Las lesbianas resistimos, escribimos, existimos
Por Flor López para La tinta
“Creer en las palabras, en el
latir que las empuja hasta la dicción,
que lo que dicen es cierto,
de alguna manera.
Creer en lo que se ve, en lo que el cuerpo
recibe, agradecido, y que el sudor deja
más que sal piel adentro.
Antes que la religión, el amor
es materia de fe”.
(Maki Corbalán)
Quiero que la primera parte de la nota sea la dedicatoria. Esta nota es para todes, pero, sobre todo, para mis amigas lesbianas, para Dani y para todas las lesbianas amantes y deseantes con las que fuimos y seremos, por su valentía. Quiero celebrar sus existencias, todos y cada uno de nuestros encuentros, celebrar la alegría de nuestros cuerpos que han podido ser juntos.
A veces, pienso que la poesía es para la literatura lo que las lesbianas somos para el resto de la sociedad heteropatrialcal, un lugar donde, latentemente, puede implosionar tanto la belleza como el horror. Lo siento y lo pienso como poeta lesbiana o como lesbiana que es poeta o como poeta que es lesbiana, que puede parecer lo mismo, pero, muchas veces, no lo es.
Belleza y horror.
(…)
a esta hora los autos ya no pasan
la noche se ha fundido al pulso en las muñecas
te has sentado a mi lado
en el vientre de la presa un rifle erguido se ha reflejado
acaricias la cabeza de mi bestia
mientras atas tus fieras a la reja de mi corazón
la casa vibra en el agua, el agua vibra en el vaso
en él puede verse el nudo de nuestras piernas
trenzadas a un mismo tronco
la balsa tiene una grieta y ha entrado el mar
me muevo dentro tuyo
y veo un barco que se hunde (…)
De Laura García del Castaño, fragmento del poema “invocación”, inédito. Córdoba, Argentina.
La belleza de nuestros cuerpos tocándose, rozándose, de nuestras bocas besándose,
de nuestras lenguas recorriendo las partes de nuestra historia. Y el horror
de quienes leen estas palabras y quieren
apartar la vista
y dicen y gritan y exclaman a viva voz:
¡¡qué!! ¡¡cómo!!
La belleza de poder pedirle:
(…)
tirá la ropa, vení.
En amasijo nuestras remeras
esa ropa que no sea
más la tuya ni la mía. Así,
que no haga falta volver a ella.
De Verónica Yattah, fragmento de «Hecha jirones, montaña» en «Piedra grande sin labrar», 2018, ed. zindo y gafuri ediciones, Bs. As., Argentina.
El horror de que, el mismo día que se cumplía internacionalmente aniversario de una de las revueltas que empezó a visibilizar los derechos humanos de las personas LGTTTBIQ en el mundo, la revuelta de Stonewall, ese mismo día, 50 años después, condenaran, en Argentina, a un año de prisión, a una lesbiana: Marian Gómez por besar a su esposa en un espacio público y por resistirse a la violencia policial. Parece una metáfora, ¿no? Pero no, es una evidencia, hablando en sus propios términos, del horror.
La belleza y el horror conviven en nuestros cuerpos y en nuestra historia. En los cuerpos que llevamos a la calle con los que caminamos, comemos, deseamos. Estos cuerpos, condenados y marginados, son los mismos cuerpos deseados, por otras mujeres, por otras lesbianas, por otres en les que despertamos, en las mismas medidas, la pasión y furia.
Estos mismos cuerpos que se revuelcan y se abrazan en una cama king size, en un auto, en un ascensor, en un cuarto, son los mismos cuerpos que son golpeados y apuñalados por la violencia de sus xadres, por el desamparo del frío de un invierno con poco cobijo, por el dolor de la ausencia de un Estado que nos proteja o, lo que es más, por la indiferencia de la incomprensión.
¿A qué le tenés miedo?, se pregunta la poeta,
a qué tenía miedo
a que no seamos pensé.
(y ahí luego).
Nos reímos mirando
más allá del río,
dos reinas desnudas en el ventanal.
De Maia Morosano, fragmento de «4» en «Con el amor no alcanza», 2018, ed. Baltazara, Rosario, Argentina
Belleza y horror como un binomio que colisiona y que nos saca de lo invisible, aunque sea un ratito, en estas palabras, y que nos devuelve a una realidad, que lejos está de abrazarnos y de tocarnos como nosotres sabemos hacerlo.
Belleza y condena. Horror y espectacularidad poniendo en escena un problema que va mucho más allá de nosotres, o mejor dicho, que viene hacia nosotres y nos impacta y nos lastima, un problema de nuestra sociedad argentina que estamos denunciando como lesbodio.
Una sociedad que, con estos gestos del horror, nos está diciendo todo bien con su belleza, pero ¡¡cuidado!!, porque, en la calle, nosotros te podemos hacer ver el horror.
Porque la belleza puede significar para nosotres el gesto de convidar un mate, una cerveza y que te mire y que, en ese momento, se cree una complicidad que hace en tu cabeza bajar la música de la fiesta y concentrarte solamente en cómo va moviendo la boca, para decir algo, y reír. Como Alejandra que tiene de escenografía una fiesta:
imagínate dos que hablan
una no entiende mucho como es que la otra
la mira
le dice cualquier cosa
se ríe y le convida cerveza
¿sabías que si ponés la nariz en el hueco
de la latita tiene olor a la noche?
