Esta criminología pendulaba entre el liberalismo y el conservadurismo, entre el empoderamiento y la incapacitación de los individuos. Son teorías contradictorias pero tenían muchos puntos en común, uno de ellos es su aversión por los incivilizados, los mejores aspirantes a cualquier delito. Teorías que, antes que buscar comprender la realidad, se apresuraban a abrir un juicio negativo sobre los actores que se nombraban con ellas. Teorías deshistorizadas y deshistorizantes, que abordaban la conflictividad más allá de los contextos sociales, pero también buscaban vaciarlas de contenido político. Concepciones moralistas, en la medida en que explicaban la conflictividad por el déficit moral de sus protagonistas. Teorías que, veinte años después, podemos decir, no sólo han contribuido a profundizar los conflictos sociales sino que los delitos que se proponían hacer retroceder no han disminuido o incluso han aumentado.
Como ha escrito David Garland en la Cultura del control: se trata de una criminología que fluctuaba entre diagnósticos contradictorios, que iba de la criminología del sí mismoa la criminología del otro. Si el actuarialismo (neoliberal) concebía al delincuente como una figura racional, un sujeto libre, con discernimiento, intención y voluntad; el punitivismo (neoconservador), consideraba al delincuente como alguien irascible, un monstruo que estaba más allá de lo racional. El delincuente era ese otro absoluto que convenía mantener alejado de todos nosotros.
Calculadores y monstruos
Los neoliberales tienen un enfoque responsabilizante del delito. Se trata de teorías permeadas por las premisas económicas del neoliberalismo en boga, un punto de vista compartido por muchos juristas y criminólogos. Su punto de partida está dado por el emplazamiento de ciudadanos responsables en el centro de la escena. No sólo responsabilizan a las víctimas sino también a los victimarios. Si la ocasión hace al ladrón, las víctimas son responsables de minimizar los riesgos que corren. No todo depende de las policías, también ellos deben adoptar determinadas conductas para evitar ser el blanco regalado de cualquier fechoría.
Pero también los victimarios son presentados como individuos dotados de discernimiento, intención y voluntad, es decir, actores siempre responsables de sus hechos, que saben lo que hacen y por eso pueden ser llamados a rendir cuentas por sus fechorías.
El potencial criminal es un actor que se mueve de acuerdo a elecciones racionales, que piensa en términos de costo-beneficio. Se empodera a los individuos, se reafirma la libre iniciativa, para luego afirmar su responsabilidad individual. En otras palabras: si el sujeto en cuestión sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, entonces cargará con la responsabilidad de sus actos.
La derecha punitiva construye actores abstractos, universales y racionales. Despoja a los ofensores de su contexto social y las referencias históricas. El que puede discernir entre lo que está bien y lo que está mal sabe qué está eligiendo y podrá ser llamado a rendir cuentas. Compara los beneficios con los riesgos que corre y está dispuesto a asumir los costos que pueden tener sus acciones. De allí que para desalentar el delito y las incivilidades se proponga aumentar los costos en relación a los beneficios. Si se aumentan las penas o se baja la edad de punibilidad se puede hacer retroceder el delito. El castigo tiene que ser de tal medida que haga más probable la detección y su comisión menos factible y atractiva.
Por el contrario, los neoconservadores giran en torno al merecimiento, al carácter retributivo de la pena: el pasaje del estado social al estado penal supone también el pasaje del tratamiento al merecimiento, de la corrección al castigo. La pena vuelve a tener un valor retributivo, es algo que se merece y punto. Poco interesa si la persona sabía o no lo que estaba haciendo. El hecho fue abominable y por eso mismo le cabe la sanción. El castigo es justo o merecido porque los actores son pequeños monstruos. La pena es considerada una forma de venganza e incapacitación social.
Consideran que la sanción penal de carácter terapéutico o resocializante, conjuntamente con las ciencias sociales asociadas a estas sanciones descriminalizantes, como son la psicología, la sociología, la pedagogía y el trabajo social, habían abolido el castigo y la responsabilidad individual. Están en contra del correccionalismo cientificista. Su preocupación se mueve en otra dirección: no busca la rehabilitación sino la disuasión (prevención) y contención social (incapacitación o exclusión social).
