De zares y protectores

De zares y protectores
3 julio, 2019 por Redacción La tinta

Por Pablo Callejon para Retruco

Claudio Torres frenó el Chevrolet Cruzé que conducía sobre la Avenida Sabattini y se lanzó contra el móvil que trasladaba a dos efectivos de la Policía de Seguridad Aeroportuaria. Sabía que lo perseguían y gozaba de la suficiente protección para enfrentarlos con gestos de furia y soberbia. Torres les preguntó a los agentes sobre la dirección de una calle cualquiera, tomó su celular y le sacó una foto al vehículo oficial. Desde el Juzgado Federal resolvieron suspender la investigación hasta cambiar el equipo de investigadores. Ese mismo día, un 28 de junio del 2017, desde la Unidad Departamental de Río Cuarto lanzaron un pedido de averiguación del dominio del automóvil fotografiado. Torres le habría informado a Gustavo Oyarzabal sobre la persecución y el entonces jefe de Investigaciones habría ordenado saber quiénes tenían la osadía de vulnerar el cerco de protección que resguardaba la venta y distribución de la droga en Río Cuarto.

Para el juez federal Carlos Ochoa, Oyarzabal era un custodio de actividades delictivas a cambio de dinero. Esto explicaría su crecimiento patrimonial y la impunidad de la que gozaban Torres y sus cómplices. Una denuncia anónima ya había alertado en 2017 a Gendarmería sobre “un Jefe de Investigaciones que brindaba protección a los hermanos López y a Claudio Lorenzo Torres”. Los gendarmes revelaron que Oyarzabal advertía a delincuentes sobre los “vehículos que poseen las diferentes fuerzas de seguridad y les anticipaba que los rodados se encontraban en inmediaciones”. Además, orientaba a Torres y a su banda con mensajes de whatsapp “para evitar que llamaran la atención de los policías”.

Un “amigo” de Oyarzabal expresó que el jefe policial era “oreja” de Claudio Torres y “si se enteraba que alguna fuerza lo estaba investigando, no le costaba nada ponerle un kilo de merca en el auto y hacerle un control en la esquina de su casa”. En los corrillos policiales y tribunalicios, se presumía que el jefe policial armaba causas y lograba frenar otras instrucciones penales.

Sobre Oyarzabal, aun persiste una denuncia por alertar antes de cada procedimiento a los Vargas Parra, acusados por la desaparición de Nicolás Sabena.

También provocó sospechas entre los familiares de Sergio Medina, un supuesto armado de la acusación contra el albañil de Las Albahacas imputado por el crimen de la comerciante Claudia Muñóz.


El 5 de junio del 2018, gendarmes pudieron comprobar que en cercanías del establecimiento Penitenciario Nº 6, funcionaría un centro de acopio de estupefacientes de Torres y su ladero, Cristian Berti. El antro narco habría sido custodiado por dos policías de apellidos Oyola y Negretti. Los agentes tenían como tarea patrullar la zona y si observaban algo sospechoso, debían informar a Oyarzabal, quien mantendría al tanto de los movimientos “al Claudio”.


Los rumores sobre la red de cobertura comenzaron a generar sospechas internas en la Policía y los agentes de Drogas Peligrosas iniciaron operativos a espaldas de Investigaciones. Las escuchas entre Oyarzábal y Negretti revelaron la preocupación creciente sobre las filtraciones al cerco de impunidad.

En la acusación del juez Federal por Narcotráfico y Lavado de Activos, se reveló que Oyarzabal permitía a la banda narco actuar con absoluta libertad. El objetivo incluía entorpecer el trabajo de otras fuerzas de seguridad, destilando información clave. “Fue un verdadero paraguas protector, con una connivencia dolosa esencial para que los inculpados lograran su cometido”, advirtió el juez.

El 16 de enero, a Torres lo acribillaron de 8 disparos frente a su casa. Aquella noche, Claudio Oyarzábal fue advertido por un subalterno sobre el intento de homicidio. En la vivienda aún se encontraban Bossi y Becerra, dos hombres de confianza del zar de la droga. Torres ya había sido trasladado agonizante al Hospital, donde confirmarían su muerte.

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Oyarzábal nunca ordenó el secuestro del Audi TT en el que se conducía Torres y el vehículo fue hallado un mes después en una cochera de Buenos Aires. Lo que podría significar una prueba clave fue manipulada al antojo de los narcos y derivó en una entelequia pericial.

El responsable de la investigación ni siquiera incautó el celular de Torres. Solo habría acordado con Bossi los alcances del allanamiento en la escena del crimen, donde logró apoderarse del DVR con los videos de cada una de las cámaras. Para el juez Ochoa, estas maniobras son “un grave daño a la pesquisa y podrían haber puesto en riesgo el curso de la investigación”.

