La habitación alemana, la huida como destino
Por Manuel Allasino para La tinta
La habitación alemana es la primera novela de Carla Maliandi, publicada en el año 2017. En ella se narra con melancolía la huída de una mujer en crisis a la ciudad alemana de Heidelberg donde vivió su infancia como exiliada junto a su familia durante la última dictadura cívico-militar en Argentina.
Maliandi nos sumerge en el desajuste cotidiano de esa mujer que se hospeda en un hotel de estudiantes cuando ella no lo es, y no tiene ni la edad ni los intereses de esos jóvenes. En ese contexto, le ocurren un montón de cosas: un romance fugaz e intenso, la amistad imprevista con una rara y rica joven suicida; y la confusa relación de amistad con un joven tucumano. A la vez, vive el reencuentro con su historia familiar: un profesor, antiguo protegido de su padre con el que compartió exilio y vivienda en los años difíciles, reaparece treinta años más tarde como anfitrión y compañía confiable.
“Heidelberg es un lugar de cuento de hadas, irreal, una de las pocas ciudades alemanas que no han sido bombardeadas. Trato de reconocer las calles. Viví aquí los primeros cinco años de mi vida. Algunas cosas me son familiares: las panaderías, las orillas del Neckar, el olor de la calle. Es un día caluroso y brillante. Yo camino dentro del cuento, respiro profundo, juego a perderme entre sus calles y volver a ubicarme. Entro a un bar de la Markplatz, pido un desayuno que trae panes, fiambres, jugo de naranja y café con leche. El mozo me pregunta de dónde vengo, me habla de fútbol, sabe de memoria los nombres de todos los jugadores de la selección argentina. Aprovecho para practicar alemán sin mucha exigencia. Me doy cuenta de que estoy en problemas, que ya no entiendo bien el idioma, que me olvidé, que no bastó con las lecciones de internet que busqué antes de venir, ni la buena pronunciación que pensé que me alcanzaría. Mientras el mozo me habla de Messi, planeo estrategias de comunicación. Puedo hablar en inglés si la cosa no funciona. Sí, Messi es un genio, termino diciendo en español. El mozo se ríe y se va a atender otra mesa. Mientras se va repite: “genio”, “es un genio”. Tomo el desayuno con voracidad, no dejo nada. Un viejo sentado en la mesa de al lado me mira de reojo y veo que junto a su silla un pequeño perro lo acompaña. El viejo lo acaricia con una mano y con la otra sostiene su taza. Calculo su edad y me pregunto qué estaría haciendo en la última guerra. No importa, aún si hubiese sido un viejo nazi le queda poca vida por delante. El hombre repentinamente me sonríe. Tal vez sea yo la prejuiciosa, parece un anciano amable que notó que no soy de aquí. ¿Qué verán de mí los que me ven aquí sentada? Imagino mi pelo alrededor de mis hombros, la hebilla mal enganchada que me puse esta mañana, la linda camisa que llevo puesta toda arrugada. Todo lo siento ridículo ahora. Ridículos los adornos con que intento cubrir las ruinas. Todo está roto, vaya donde vaya. Y ahora estoy a miles de kilómetros de mi país, sin saber hablar bien, sin saber qué hacer”.
La protagonista, al poco tiempo de pisar tierra alemana, se entera de que está embarazada y esa noticia termina apropiándose de su viaje. Con más de treinta años y una separación incómoda a cuestas, decide recorrer Heidelberg, esa ciudad tan ordenada y prolija que invita a perderse en sus calles, pero todo le resulta extraño y ajeno.