Esa fragancia de los pajonales
ese perfume
de las historias
de cosas que pasan
cuando los demonios bebemos
de chicas que se gustan
que se tiran a la pileta (…)
De Alejandra Benz, fragmento de «Veremos» en «La edad de Eva», ed. Ivan Rosado, Rosario, Argentina.
Y esa misma belleza inspira en otres el horror. Y habilita a que te intercepten en un boliche, por bailar, juntes pegades y que un patovica en la ciudad de Salta te aparte, con sus manos pesadas, y te diga “acá no se pueden hacer esas cosas” y vos gires la cabeza para todos lados y todes están haciendo “esas cosas”, solamente que el resto es heterosexual, y que te saquen del boliche y que te tengas que ir, porque todavía no existía, allá por la Argentina del 2000, un modo de decirle en voz alta ¡no! a esa violencia heteropatriarcal.
Parece que hoy, casi 19 años después, tampoco está tan clara ni tan visible esa posibilidad. ¿Quiénes hoy pueden resistirse a la violencia? ¿Quiénes son los cuerpos que tienen hoy ese privilegio? ¿Quiénes pueden publicar su propia belleza y no ser condenades por la mirada de horror de quienes le reciben? ¿Quiénes pueden habitar su esplendor y contarlo y desparramarlo por ahí sin que la policía te censure, sin que una red social te censure, sin que tu jefa/jefe te censure, sin que una mirada en la calle te censure?
¿Todes? ¿Quiénes?
Las lesbianas existimos, porque hemos construido una plataforma que nos permite, por ejemplo, asomarnos a la calle, con nuestras hexis, con nuestras amantes, con nuestras formas.
Resistimos, porque lo acontecido el pasado viernes 28 de junio en la Argentina demuestra que, hasta el día de hoy, no tenemos una seguridad de nuestros cuerpos garantizada en esos mismos espacios, ahí donde “está todo el mundo”, en lo público.
Escribimos, porque, de ese modo, también hacemos aparecer nuestras formas de vivir la vida.
La publicidad de nuestro deseo, nuestras propias construcciones de bellezas y por qué no también de horrores, no están siendo nuestra propiedad ni nuestro privilegio. Estamos frente a la imposibilidad de no poder, algo, esto, lo otro. Estamos continuamente dando explicaciones de por qué así, de qué es eso, por qué estamos haciendo la vida ese modo, qué es lo que somos, etc. Respondiendo a la pregunta, a la interjección que siempre es de la autoridad de la palabra heterosexual. En realidad, solo estamos viviendo, sólo queremos vivir.
Deseo, ahora que puedo porque me han dado el derecho y la posibilidad de la palabra pública, para mis amigues, para mi actual compañera y para todas las lesbianas que van a existir en este mundo y en nuestro país: un Estado que acompañe, una resistencia digna y aguerrida, una escritura que nunca cese y ¡libertad! Mucha más libertad. Y también deseo un jardín.
La belleza de poder contener en un jardín y pensar que cuidamos nuestra vida, construimos nuestro deseo, nuestro amor por les otres, pero también por nosotres así como regamos las plantas que habitan en los exteriores de nuestros patios,
(…) un jardín para dialogar
allí, codo a codo en la belleza, con la siempre
muda pero activa muerte trabajando el corazón.
Deja el equipaje repetía, ahora que tu cuerpo
atisba las dos orillas, no hay nada, más
que los gestos precisos
dejarse ir para cuidarlo
y ser, el jardín.
Atesora lo que pierdes, decía, esta muerte
hablando en perfecto y distanciado castellano.
Lo que pierdes, mientras tienes, es la sola compañía
que te allega, a la orilla lejana de la muerte.
Ahora la lengua puede desatarse para hablar.
Ella que nunca pudo el escalpelo del horror
provista de herramientas para hacer, maravilloso
de ominoso. Sólo digerible al ojo el terror
si la belleza lo sostiene. Mira el agujero
ciego: los gestos precisos y amorosos sin reflejo
en el espejo frente al cual, la operatoria carece
de sentido.
Tener un jardín, es dejarse tener por él y su
eterno movimiento de partida. Flores, semillas y
plantas mueren para siempre o se renuevan. Hay
poda y hay momentos, en el ocaso dulce de una
tarde de verano, para verlo excediéndose de sí,
mientras la sombra de su caída anuncia
en el macizo fulgor de marzo, o en el dormir
sin sueño del sujeto cuando muere, mientras
la especie que lo contiene no cesa de forjarse.
El jardín exige, a su jardinera verlo morir.
Demanda su mano que recorte y modifique
la tierra desnuda, dada vuelta en los canteros
bajo la noche helada. El jardín mata
y pide ser muerto para ser jardín. Pero hacer
gestos correctos en el lugar errado,
disuelve la ecuación, descubre páramo.
Amor reclamado en diferencia como
cielo azul oscuro contra la pena. Gota
regia de la tormenta en cuyo abrazo llegas
a la orilla más lejana. (…)
De Diana Bellessi, fragmento de «He construido un jardín…», Buenos Aires, Argentina.
*Por Flor López para La tinta / Imagen de portada: Colectivo Manifiesto.
*Poeta, docente, dirige la escuela de escritura «El Brote, escritura creativa».