Una cabo policial que participó del operativo en la casa de Torres, declaró que en la noche del crimen Oyarzábal mantuvo un diálogo apartado con Bossi y se podía reconocer un “trato familiar”. El titular de Investigaciones fue el único que revisó el automóvil Audi TT y dijo que “todo estaba bien”. Cuando decidió ingresar a la casa, lo hizo acompañado por Bossi. A la habitación principal, accedieron únicamente Oyarzabal y el ladero de Torres. Nadie más.


Claudio Torres fue durante años un intocable. La Justicia, la Policía y las fuerzas federales sabían de su dominio en la venta de estupefacientes pero no parecían dispuestas a patear la mesa de un negocio millonario. Torres ostentaba en las redes sociales sus autos de alta gama y portaba armas de grueso calibre que apenas disimulaba. Hasta que un sicario descargó dos pistolas sobre su cuerpo, Torres se comportaba “como un auténtico empresario de las drogas”.


Posiblemente para garantizar la calidad y asegurar el negocio, solía viajar personalmente a proveerse de la “mercadería”. Los estupefacientes eran trasladados en camiones y almacenados en diferentes viviendas y depósitos. Uno de ellos, habría sido el Kiosco el “22”, que aún funciona sobre el Boulevard Ameghino, frente al parque del Andino.

Torres era un fanático de los autos de alta gama y el blanqueo del dinero que dejaba la comercialización necesitaba las agencias como una fachada para los negocios turbios.

La investigación judicial determinó que Torres buscó rodearse de su íntimo de mayor confianza y nunca cedía el control de las operaciones.

Al principio, su lugarteniente era Cristian Berti, aunque en los meses previos a su asesinato había delegado aquel poder en Claudio Bossi. Berti atendía el quiosco El 22 y colaboraba desde el fraccionamiento hasta la venta de “la blanca”. Bossi, en cambio, rara vez se apartaba de su jefe.

La mesa chica la completaba Franco Soffli, hijo de Torres, quien compartía los gustos suntuosos de su padre y debía custodiar que “nada raro” pudiera basar en los bunker de almacenamiento. El exceso en los gastos parecía no importar demasiado. Yamila, la novia de Torres, lucía un anillo Bulgari valuado en 500 mil pesos cuando la Policía allanó la vivienda en calle Laprida. El objetivo de la banda era blanquear rápidamente el dinero y gozar de una vida de película.

Para el juez Ochoa, los otros jefes de la organización criminal son el prófugo buscado por Interpol, Cristian Ortíz, y los hermanos Andrés y Mariano Rivarola. La distribución de la droga necesitaba de financistas y Andrés fue una pieza clave. No solo habría aportado el capital para comprar la cocaína y marihuana, sino que facilitaba los lugares de almacenamiento. Por sus decisiones y sobre todo, por su dinero, se movilizaban las acciones de la aceitada maquinaria narco. Su hermano Mariano, habría sido el “encargado de introducir la plata aportada por Andrés y blanquearla. Ambos poseían inmuebles, automóviles y efectivo suficiente para sobrellevar una vida rodeada de lujos, que no podían disimular con un modesto “parripollo” frente a rotonda San Martín.

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La asistencia financiera de nexos como Mario Battistini facilitaba el lavado de los activos que surgían de la venta de estupefacientes. La comercialización de autos, la colocación de cheques en el mercado paralelo y el cambio de moneda extranjera, eran tan valiosos como el rol de testaferro que Battistini supo administrar con eficacia.
Entre los “agencieros” aparecen Cristian Schiarolli, propietario de Automundo, el local que proveía de vehículos para distribuir la droga y luego, los disponía nuevamente a la venta. También se encuentra implicado Jonathan Monserrat, quien habría sido pareja de la hija de un ex jefe de la Policía Federal de Río Cuarto. Con un rol secundario aparecieron personajes como Hernán Domínguez, acusado de proveer celulares para un uso descartable y clandestino.

El rol de comerciantes prósperos y benefactores barriales actuaba como una burda simulación del verdadero negocio. Samuel Mansilla, dirigente de la Juventud Sindical de SURRBAC y responsable de un comedor comunitario que asiste con la copa de leche a los niños más vulnerables de Oncativo, habría sido colaborador en la venta por menudeo.

Aunque no se incautaron grandes cantidades de droga, en la causa se determinó cómo funcionaba el mecanismo de comercialización que abastecía a Río Cuarto, San Luis, Chubut y Chile.

El asesinato de Torres expuso la amplia red de vínculos que había logrado consolidar una organización imponente en recursos y complicidades. El círculo solo podría cerrarse con la protección de policías con voz de mando que impidieran el cerco sobre las operaciones delictivas. Oyarzabal habría sido la pieza que garantizó las operaciones hasta que la precisión de ocho balazos decidieron la muerte del narco de los autos lujosos.

El crimen desmoronó los cimientos de una organización que impuso a la ciudad como un bastión inexpugnable para los zares y sus protectores.

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*Por Pablo Callejon para Retruco.

Palabras claves: corrupción, Narcotráfico, Policía de Córdoba, Río Cuarto

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