“Pongo dos monedas de un euro y marco el número de mi ex casa. Mientras el teléfono llama ruego que no atienda nadie, comprendo que es un error estar llamando con tantas dudas pero tampoco puedo cortar. Resuelvo que seré muy directa, que diré todo sin interrumpirme, todo se reduce a dos cosas: las dos únicas cosas que sé con seguridad: estoy en Alemania y estoy embarazada. Santiago, a diez mil kilómetros de acá, atiende mi llamada. Le pregunto cómo está. Me dice que a Ringo lo atropelló un coche y que va a haber que operarlo. La noticia me sacude el estómago. Otra vez me pongo a llorar. Le pregunto qué dijo el veterinario, si se va a salvar. Dice que no sabe y que así es la vida. Creo que Ringo es el ser vivo más amado por Santiago y sin embargo usa ese tono sarcástico de siempre, el mismo que usó cuando nos separamos. Me dice que si quiero puedo estar en la operación que va a ser mañana a la mañana. Le digo que no puedo, que estoy en Mar del Plata. No sé por qué le digo eso, es lo primero que me sale. Él se queda callado un rato y después me pide que le mande el número de cliente que teníamos de Telecentro, así hace el trámite y no me siguen debitando el servicio en mi tarjeta, que yo no vivo ahí y le corresponde pagarlo a él. Sí, te lo mando por mail, le contesto yo. Nos quedamos otra vez en silencio. Me pregunta si le quiero decir algo más. Le digo que no. dice que entonces cortemos, que la llamada desde Mar del Plata me va a salir cara y que él tiene que ir a darle unos remedios a Ringo que le mandó el veterinario. Que salga todo bien, le digo. A vos también y que te diviertas en Mar del Plata, responde él y corta. Me quedo un rato inmóvil con el tubo en la mano. Cuando cuelgo, el teléfono me devuelve una moneda de un euro y tres de diez centavos. Camino muy lento, escuchando todavía la voz de Santiago en mi cabeza, apretando los puños dentro de los bolsillos de mi campera. No puedo imaginar la herida de Ringo, la sola idea me da ganas de vomitar. En Heidelberg no se ven perros sueltos, revolviendo la basura o tirados a la sombra como hay en cualquier barrio de Buenos Aires. Los perros acá son de raza, pequeños, y van siempre llevados por sus dueños, muchas veces a upa. Hay restaurantes que no admiten chicos, pero sí permiten entrar con perros. Camino un rato más sin rumbo. Ahora la lluvia se convirtió en una llovizna fina y melancólica. No quiero gastar la plata en un café pero tampoco quiero seguir mojándome. Emprendo la vuelta a la residencia y pienso en Ringo, en su cuerpo cálido y peludo, en lo reconfortante que era abrazarlo al llegar a casa en invierno, recuerdo sus ojos, esa manera de mirarme como comprendiendo, sus orejas que subían o bajaban según nuestro estado de ánimo, su forma de echarse en el patio a dormir la siesta en el verano, de meterle el hocico en el culo a cuanta visita entraba, y de mover la cola cada vez que escuchaba las llaves de Santiago en la puerta. Me doy cuenta de que lo extraño y que no podré sentir lo mismo por ningún otro perro jamás”.
Escrita con un tono vertiginoso y estructurada en capítulos breves, La habitación alemana, es una novela guiada por el suspenso. No pretende dejar una enseñanza sino reflejar el tumultuoso presente de una joven en una ciudad donde pareciera que nada está fuera de lugar.
“A la mañana me da vuelta todo. Tengo que quedarme un rato sentada en la cama hasta recobrar el equilibrio. Pienso que mi cuerpo se está acomodando a los cambios y tengo que ser paciente. Me siento hinchada y tengo sueño todo el tiempo. La breve salida de ayer con la señora Takahashi fue agotadora. Hoy, después de dormir toda la noche, los párpados aún me pesan y tengo calambres en las piernas y los brazos. Quisiera quedarme toda la mañana durmiendo pero he quedado en pasar a buscar a Mario por su clase. Reviso ropa de Shanice para ponerme, la mía está casi toda sucia. Me visto con una remera rosa que tiene un estampando de corazones y una pollera que me queda corta. En Buenos Aires jamás usaría algo así. Acá me puedo poner cualquier cosa y además estoy muy cansada para seguir probándome ropa. En la puerta saludo a Frau Wittmann, que está leyendo un diario. Ella levanta la vista y me mira sonriendo: cambio de look, me dice y vuelve a su lectura. Llego temprano, la clase no ha terminado. Me ubico en uno de los asientos cercanos a la puerta. Mario lee traduciendo un trabajo de Carlos Astrada. Entiendo algunas frases sueltas pero me cuesta darles algún sentido. Cuando termina el texto repite el último párrafo en español, de manera pausada y clara lee: el hombre estará siempre abocado a su gran peripecia terrena: devenir humano, encaminarse a la plenitud de su propio ser, en virtud de la relación que, en el seno de su mismidad, el ámbito temporal de su existencia instaura con el ser, como lo permanente en el proceso de su humanidad histórica. Luego cierra el libro y saluda a todos hasta la próxima semana, yo me acerco y otra vez nos miramos con asombro y nos damos un breve abrazo en medio de un aula llena de alumnos altos que salen a buscar su almuerzo. Almorzamos en un restarurant muy coqueto al que Mario solo va en ocasiones especiales. Dice que es importante que hablemos, que estuvo pensando en mí, que le parece una locura mi deambular por Heidelberg sin ningún plan, ni trabajo, sin comunicarme con Buenos Aires, sin enfrentar la situación con mi ex pareja, etcétera, etcétera, etcétera”.
La habitación alemana de Carla Maliandi es una novela que trabaja sobre la huída, aunque no explica las razones de la misma. Nada es explicito ni declarativo. La protagonista va para adelante dentro de una atmósfera catastrófica, en donde nada se puede prever.
Sobre la autora
De nacionalidad argentina, Carla Maliandi, nació en Venezuela en 1976. Es dramaturga, directora teatral y docente. Actualmente dicta clases en la Universidad Nacional de las Artes. La habitación alemana es su primera novela.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Imagen de portada: Paul Cézanne.