Si esto es así será porque el delincuente con el que se miden los conservadores es un monstruo social. Hablamos de asesinos por naturaleza; hay un violador o un ladrón que circula por las venas de las personas y no hay que hacerse demasiadas ilusiones. Estamos ante actores extraordinarios y antisociales, cautivos de la irascibilidad o emociones profundas o atávicas.
Entre la falta de inteligencia y el déficit de autoridad
Travis Hirschi fue una de sus figuras centrales, autor de Theory of Crime. Hirschi sostenía que el déficit cultural, que se explicaba en la falta de socialización primaria, era la causa del delito callejero. Los orígenes de la criminalidad de bajo autocontrol deben ser buscados en los primeros seis u ocho años de vida, tiempo durante el cual el niño permanece bajo el control y la supervisión familiar. Por eso el Estado no es ni la causa ni la solución al delito. Hirschi carga todo a la cuenta de la familia disfuncional. La pregunta por el delito es una pregunta por la familia: dime cómo está constituida tu familia y te diré cuan peligroso eres. No es casual que las familias agregadas, y sobre todo las madres solteras, hayan sido el blanco de medidas punitivas: vaya por caso la pérdida de beneficios sociales cuando alguno de los miembros del núcleo familiar cometió un delito.
Charles Murray, investigador del Instituto Manhattan, escribió en 1984 Losing Ground: American Social Policy. Los cañones apuntaban al Estado social. Para Murray había una relación entre la expansión del delito y la expansión del Estado de bienestar. En efecto, el Estado providencia, es decir, la ayuda social, fue minando la cultura de la responsabilidad, y con ello desintegrando la disciplina de la familia y la comunidad. En otras palabras: la asistencia fomentaba la vagancia y la vagancia creaba personas irresponsables. En vez de apuntalar la cultura del trabajo, los beneficios sociales premiaron la pereza y el ocio que resultaron ser el mejor caldo de cultivo del delito callejero y la drogadicción. Los beneficios se iban por la canaleta de la droga y la drogadicción.
Diez años después, en 1994, Murray escribió, junto a Richard Hersntein, The Bell Curve, donde sostienen que la mayoría de la población tiene una inteligencia o habilidad cognitiva normal y similar. Pero a los costados de la campana caen los grupos brillantes y los estúpidos. Los autores intentan demostrar que la herencia está relacionada con los niveles de inteligencia. No es casual que el coeficiente intelectual de los presos sea inferior al coeficiente de los que están en libertad. De modo que la estructura social desigual es el reflejo de las capacidades cognitivas diferentes. El coeficiente intelectual no solo determina quién ingresa a la universidad sino quién queda afuera como desocupado o criminal. El underclass se convierte en criminal no porque padezca privaciones materiales en una sociedad no igualitaria, sino porque sufre carencias mentales y morales. Los pobres, al ser una clase cognitiva inferior, no pueden evaluar los costos que implica desarrollar determinadas acciones. Al ser menos conscientes incurren en el delito por razones de estupidez.
James Wilson es uno de los referentes más importantes de la criminología conservadora. Fue asesor de Ronald Reagan y profesor de la Universidad de Harvard. Sus trabajos van a estar vinculados a los gobiernos republicanos pero también a las demandas de grupos privados, como por ejemplo, Rand Corporation, una organización vinculada a la industria militar y la seguridad privada. En 1975 publicó un libro que se convirtió en best seller: Pensando sobre el delito. Este libro se ensaña no sólo contra los defensores del estado social sino contra el garantismo de los derechos humanos. Para Wilson los índices delictivos en los Estados Unidos habían subido porque habían bajado las posibilidades de ser detenido, condenado y, sobre todo, castigado por el sistema penal. No había que castigar para resocializar sino para incapacitar. Cuanto más tiempo esté en prisión un delincuente menos molestias causará afuera. En definitiva, Wilson propone volver a lo básico, es decir, reponer el carácter retributivo del castigo (con penas largas o cadenas perpetuas), abandonar el paradigma resocializador: la severidad penal como una suerte de venganza social.
