimos, Cami querida, las antepasadas se levantan de la puerca muerte, de la tristeza y la soledad, y vengamos el destino que nos impone este mundo puerco, y somos por fin nuestro sueño, naciendo, hirviendo, naciendo, hirviendo, naciendo…”.
Sobre la autora
Camila Sosa Villada nació en 1982 en La Falda (Córdoba). Estudió cuatro años de Comunicación Social y otros cuatro de la licenciatura de Teatro en la Universidad Nacional de Córdoba. En 2009, estrenó su primer espectáculo unipersonal, Carnes tolendas, retrato escénico de una travesti. En 2011, protagonizó la película Mía, de Javier van de Couter. En 2012, actuó en la miniserie La Viuda de Rafael. En 2014, hizo en teatro El bello indiferente, de Jean Cocteau. En 2015, Despierta, corazón dormido/Frida. En 2016, Putx madre y, en 2017, El cabaret de la Difunta Correa y la miniserie La chica que limpia. Tiene dos libros publicados: La novia de Sandro (poemas, 2015) y El viaje inútil (ensayo autobiogŕafico, 2018). Fue prostituta, mucama por horas y vendedora ambulante. A veces, canta en bares.
*Por Manuel Allasino para La tinta.