En 1985, Wilson, junto a Hernstein, escriben Delito y naturaleza humana, un libro que atrasaba la discusión unos cien años. Los autores proponían volver a pensar en las continuidades entre el delito y la naturaleza para cargar las cosas otra vez a la cuenta de los individuos aislados. Sostenía que en ciertos individuos existía una predisposición natural al delito. El que delinque sabe que está delinquiendo y lo hace para beneficiarse, es decir, lo hace calculando los riesgos de ser atrapado y castigado. Por eso se propone que aumentando los costos, es decir, las penas, pero también saturando las calles de policías, se va a desalentar a los delincuentes a cometer sus fechorías y, de esa manera, hacer retroceder los índices del delito.
Las ventanas rotas
En 1982 Wilson escribe junto a George Kelling Reparar las ventanas rotas: la restauración del orden y la disminución del delito en nuestras comunidades. El artículo fue la teoría que el comisionado de policía de Nueva York (y antes de los Ángeles y Boston) Willian Bratton dijo tener presente cuando reorganizó las tareas de la policía. Muchas de las ideas de este artículo habían sido adelantadas por Kelling en otro trabajo que llamó Quien roba un huevo roba una vaca. En este trabajo sostenía que si se luchaba paso a paso contra los pequeños desórdenes de la vida cotidiana se haría retroceder las grandes patologías americanas. Para Kelling, las trayectorias criminales empiezan con pequeñas transgresiones inadvertidas o subestimadas por la autoridad. En cada ladrón de gallinas hay un potencial atracador de camiones de caudales. Como decía mi director en la escuela secundaria: “Hoy tiran una tiza, mañana ponen una bomba”, es decir, quien puede lo menos puede lo más. Por eso, para hacer retroceder el delito se aconseja agarrarlos de chiquitos y ser implacables con ellos. Si queremos detener las trayectorias criminales, hay que ser muy duros con los actores que realizan pequeñas faltas que, si bien no llegan a constituir un delito, crean las condiciones subjetivas para que el delito se apodere de ellos hasta convertir al crimen en un proyecto de vida profesional.
La teoría de las “ventanas rotas” que queremos analizar ahora resume gran parte de las formulaciones anteriores. Una teoría que se convirtió en un instrumento de legitimación de la Tolerancia Cero. ¿Qué es lo que dicen los autores? Una ventana que se rompe, producto de un hecho vandálico, y no se la repara rápidamente, invita a que se sigan rompiendo el resto de las ventanas. Peor aún, invita a que su fachada sea vandalizada con grafitis de todo tipo y color. El mismo destino correrá la luminaria y el resto del equipamiento urbano, el entorno de las ventanas. En ese contexto de desidia urbana, no tardarán en crecer los pastizales y de acumularse la basura que los propios vecinos arrojan; la gente creerá que a nadie le importa nada. Esos espacios se convierten en el escenario favorito para que los delincuentes hagan sus atracos. Por eso, en cada ventana rota hay una trayectoria criminal. Las ventanas rotas son un caldo de cultivo de la criminalidad callejera.
Los pequeños desórdenes cotidianos son el comienzo de problemas de convivencia mucho más serios. La carrera hacia el delito profesional se inaugura con actos de vandalismo. En la primera foja de cualquier prontuario nos encontramos siempre con este tipo de contravenciones. Por eso, la mejor forma de prevenir los delitos graves es persiguiendo aquellas conductas que sientan las bases morales y materiales para que el delito se produzca.
Dicho con las palabras de Wilson y Kelling: “Un barrio estable de familias que se preocupan por sus hogares y por los hijos de los demás, que decididamente fruncen el ceño ante intrusos indeseables, puede convertirse en pocos años, e incluso en pocos meses, en una selva inhóspita y aterradora. Una propiedad es abandonada, se deja crecer el pasto, una ventana estalla. Los adultos dejan de regañar a los chicos ruidosos; los chicos, envalentonados, se vuelven más ruidosos. Las familias se mudan a otro barrio, mientras llegan personas solteras. Los adolescentes se reúnen en las puertas de las tiendas. Los comerciantes les piden que se corran pero ellos se niegan. Comienzan las peleas. La basura se acumula. La gente empieza a beber frente a las tiendas. En poco tiempo un borracho se desploma en la vereda y se le permite dormir allí. Los mendigos se acercan a los transeúntes”.
Existe una relación de continuidad entre el mantenimiento del orden y la prevención del delito. Para decirlo con un neologismo inventado por el Indio Solari: una ventana que no se repara enseguida convierte a los jóvenes en vitricidas. Los revoltosos continuarán con sus fechorías en una espiral que los conducirá tarde o temprano directamente al delito. La degradación urbana, expresión de la falta de controles, lleva a los protagonistas de actos vandálicos a ir subiendo la apuesta de sus travesuras.
Cuando no se controlan las conductas en los espacios públicos colapsan los controles comunitarios. Con la decadencia urbana se debilitan los controles sociales informales y el temor se apodera de los vecinos que no pudieron mudarse de lugar. Por eso, a la policía le toca suplir los controles informales y para eso hay que transformar las policías. El giro comunitario de las policías y el vecinalismo son el vector del prudencialismo.
El prudencialismo, vidriera de la política
Tres son las ideas-fuerza que auspicia el prudencialismo:
1. Hay que reasignar el rol de la policía. La policía ya no está para perseguir el delito sino para prevenirlo. Y prevenir el delito implica demorarse en aquellos pequeños eventos que si bien no constituyen un delito crean las condiciones para que este tenga lugar. El objeto de las policías no es la acción individual ilegal, sino las conductas colectivas incivilizadas referenciadas por los vecinos alertas como productores de riesgo. El temor es la señal que tienen las personas para reconocer una transgresión y, por tanto, una amenaza a sus estilos de vida.
2. Hay que darle más facultades discrecionales a la policía. La policía no puede tener las manos atadas si se trata de actuar preventivamente.
3. Hay que involucrar a los ciudadanos en las tareas de control. La Tolerancia Cero depende del compromiso cívico: son los vecinos alertas los que deben mapearle a la policía la deriva de los colectivos de pares que tanto miedo producen en el vecindario. No hay detenciones por averiguación de identidad sin procesos de estigmatización social.
Como advertirá el lector, los desórdenes aparecen casi siempre asociados a determinados grupos de pares. Colectivos de personas, cuyos estilos de vida contradicen las pautas de convivencia de la comunidad, la moralidad y buenas costumbres que hacen al orden social. El problema son los mendigos y vagabundos, los borrachos y los adictos, los usuarios de drogas en espacios públicos, los adolescentes ruidosos, los grafiteros, las prostitutas, los vendedores ambulantes, las personas mentalmente perturbadas, es decir, personas desaliñadas, revoltosas, impredecibles o violentas. El objeto de la prevención son estos grupos que fueron referenciados por la comunidad como productores de riesgo, dueños de estilos de vida y pautas de consumo que contradicen y ofenden a la comunidad, que generan miedo entre los vecinos.
El objeto de las políticas de control preventivo son las incivilidades, los llamados “delitos sin víctima” o “delitos de calidad de vida”. Estas conductas desordenadas son las mismas que en otra época, en el estado de bienestar, intentaban comprenderse con otras instituciones que apuntaban a la integración social. El estado social no sólo las desjudicializaba sino que tendía a descriminalizarlas. Por el contrario, la tendencia en el estado de malestar fue la contraria: identificarlas como problemáticas y habilitar la intervención del poder punitivo, es decir, la criminalización y la judicialización. El estado criminaliza cuando convierte un comportamiento cotidiano en una falta o contravención, y la judicializa cuando autoriza e instruye la actuación policial para que canalice esos conflictos a la justicia penal o anticipe el castigo a través del hostigamiento.
Entre el delito callejero y la rotura de vidrios se postula una relación de continuidad: hoy rompen una ventana y mañana roban un banco. Una trayectoria criminal que solo puede ser evitada si la policía y los vecinos modifican sus umbrales de tolerancia.
*Por Esteban Rodríguez Alzueta para El Cohete a la Luna. Ilustración de portada: Julien Antoine.
**Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la UNQ y UNLP. Director del LESyC (Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas) de la UNQ. Autor de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Hacer bardo y Vecinocracia: olfato social y linchamientos (de próxima aparición).